En marzo de 2003, luego de un intenso enfrentamiento con fuerzas locales, la soldado Jessica Lynch fue herida de bala, secuestrada y torturada por el ejército irakí. Unos días más tarde, tras un gran operativo de rescate, fue liberada por las fuerzas armadas norteamericanas. El hecho se conoció gracias a un video filmado por otro de los soldados y a la propagación de la noticia por los principales medios de comunicación norteamericanos. Finalmente salió a la luz que el video había sido producido por la división “cinematográfica” del Pentágono –Rendon Films–, que las heridas no eran de bala ni arma blanca sino producto del vuelco de la camioneta que la soldado manejaba y, para peor, los supuestos captores y abusadores fueron en realidad los médicos del hospital Saddam Hussein de la ciudad de Nasiriya, quienes le salvaron la vida y luego la dejaron ir.
Esto no escapa a lo que alguna vez Aníbal Ford expuso con respecto a los meta relatos construidos en el marco de la guerra fría por películas como Rocky IV, en la que un boxeador sin apoyo económico, tecnológico ni gubernamental superaba a un Drago auspiciado por el estado y la tecnología de guerra soviética, demostrando así el espíritu y la esencia norteamericanas y su capacidad de sobreponerse a las adversidades. Con el caso Jessica Lynch se construye algo similar, con una diferencia sustancial: se inserta en el formato reality show. Quizá en otro momento histórico esto hubiese provocado la ira y el descontento generalizados, sin embargo, ocurrió algo “curioso”: al volver a los Estados Unidos –luego de que el montaje se había develado–, centenares de personas se agolpaban esperando a la soldado para recibirla como un heroína de guerra.
Este acontecimiento, ocurrido hace más de quince años (y en el que de alguna forma concluyen los aportes respecto de la teoría posmoderna que van desde la “sociedad del espectáculo” de Debord y la “deconstrucción” derrideana hasta el “giro cultural” de Jameson y los “no lugares” de Augé) podría ser fundante de la “era de la posverdad”. Al igual que en el Morel de Bioy –posiblemente una de las novelas más proféticas del siglo pasado– en la que los protagonistas se subsumen a la luz de aquella invención con la satisfacción de que su imagen perdure por la eternidad en el plano elegido, la sociedad actual parece dispuesta a arrojarse a su espectro audiovisual producida por los relatos hollywoodenses con la fantasía de formar parte de éstos.
Los medios de comunicación aportan el formato a través del cual nuestra vida transcurre y los informativos se asimilan felizmente a esta lógica siendo editados como películas, con música de fondo y los lamentos de presentadores que cada vez explotan más sus dotes actorales. La consecuencia es un sujeto que los consume ya no tanto para informarse cuanto para asimilarse a la “ficción”. Así es posible dar sentido a hechos que van desde la inauguración de piletas “unidimensionales”, funcionarios en bote a la vera de falsas inundaciones, presidentes saludando a multitudes inexistentes, crecimientos invisibles, juicios por corrupción, bombardeos en países periféricos, etc. El fundamento se encuentra en el interior de la pantalla y el material proyectado no necesita ya de la corroboración. Peor que eso, el espectador intuye que el montaje posterior encontrará un sentido a lo que aparenta no tenerlo, y quien intente sustraerlo de esta ficción –contrastando los “datos” expuestos por los medios de comunicación– será castigado de la misma forma que quien trunca la abstracción silenciosa en la oscuridad de la sala de cine. El sujeto de la posverdad no sólo no diferencia la realidad de la ficción, sino que goza con esta indiferenciación y es capaz de violentarse con quien intente alejarlo de la misma.
De este modo, como en el caso de la soldado Jessica Lynch, observamos que el proceso se ha invertido, lo real es antes construido por los medios y el consumo de la “noticia” el modo de corroboración y un índice de pertenencia. Esto permite que una empleada doméstica, una panadera o un peón de campo se sientan más identificados con el empresario o su patrona y sus intereses, negando las condiciones objetivas que los separan, que con quienes transitan sus mismas experiencias cotidianas y territoriales; esta última no se construye ya en el campo o en el barrio sino al interior de la pantalla. El “pueblo” sale feliz a recibir a su heroína y se realiza –igualándose en el mismo relato– en la eternidad de su ficción.
* Docente UBA y Universidad de Palermo.