La idea de que los balances pueden ver el vaso medio lleno o medio vacío parte de una presunción: que el vaso tiene agua hasta la mitad. Y a veces tiene mucho menos. El Teatro Colón maneja un presupuesto similar al de la Scala de Milán, por ejemplo. Y sería raro que con ese poderío no hubiera nada allí, en todo un año, capaz de entusiasmar en algún sentido a su público. Pero si se mira un poco más profundamente, si se comparan las posibilidades con los logros, los proyectos con las maneras en que llegan a concretarse y las diferencias entre producciones extranjeras y propias, el panorama aparece con muchos más grises.

A nadie, en principio, podría parecerle mal que Daniel Barenboim tenga su propio festival en Buenos Aires. Pero si se analizan sus programaciones, muchas veces perezosas; el hecho de que, en la última edición, en 2016, trajo una orquesta integrada por músicos de recambio y muy lejana en su nivel a la que había estado en años anteriores, y que ocupa por completo al Colón en pleno centro de su temporada, una rápida mirada al vaso delata el nivel del líquido mucho más cercano a su base que al anhelado borde. Queda, de su paso de este año, el brillo, la excitación, la electricidad y la musicalidad a toda prueba de Martha Argerich, partenaire parcial de la aventura. 

En la temporada de ópera se presentó un muy buen espectáculo escénico, ideado por la coreógrafa Sasha Waltz alrededor de –y de alguna manera incluyendo a– Dido y Eneas de Henry Purcell. Se trata de uno de esos clásicos proyectos que deslumbran en festivales (y allí es donde se destaca la mirada del actual director escénico de la sala) pero que se desmerecen en una temporada de ópera. Las reacciones del público en su contra, en todo caso, tuvieron que ver más con el error de presentarla como parte del abono de ópera que con su posible falta de méritos. Más allá de una compulsión por el movimiento que logra destruir uno de los momentos más dramáticamente intensos de la historia de la ópera, el de la despedida de Dido antes de su muerte, Sasha Waltz hubiera tenido mejor suerte en otro contexto. Toda la primera parte del año, por otra parte, no podría haber sido más desafortunada: Una Beatrix Cenci de Ginastera meritoria pero sin brillo, un Don Giovanni de Mozart con una puesta de Emilio Sagi absolutamente olvidable y un elenco desparejo, y un Fidelio de Beethoven en ramplona lectura del inexplicable Eugenio Zanetti. 

En julio el Colón presentó Los soldados, de Bernd Alois Zimmermann, con una fantástica puesta de Pablo Maritano. Se trata de una obra magistral e inmensa, en todo sentido. Literalmente inabarcable. Tal vez haya estado fuera de escala. Fuentes responsables aseguran que aún no se ha terminado de pagarla, que comprometió un presupuesto desproporcionado y que sus costos se trasladan a la temporada de 2017; que, por otra parte, debió luchar contra condiciones de producción inadecuadas y que se presentó con la escenografía incompleta y con falta de ensayos de conjunto. Es posible pero, salvo por el hecho de que una escena debió ser comenzada de vuelta en la función de estreno, se logró un espectáculo de gran nivel. Que la producción –y la elección de su elenco, director y puestista– dependiera del ciclo Colón Contemporáneo –una suerte de isla con bastante autonomía en las decisiones artísticas– explica, eventualmente, el hecho de que se haya tratado de la primera producción local del año con un nivel vocal, teatral e instrumental coherente con la historia y la posición simbólica del Colón.

Tosca, de Puccini, en agosto, volvió a mostrar los desajustes en la elección de elencos, con una protagonista sin intensidad expresiva, un mal Scarpia y un buen Cavaradossi, por el tenor Marcelo Alvarez. La reposición de la última puesta de esta ópera realizada por el recordado Roberto Oswald estuvo en manos de su colaborador durante años, el notable vestuarista Aníbal Lápiz. La cercanía con el régisseur, en todo caso, no le resultó suficiente y lo que se vio en escena careció por completo de una visible dirección de actores. La muy buena puesta de Macbeth, de Verdi, a cargo de Marcelo Lombardero, chocó también con una protagonista sin la fuerza expresiva necesaria para su personaje, y con falta de ensayos que se tradujeron en una merma en la naturalidad, dinamismo y fluidez que el director habitualmente logra en sus  espectáculos. El doble programa con Vuelo de noche y El prisionero, de Luigi Dallapiccola, en la mirada del director teatral polaco Michal Znaniecki, generó polémicas por su enfoque sobre la primera de las óperas, llevando la figura del jefe de correos aéreos de un visionario a un déspota. Esto le permitió escenificar una protesta popular en su contra, con la presencia de Madres de Plaza de Mayo y unirla dramáticamente a la segunda, donde la tortura del prisionero y la figura de la madre que quiere verlo situaba el tema en un terreno naturalmente cercano a la represión ilegal durante la última dictadura cívico–militar argentina con sus otros –y ominosos– vuelos nocturnos.  El cierre de la temporada trajo una Porgy and Bess de Gershwin brillante, en una puesta “de compañía” más que de cantantes, brindada por la Opera de Ciudad del Cabo, aunque, también, con una actuación descomunal de Xolela Sixaba en el papel protagónico.

La Orquesta Filarmónica mostró un excelente nivel aunque en sus programaciones sigue presente una preocupante subestimación del público, con un predominio de criterios más que conservadores y dando excesiva importancia a los aniversarios redondos. El Colón Contemporáneo, además de sus Soldados,  presentó dos de los grandes grupos de cámara de las últimas décadas, el Cuarteto Arditti, que junto a la gran soprano Claron McFadden interpretó composiciones de Arnold Schönberg y Brian Ferneyhough, y el Ensemble Modern, que además de obras de Magnus Lindberg  y de Vito Zuraj estrenó un encargo conjunto del ensamble y del Colón, Madrigal Nº 3 de Marcos Franciosi. También presentó Las cosas de Stifter, de Heiner Goebbels, una instalación performática de teatro musical y de música mecánica que pone en escena un gigantesco mecanismo compuesto  por cinco pianos, tres piscinas industriales, una pantalla de video, luces y máquinas de humo. El Centro de Experimentación, además de conciertos solistas notables como el del pianista Nicolas Hodges, y una obra escénico musical de Diana Theocharidis con música de Pascal Dusapin interpretada por Hodges y el cellista Anssi Karttunen que también estrenó un concierto de Dusapin junto a la Filarmónica, dirigida por su titular, Arturo Diemecke, presentó las óperas Kamchatka de Gabriel D’adamo y El malentendido de Fabián Panisello. Además programó todo un festival dedicado a nuevas obras en ese género, que incluyó la excelente Av. De los Incas 3518, de Fernando Fiszbein, Preparativos de bodas, de Oscar Strasnoy, El fiord, de Diego Tedesco y una de las mejores sorpresas del año, el Don Juan de Santiago Villalba con puesta de Julián Garcés.

Las temporadas de las asociaciones de ópera Buenos Aires Lírica y Juventus Lyrica, con títulos que muchas veces salen de la rutina y algunas puestas y elencos de buen nivel, siguieron demostrando que hay vida fuera del Colón; la Sinfónica Nacional mostró, en algunos de sus conciertos en el Centro Cultural Kirchner, un notable crecimiento interpretativo y un muy buen nivel individual y colectivo. El Teatro Argentino de La Plata, ahora dirigido por Martín Bauer, ofreció signos de una muy interesante renovación, incluyendo un título como la genial De Materie de Louis Andriessen. Bauer se despidió, asimismo, del Ciclo de Conciertos de Música Contemporánea del San Martín, que en su vigésima edición contó con actuaciones como las de la violinista Isabelle Faust, la soprano Claron McFadden y el pianista Alexander Melnikov y produjo, también, una gran versión de Laborintus II de Luciano Berio, con dirección de Santiago Santero y Mariano Moruja, en un concierto en que se estrenó la bella Música nocturna del joven compositor argentino Alex Nante.

Las sociedades de conciertos, por su parte, trajeron algunos solistas y directores de gran nivel, como la violinista Lisa Batiashvilli, que llegó junto a la orquesta de la Tonhalle de Zurich, con dirección de Lionel Bringuier, la mezzo soprano Joyce Di Donato y la Filarmónica de Hamburgo, conducida por Kent Nagano, que actuaron para el Mozarteum, y el dúo de la violinista Viktoria Mullova y la pianista Katia Labèque, que se presentó para Nuova Harmonia. El Centro Kirchner y la Usina del Arte produjeron, por su parte, infinidad de conciertos de muy buen nivel, por solistas y grupos de cámara tanto argentinos como extranjeros y asimismo un ciclo de música contemporánea organizado por el Teatro Cervantes y un ciclo de ópera contemporánea del Ministerio de Cultura de la Nación aportaron actividades valiosas. La imagen de una ciudad hiperactiva, en materia musical y, en particular, en el ámbito de las creaciones más actuales –llegaron a convivir tres estrenos simultáneos, en distintas salas, de óperas contemporáneas– no podría ser más alentadora pero, al mismo tiempo, habla de una importante falta de coordinación no sólo entre jurisdicciones diferentes –la Usina, el San Martín y el Colón corresponden a la administración ciudadana; el CCK y el Cervantes a la nacional– sino incluso entre la misma y, a veces, entre distintos ciclos de un mismo teatro. Sería deseable que, con tal capacidad de creación, unas  producciones no taparan a las otras y, sobre todo, que pudieran concentrarse recursos, teniendo en cuenta que, en muchos casos, los artistas no cuentan con las condiciones mínimas para garantizar los resultados deseados –cantidad de ensayos, presupuestos para escenografías o iluminación– y cobran mal y con retrasos que en ocasiones exceden el año de demora.

La violinista Lisa Batiashvilli, una visita de alto nivel.