¿Se habrá pensando lo suficientemente en el Uruguay como tierra privilegiada de raros y precursores de venas originales? La pregunta de la escritora y crítica argentina Sylvia Molloy, que figura en un artículo clásico de los estudios del modernismo hispanoamericano, no está agotada. Aunque lo “raro” -noción sin duda problemática- pueda ser demasiado escurridizo en literatura, en un mundo donde el concepto de “normalidad” está siendo reformulado por las voces que expresan las diferencias, hay narradores periféricos como Gustavo Espinosa que habitan lo raro barroco, una zona potencial para explorar las derivas de perdedores y marginales que se sumergen en empresas imposibles, impulsados por el motor del deseo y la desmesura. Espinosa -que nació y vive en Treinta y Tres- habla más despacio que un montevideano. El único momento en que la calma se quiebra sutilmente en la entrevista con PáginaI12 es cuando pronuncia la palabra “milicos”, al recordar la dictadura uruguaya. La suelta con indisimulable rabia, como si la quisiera lanzar rápidamente de su boca. Invitado por la delegación de Montevideo, la ciudad invitada de honor de la 44° Feria Internacional del Libro que termina hoy, el escritor uruguayo presentó en La Rural la primera edición argentina de su primera novela China es un frasco de fetos, publicada por Alto Pogo.
“El olimareño que conmovió a la narrativa uruguaya actual” –como subrayan en la mayoría de las solapas de sus novelas, Carlota podrida (2009), Las arañas de Marte (2011) y Todo termina aquí (2016), publicadas por la editorial uruguaya HUM– nació en Treinta y Tres en 1961. En Carlota podrida, novela con la que Espinosa obtuvo el Premio Nacional de Literatura, Sergio Techera, un músico que se gana la vida tocando cumbias, género por el cual no profesa ninguna simpatía, decide secuestrar a la famosa actriz británica Charlotte Rampling, que está de gira en Treinta y Tres como embajadora de la organización benéfica Childhood of the World. Delirio, belleza y dolor se hilvanan en esta novela fragmentada, donde se intercalan un relato en tercera persona y la escritura de una carta.
–En Carlota podrida, en la carta que Sergio escribe, aparece lo que se podría llamar la educación sentimental del personaje, en la que es muy importante el rock argentino: Manal, Pescado Rabioso, Vox Dei y Spinetta, entre otros. ¿Esta educación sentimental del personaje coincide con la suya?
–Sí, coincide muy entrañablemente. Dos porciones de la cultura que me interesan más que ninguna otra son el barroco español del siglo XVII y el rock argentino de los años 70. Hay gente que toma esto que digo como una boutade, pero es estrictamente cierto. Manal, Pescado Rabioso o Billy Bond son un poco anteriores a mi adolescencia, pero quizá como a Treinta y Tres todo llegaba con poco delay me agarró justo en una etapa en la que uno está muy perceptivo. Aparte de sus calidades estéticas, el rock argentino todavía alentaba una idea de contracultura de la que tanto nos aferrábamos en épocas de dictadura.
–A propósito del tema, usted suele decir que su educación transcurrió durante la dictadura: “Vine con los milicos y me fui con los milicos”.
–Claro, yo empecé la secundaria en marzo del 74 y la dictadura había empezado seis meses antes. Los últimos exámenes que di en la facultad de Humanidades fueron en febrero del 85. Mi educación secundaria y mis cursos terciarios los hice en la dictadura. Me saqué esa porquería en la lotería de Babilonia.
–¿Se preguntó alguna vez qué marcas dejó la dictadura en su escritura? ¿Tal vez el delirio que hay en su escritura sea una forma de clandestinidad respecto del realismo, una manera de escapar de la opresión de la realidad?
–Hay una tematización de la dictadura. Mi primera novela China es un frasco de fetos, ha sido leída por los pocos lectores que ha tenido, porque es un libro que circuló secretamente en Uruguay, como una representación no tan oblicua de la dictadura. Hay un registro paródico de los comunicados de prensa de la dictadura, una intervención muy fuerte del Estado en la vida de la gente. Las arañas de Marte, el que menos me disgusta de mis libros, es el más estrictamente político, porque uno de sus núcleos temáticos es un episodio que ocurrió en mi pueblo y que yo viví casi de adentro, más que de cerca. En 1975, en un año de enorme avanzada publicitaria de la dictadura uruguaya, un año en que las relaciones públicas de los milicos señalaron como “el año de la orientalidad”, apresaron a 38 adolescentes, casi niños algunos, entre 13 y 18 años en Treinta y Tres. En un pueblo de 20.000 habitantes imaginate el impacto que eso significa. Eran familiares y amigos míos todos ellos. No sólo los torturaron, sino que luego sacaron comunicados calumniantes en la prensa de la época haciendo una especie de mix delirante entre orgías y marxismo. Se los estigmatizó y se les prohibió terminar su educación. En cuanto al desbarajuste barroco del lenguaje que a veces ocurre, y que es lo que más me interesa de la escritura, yo no sé si tiene que ver con la dictadura… Es probable. Mi amigo Eduardo Espina en un libro suyo sobre (Julio) Herrera y Reissig decía que ese discurso delirante de Herrera y Reissig para la escritura hegemónica de su época era una forma de escapar a la represión… Es probable, pero es una interpretación. Como no hay hechos, hay interpretaciones, entonces bienvenida la tuya. Los lujos más pomposos del barroco del siglo XVII, del barroco de Góngora o de Quevedo, emergieron también en un mundo terriblemente represivo, reprimido y miserable, ¿no?
–¿Ubicar las novelas en su pueblo, en Treinta y Tres, el lugar donde nació y donde vive, es una decisión política? ¿Implica ubicarse en la periferia de Montevideo?
–Yo quisiera que lo fuera. Pero para ser honesto, te diría que no. No es algo que yo haya decidido en una instancia que merezca el nombre de política. También, no sé muy bien cómo, he terminado siendo un escritor realista, cosa que nunca hubiera pensado en mis comienzos, un poco bajo la fascinación hipnótica de (Jorge Luis) Borges y de (Adolfo) Bioy (Casares), en la cual todo el mundo cayó alguna vez, cuando predicaba la narrativa fantástica y pasaba todo el tiempo buscando argumentos novedosos. Después me resigné a ser un escritor realista y a suscribir la frase de (Roberto) Bolaño que dice que para escribir no hace falta tener imaginación sino memoria. Lo que me queda más cómodo, lo que conozco mejor, es el pueblo donde vivo. Acá me muerdo la cola y vuelvo a Bioy, que en El héroe de las mujeres dice: “Al diablo con las Islas del Diablo; un escritor debe escribir sobre un partido de Buenos Aires”. Mi partido de Buenos Aires es mi pueblo de la periferia del Uruguay.
–En la carta que Sergio escribe, en la que se dirige a Charlotte Rampling, advierte que no está escribiendo el diario de una degeneración singular, sino el itinerario de un aprendizaje cualquiera. “Todos somos ese monstruo”, afirma. ¿Qué le interesa de la idea del monstruo?
–Mi amigo Gustavo Verdesio siempre me ha recriminado amablemente mi excesivo gusto por lo monstruoso sobre todo en China es un frasco de fetos y en cuentos inéditos que él leyó cuando éramos adolescentes. Lo escatológico está muy presente, no solo en esa incontinencia lingüística que en la primera novela se da mucho más como para mostrarle al lector lo que soy capaz de hacer, sino también en la mera grafopeya de los personajes. La idea del monstruo me interesa desde muchos puntos de vista. Un poeta debe irrumpir en la lengua, es decir ser abrupto, y eso se emparienta con lo monstruoso, porque el monstruo es una mutación que ocurre fuera de la cadena de lo esperable y normal de la evolución. Por otro lado, me interesa la idea del monstruo como compuestos de partes heterogéneas, como el Frankestein. La educación pública uruguaya en otros tiempos logró acercar a las periferias como la mía el festín de la cultura y de la literatura universal. Sumale a eso que todos somos como animales anfibios de la cultura de masas; entonces tenés un monstruo: un tipo que vive en la marginalidad geopolítica, pero que accede al lujo asiático de la cultura. Además, como cualquier hijo de vecino nacido en el siglo XX, ha respirado en la cultura de masas. Nos hemos criado consumiendo basura que los argentinos se han encargado de proveernos en buenas dosis, así como tantas cosas maravillosas como Artaud o La invención de Morel.
–“Lo que se escribe es, también, los pormenores de quien lo escribe”, plantea Sergio y agrega: “Yo escribo esto desde la yema de una alucinación”. ¿Coincide con el personaje?
–No. Yo tengo la aspiración un poco megalómana de tener bajo control el material que estoy escribiendo. No soy de aquellos escritores que se jactan de que sus personajes cobran vida, sino que trato de llevar un plan, saber en qué voy a terminar y hacia dónde voy, en el caso de las novelas, que es lo que más he publicado. Pero introducís un personaje y de pronto ese personaje abre posibilidades que no habías visto antes y de alguna manera te lleva. “El libro pide eso”, como decía un querido amigo. No quisiera ser tan dramático, no quisiera ser (Antonin) Artaud y decir que escribo desde la yema de una alucinación.
–Pero es una gran frase...
–Sí, es un lindo caramelo verbal (risas).
–Sergio dice en “Carlota podrida” que se propuso “transformar el signo en realidad”. ¿Ese sería el trabajo del escritor?
–No. Yo creo que el trabajo del escritor es al revés. Eso nace de una frase de (Michel) Foucault al comienzo de Las palabras y las cosas, donde él se detiene en el Quijote durante algunas páginas y dice que lo que el Quijote quiso hacer fue convertir la realidad en signo, es decir salir a los anodinos y miserables campos de Castilla y encontrar en ellos el mundo fabuloso de las novelas de caballería. O sea convertir la realidad en signo. Lo que Sergio quiere es lo contrario. Como él ha vivido en ese margen y él se considera una víctima de la tiranía del signo, él quiere convertir un signo, es decir a Charlotte Rampling, en realidad.
–Al leerlo cuesta a priori trazar una posible genealogía de escritores uruguayos en la que inscribirlo. Quizá por el trabajo con el lenguaje podría haber una aproximación a Juan José Morosoli, aunque por estilos y estética son distintos. Tal vez habría que pensarlo entre los raros, junto a Armonía Somers, por ejemplo. ¿Qué escritores uruguayos le interesan?
–Armonía Somers me parece una gran escritora. Cuando estaba escribiendo China es un frasco de fetos, cayó en mis manos la última novela de Armonía Somers, que tiene un nombre más barroco que el de mi novela, Sólo los elefantes encuentran mandrágora, una novela espléndida, monstruosa, que no solamente está fuera de la tradición uruguaya, sino de cualquier tradición. Me gustaría parecerme a Armonía Somers. En cuanto a Juan José Morosoli, yo estoy muy relacionado con su familia. Quizá sea una cuestión de geografía, de construir un universo en un pueblo chico como Minas. Aunque me gusta mucho Morosoli, nunca ha sido una referencia para la imitatio. Hay una tríada de narradores uruguayos canonizados a los cuales admiro, pero no voy en esa línea, que son Horacio Quiroga –quizá sea al que más admire–, Felisberto Hernández y Juan Carlos Onetti. Este es el canon de la narrativa uruguaya, que habría que ver quién completa ahora. Tal vez (Mario) Levrero, pero tampoco yo soy levreriano.
–Usted ganó dos veces el Premio Nacional de Literatura. ¿Podría ingresar al canon de la literatura uruguaya? ¿Qué requisitos tiene que reunir un escritor para estar en el canon?
–Para canonizarse tiene que ocurrir algo más dramático que un premio Nacional, y es que uno se tiene que morir. No creo que sea una condición suficiente, pero sí necesaria. Hay escritores importantes que he tenido la suerte de aprender mucho de ellos, como Amir Hamed, muerto recientemente, con quien hicimos toda la educación sentimental juntos, y a quien le debo mucho, incluso la publicación de mi primera novela. Amir decía que una de las formas de medir el calibre de un escritor es ver qué hace con los lugares comunes.
–¿Qué hace usted con los lugares comunes?
–La única manera de trabajar con los lugares comunes es metabolizándolos en el delirio lingüístico.