Lo primero es el desconcierto. Luego, una sensación de vacío y de no saber qué hacer. Pero no hay caso: por más malabares que uno haga con el teléfono, no hay señal. Según Ivana, esta circunstacia es justamente uno de los plus de su propuesta gastronómica, que combina comidas caseras y criollas con un toque italiano, producto de haber ido a la tierra del Dante a capacitarse y conocer los secretos de la pasta. Estamos en Rosas, paraje ubicado a 20 kilómetros de Las Flores, en una casa-restaurante llamado A Casa Mia que ofrece pasar un día de campo comiendo cosas ricas.
“Trabajamos con las recetas de la abuela, por eso cuando el visitante se sienta a la mesa suele recordar a su familia y a sus vivencias de infancia”, cuenta. “Otra cosa a favor es que no hay señal de celular, así que la gente se pone a hablar, se recupera la conversación y el hecho de concentrarse en disfrutar de la comida y no estar distraído con otras cosas”, acota Blanca, la mamá de Ivana, ya que este es un emprendimiento de toda la familia Gopar, que también ofrece alojamiento en cabañas de campo.
Después de unas empanadas con masa casera y alfajorcitos con un sabor almendrado, salimos a andar en bicicleta por el pueblo y así, bajo un sol tibio, recorremos caminos de tierra, visitamos la iglesia y la vieja estación de tren. Lo bueno de la visita a Rosas es que no se suspende por mal tiempo, ya que el camino de acceso es bueno y, cuando llueve, la propuesta consiste en tomar una clase de cocina, cantar o armar una zapada con Roberto, el papá de Ivana, que toca el acordeón. Además de comer un asado en el quincho hecho por las manos expertas de Facundo, el hermano, de amplia sonrisa y siempre dispuesto a atender. “En el grupo Naturalmente Las Flores impulsamos acciones para lograr una propuesta de turismo rural de calidad, haciendo hincapié en las tradiciones y los recursos de la zona”, explica Graciela Gallo, promotora asesora del INTA. “Además, es una experiencia muy interesante para los emprendedores ya que van aprendiendo unos de otros, se acompañan y se apoyan”.
LIBROS Y RUECA Un ejemplar de Los que aman, odian descansa sobre la barra. Es lógico que así sea ya que estamos en Pardo, paraje de la estancia Rincón Viejo, propiedad de la familia de Bioy Casares, que solía venir acompañado por Borges. Quien ha dejado esta novela a la vista es Daniel Juárez, periodista y cocinero que los fines de semana se hace cargo de la pizzería La Esquina, ubicada en este pueblo de menos de 300 habitantes. La tarde despunta linda y Daniel nos cuenta acerca de su amor de la infancia por Pardo, del placer del silencio y de tener tiempo para contemplar el paisaje. “Me gusta cocinar para la gente de acá y para los visitantes, que cada vez son más”, explica. “Es una forma de estar conectado con la soledad pero también con las personas”, reflexiona mientras corta una generosa rebanada de budín de pan que él mismo ha elaborado.
A pocos metros se encuentra la vieja estación de tren que alberga un pequeño museo y más allá el club social, donde nos espera un grupo de mujeres que están aprendiendo a hilar con la rueca, como se hacía antes. En un salón enorme y muy iluminado, unas veinte mujeres se pierden entre los agrestes vellones de oveja que hay por todos lados. Todas están muy concentradas en alguna tarea manual y escuchando a las profesoras que muestran cómo hay que coordinar manos, pies y mente para que la rueca (tradicional, no eléctrica) funcione correctamente. Hasta el mate ha quedado frío y abandonado en algún lugar porque distraerse hace que el hilo se enrede y todo se complique. “Se trata de una iniciativa para darle valor agregado a la producción, en este caso de ovinos”, describe Adriana Salvático, del INTA Las Flores. De este modo se obtiene lana para confeccionar las prendas que se venden en la zona con la impronta de lo “hecho a mano”. Otra de las iniciativas es la elaboración de chorizo seco con carne de oveja, ideal para las picadas que se sirven en los bares y emprendimientos turísticos. Y con una característica muy apreciada por el consumidor urbano: se trata de un producto más magro que el salamín convencional, de sabor más suave y sin grasa a la vista. “¿Quieren probar?”, ofrece una de las hilanderas pero refiriéndose al vellón y a la rueca, y con una gran sonrisa. Aceptamos y la cosa no es sencilla al principio... hasta que uno le va tomando la mano. Algo más que aprender en un circuito rural.
MÁS QUE BIEN “¿No te aburrís?”. Es lo primero que muchos le preguntan a Juan Manuel cuando saben que vive en el campo, sin Internet ni luz eléctrica (y por lo tanto sin heladera y todos los artefactos asociados). “En verdad –responde– no me dan las manos para hacer todo lo que quiero hacer y hay que hacer en un lugar como este”. Hay que aclarar que “este” es un lugar especial. Primero, se llama Yamay, que en mapuche quiere decir “estar bien”. Segundo, es una casa construida con el paradigma de la permacultura, utilizando los materiales de la zona y diseñando las construcciones de manera tal de aprovechar al máximo la luz, el viento y todas las condiciones climáticas del lugar. Puntualmente esta casa tiene paredes de barro, paja y vidrios de botellas que funcionan como ojos de luz.
La otra gran pregunta es cómo se las arregla sin heladera/freezer. Y la respuesta la dan la huerta orgánica del lugar, el hecho de comer carne solo a veces (y en mismo día de comprada) y una pequeña habitación oscura y muy fresca donde guarda algunos alimentos. Tan fresca como es la casa misma en verano y tan cálida en invierno. Yamay parece desafiar las necesidades de la vida urbana y actual con su tranquilidad y sus “techos verdes”, que también pueden funcionar como huertas pero sobre todo hacen a la regulación de la temperatura. “El visitante en este lugar va a encontrar mucha paz, comidas acompañadas de panes integrales y con semillas y miel que producimos aquí”, explica nuestro anfitrión mientras nos ofrece un mate con peperina. “No brindamos alojamiento pero sí un buen espacio para que la gente acampe, con baños y duchas”. Además de turistas que vienen a realizar una experiencia “ecológica” son muy asiduos los grupos de astroturismo, ya que se considera que los cielos del lugar –a tres kilómetros de Pardo– son ideales para observar.
UN CARRITO, UNA VIDA Unos bocaditos de nabiza. Una berenjenas en escabeche. Una ensalada de rabanitos. Un pollo que se hace, lento y condimentado, al disco. Estamos en la casa de Stella Maris y Guillermo, a 14 kilómetros del centro de Las Flores, sobre la RN 3. Antes, justamente aquí, en la entrada de su campo, tenían un carrito que en poco tiempo se convirtió en la parada clásica de turistas y viajantes que hacían un alto para comprar dulces, quesos, chorizos y comer un picada al paso. Ahora también lo pueden hacer pero en la entrada del pueblo de Las Flores, donde Stella Maris mudó su carrito que atiende todos los fines de semana.
Ahora estamos en el campo, donde Stella ha preparado un almuerzo de esos que a uno lo dejan dichoso y lento, para una larga sobremesa. “La idea es que el turista conozca la vida rural, disfrute de la buena comida y pueda descansar y renovarse”, explican estos emprendedores que han sumado alojamiento a su propuesta de pasar un día de campo.
Después de un café batido decidimos abandonar la mesa para visitar la laguna ubicada a un kilómetro de la casa. Allí carpinchos, patos y muchos pájaros tienen su hogar, en medio de la tranquilidad total que también es un paraíso para los aficionados al avistaje de aves.
Nuestro recorrido de turismo rural está llegando a su fin y volvemos a Las Flores para tomar el micro de regreso. Como nos queda tiempo aprovechamos para ir un rato al ensayo de la orquesta típica Agustín Bardi, que lleva ese nombre en homenaje al compositor florense nacido a principios de siglo XX. Allí Roberto –de la familia Gopar, con quien comenzó esta nota– despunta el vicio del bandoneón junto a otros compañeros e invitan a todo el que quiera a acercarse para escuchar buena música o se anime a bailar un tango, un vals o una milonga campera.