PáginaI12 En Francia
Desde Cannes
Dos días después de la presentación de El Angel, la película de Luis Ortega sobre “el chacal” Carlos Robledo Puch, llegó a la sección oficial Una Cierta Mirada la segunda película argentina de esta competencia: Muere, monstruo muere, de Alejandro Fadel. El segundo largometraje del director de Los salvajes –premiada aquí en Cannes en la Semana de la Crítica 2012– es una apuesta de alto riesgo, en la medida en que Fadel salta del “falso western” de su opera prima a un film de terror puro y duro, sangriento y literalmente visceral, pero a la vez ajeno a las convenciones más trajinadas del género.
Sería más preciso quizás hablar de un film fantástico, en la medida en que Fadel trabaja esencialmente sobre la idea del miedo a lo desconocido, aquello que el crítico francés Gérard Lenne –en un libro que sigue siendo imprescindible, El cine “fantástico” y sus mitologías- denomina “ese sentimiento incontrolable” al que un realizador convoca al modo de un “hechicero”. Y Fadel lo hace desde la primera imagen del film, in medias res, cuando una pastora de ovejas resulta decapitada por alguien… o más bien por algo. Esa será solamente la primera de una serie de mujeres sin cabeza, un misterio creciente que una triste patrulla de la policía local intentará resolver para terminar descubriendo que ellos mismos van cayendo al abismo insondable al que se asoman.
Así como en Los salvajes, Fadel supo aprovechar dramáticamente las sierras de Córdoba, aquí en Muere, monstruo muere se vale de las montañas nevadas de su Mendoza natal, a las que con un elocuente uso del plano general les da un aspecto siempre gris, ominoso, como si los personajes vivieran en una inmensa prisión de roca a cielo abierto. Allí pareciera que solamente dos hombres intuyen apenas lo que está sucediendo: uno es una suerte de idiota del pueblo (Estaban Bigliardi), que dice escuchar voces y vivir “en el terror de las imágenes, aquello que la medicina llama cine”. El otro es un policía rural (Víctor López, una revelación) que hace quince años sufre de insomnio y que viene elaborando una extraña teoría que involucra a unos picos gemelos del macizo montañoso.
La asociación con Twin Peaks, de David Lynch, resulta inevitable, más cuando los diálogos entre ese policía y su superior directo, que vive empastillado, se vuelven de un humor bizarro. Pero si hubiera que buscar un referente más preciso para dar cuenta del universo de Muere, monstruo muere se podría pensar en el cine de David Cronenberg, en la medida en que el monstruo en cuestión –hermafrodita, mezcla de vagina dentata y falo retráctil– bien podría llegar a ser la materialización de los terrores que incuban en el interior de los personajes.
Por su parte, en la competencia oficial brilló la nueva película de Jafar Panahi, Tres rostros, en la que el director iraní –todavía prisionero del régimen teocrático de su país, del que no puede salir desde hace nueve años– demuestra que su talento y su imaginación no sólo no tienen fronteras, sino que incluso las desafía de modo permanente. Desde la extraordinaria Esto no es un film (2011), rodada en su propia casa, cuando cumplía arresto domiciliario y que envió aquí a Cannes de manera clandestina, Panahi ha venido construyendo una obra que no deja de ser autorreferencial con respecto a su situación de encierro, pero que a su vez no le impide ver el mundo circundante: la opresiva Cortina cerrada (2013) dio paso a Taxi Teherán (Oso de Oro de la Berlinale 2015), una comedia luminosa en la que era evidente la felicidad que le producía poder volver a circular por las calles de la ciudad, aunque todavía tuviera que filmar de modo casi clandestino.
No es el caso de Tres rostros, donde Panahi –protagonista de sus propios films– se muestra cada vez más libre y se aventura lejos de Teherán, hacia una provincia remota, en la frontera con Turquía y Azerbaiyán. Conduciendo su propio vehículo, lleva de pasajera a Behnaz Jafari, una actriz muy famosa en su país (lo es también en la vida real, donde trabaja en cine y televisión), que viaja visiblemente angustiada. Acaba de recibir en su teléfono celular el video de una adolescente de esa región remota, en el que la chica supuestamente se suicida en cámara, en un acto de desesperación ante la incomprensión de su familia, que no le permite inscribirse en el Conservatorio de Arte Dramático. ¿Se trata de un suicidio verdadero o de una broma pesada? Durante el prolongado viaje en auto –todo un leitmotiv en el cine iraní, particularmente en el de Abbas Kiarostami, a quien Panahi aquí homenajea de modo explícito sin necesidad de nombrarlo– no alcanzan a esclarecer el caso y es por eso deciden ir al pueblo de donde han averiguado proviene la chica.
En el camino primero y en el pueblo después, se irán encontrando con distintos personajes, cada uno con sus peculiaridades y sus demandas, incluidas las de la familia de la adolescente desaparecida. El impacto que provoca la llegada de una celebridad al pueblo también da lugar a situaciones equívocas y malentendidos, a los que contribuye que no todos los habitantes de la región hablan farsi sino turco. Pero una pista determinante para develar el enigma que los recién llegados pretenden resolver es que allí en ese pueblo remoto vive, completamente apartada del mundo, Shahrzad, un actriz y bailarina muy popular en el cine iraní previo a la Revolución de los Ayatolas, en 1979, y que desde entonces fue prohibida en Irán por la sensualidad con que interpretaba sus personajes. Y aunque nunca se la llega a ver en el film, Panahi se ocupa de que su presencia fuera de campo sea particularmente significativa. Tanto como lo es la ausencia del propio Panahi aquí en Cannes.
El director de El espejo (Leopardo de Oro en Locarno 1997) y El círculo (León de Oro en Venecia 2000) parece sugerir que esos tres rostros a los que alude el título del film representan, cada uno a su manera, el pasado, presente y futuro del cine iraní. En los tres casos, la lucha siempre es un poco la misma: contra el olvido, contra la censura oficial y contra los prejuicios sociales y religiosos. Pero como lo prueba su nueva película, Panahi está dispuesto no sólo a enfrentar la adversidad sino también, fundamentalmente, a dar la cara, todas las veces que sea necesario.