A Judith, en Salta y Ovidio Lagos

   (donde también la esperaba).

   

 

15 de diciembre de 2014

Cuando la memoria queda sujeta al entusiasmo pueril, no es raro que nos precipitemos por la pendiente de la estupidez. Todos los días, durante los cinco que pasé en Santiago de Chile, al salir del hotel, me descubrí cantando la cueca "Las dos puntas", la que arranca "Cuando pa' Chile me voy...". Por no pecar de ocurrente, la memoria elegía una banda de sonido apropiada para un comienzo de jornada brioso. Pero el corazón tiene razones que el cancionero popular a veces ignora y todas las mañanas, apenas alcanzada la tercera estrofa, tenía que interrumpir el canto por falta de convicción. (Por qué se recomienza un martes, desde cero, lo que se interrumpió con buenas razones el lunes es un misterio que sólo un narrador podría abordar). Lo que obstruía el paso de la vida a través de la letra no era mi condición de abstemio impenitente (no tomo chicha ni vino), ni la parálisis coreográfica (no bailo cueca ni zamba), ni siquiera la distancia, que no debe ser tanta, entre las rutinas de un profesor visitante y las de un arriero, sino la ligereza afectiva disfrazada de picaresca reparadora (como la existencia del arriero es cambiante y solitaria, se impone el acorde de una chilena y una cuyana a cada lado de la Cordillera). Cualquiera que haya practicado la poligamia con un mínimo de seriedad sabe que sólo se puede amar auténticamente a una persona, y si la canción amorosa no roza el substrato auténtico de nuestra afectividad, aunque el ritmo sea propicio, cuando la canta un enamorado, fracasa.

    (Entre los comentarios que recibió este post, uno reclamaba: "Profesor, reviso la letra cuidadosamente y compruebo que el arriero en ningún momento habla de amor." La respuesta fue inmediata: "Es que el enamorado cree que todos son de su condición.)

 

21 de diciembre de 2014

El día perfecto, a mis treinta y cuatro años, comenzaba a las nueve de la mañana, cuando entraba al Laurak, me sentaba en una de las mesas sobre el ventanal que da a Entre Ríos, pedía un cortado con una media luna salada, abría el cuaderno para retomar la escritura, y me disponía a esperar. Esperaba una idea, un gesto sintáctico. Pero sobre todo esperaba el paso de mi amada. Aunque muy probable, no era seguro que ocurriese, lo que le daba a la espera una intensidad ambigua. Mi amada era secretaria de un ejecutor fiscal, en una oficina de calle Corrientes, y tenía a su cargo los trámites en la AFIP, el Registro de la propiedad y Catastro. En aquel tiempo no existían los celulares y siempre había por lo menos una jornada en la que ella no tendría que salir, un día desolador (el fracaso de la posibilidad del día perfecto), por lo que la espera resultaba ligeramente agónica. Hasta que ella se manifestaba, a través del ventanal que da a Santa Fe, y abría la puerta. "Tanto gentil e tanto onesta pare..." El deseo de atrapar el vértigo fugaz de la belleza y la sensualidad cuando coexisten con la impresión de una madurez temprana no podría satisfacerse con palabras. Como en el soneto de Dante, la mudez súbita de los parroquianos saludaba la irrupción de la gracia (¿cuántos también la esperaban?). En el tiempo que le tomaba a mi amada acercarse a la mesa, yo había cerrado el cuaderno y pagado la cuenta. El beso en apariencia era casto. Los amantes viven en ese vértigo del desborde inminente. El día verdaderamente perfecto, a mis treinta y cuatro años, era aquel en el que mi amada traía una montaña de expedientes y la orden de ir a Catastro, en Tucumán al 1800, la dependencia más lejana.

   

3 de enero 2015

Antes de escribirlo (a propósito de algunas narraciones de Arlt), incluso antes de pensarlo, supe de la diferencia irreconciliable entre lo que quiere el enamoramiento (persistir en su intensidad exorbitante) y lo que quieren los enamorados que pactan alguna forma de relación (reciprocidad, cierto equilibrio). Lo supe por experiencia: desde que me recuerdo enamorado, siempre deseé las dos cosas al mismo tiempo. No la conformidad entre inclinaciones heterogéneas (el enamorado nunca se conforma), sino la posibilidad de vivir en dos mundos casi antagónicos simultáneamente. Tengo la impresión de que esa coexistencia improbable a veces sucede, porque escribo estas líneas con alegría, como si estuviese celebrando algo. Puede ser que suceda, pero no sabría explicar cómo. Entreveo que, de ocurrir, eso, la vida en dos mundos amorosos irreconciliables, la fidelidad debe ser una condición casi necesaria: fidelidad a las expectativas que sostienen el pacto de reciprocidad, pero, sobre todo, a lo desconocido, al impulso que insiste en enlazarnos a la imagen irremplazable del otro. La chica que me pasa a buscar por el Laurak.

    Escribo estas líneas en el café La Sede, bajo el influjo benéfico de las canciones de Miranda! ¿Qué sería de nosotros sin la música pop?

 

6 de abril de 2015

En momentos en que se dejaba ganar por una elocuencia absurda, papá fantaseaba: "Si viniesen los periodistas a preguntarme..." Como su celebridad no persistía fuera de los límites familiares, sin que él lo advirtiese, la ocurrencia resultaba graciosa.

Mientras la espero para festejar su cumpleaños, pienso en mi mujer, en su belleza impar, y en que si viniesen los periodistas a preguntarme cuál es el secreto de mi siempre recomenzado enamoramiento, les diría que no lo sé, pero que tal vez tenga que ver con que hayamos sido concubinos antes que esposos, novios antes que concubinos, amantes antes que novios, profesor y alumna antes que amantes, y que las cinco figuras, además de haberse sucedido, puedan coexistir y afectarse unas a otras al calor de las circunstancias actuales. Sobre todo, le diría a los periodistas, para ampliar la declaración, debe ser importante que la simultaneidad entre las dos últimas figuras nunca haya perdido su carácter originario.

   

11 de diciembre de 2016

Recién, mientras hacía zapping, agarré el final de una película con Burt Reynolds, de comienzos de los 80, que era una remake de "El hombre que amaba a las mujeres", de Truffaut. Papá la vio durante un viaje en ómnibus, de Buenos Aires a Rosario, y me la contó, entusiasmado, apenas nos juntamos para conversar. Repitió varias veces el final: el donjuán muere, y todas las que habían sido sus amantes, a las que había decepcionado en serie, vencen el resentimiento y asisten al funeral para despedirlo. Confundí las señas y entendí que el entusiasmo de papá provenía de su identificación con el protagonista. En ese malentendido cifré un mandato: si quería llegar a ser un hombre de verdad, tenía que convertirme en un hombre que ama a las mujeres, un varón en continuo estado de disponibilidad amorosa. Fue mi estilo de vida sentimental durante más de una década. En una escala menor que la del protagonista de la película, favorecido por circunstancias muy generosas (la notable desproporción entre mujeres y varones en las carreras de Letras). Como era condición que yo también me sintiese enamorado, y sufriera ante la imposibilidad de que las relaciones simultáneas coexistiesen, apasionada pero armónicamente, resultó un estilo de vida exigente. Al final, demoledor. Una vez le conté a mi analista que me veía como un malabarista de circo, uno de esos que tienen que mantener en movimiento, girando sobre sus ejes, tres platos al mismo tiempo, pero sin demasiada confianza en mis destrezas. Cada vez que una amada dejaba el juego e iba en busca de un vínculo menos tortuoso (siempre lo encontraban), sufría por el abandono, aunque supiese que lo había propiciado. Hasta que un día me enamoré de Judith. Antes de que los platos dejaran de girar, el malabarista ya se había quebrado. Para sobrevivir, tuve que inventarme otro estilo.

La película de Truffaut tendría que llamarse "El hombre que amaba sentirse amado por las mujeres".