A Luciana Villegas
El psicoanálisis impone un modo de hablar diferente. Hablar con un analista produce afectos conflictivos (por ejemplo, vergüenza), mientras que con otros profesionales (por ejemplo, un médico) muchas veces no se tiene pudor para contar que se tienen hemorroides del tamaño de un maní. Porque el médico mira incluso cuando oye, y el analista cancela la mirada para escuchar. Y, para el caso, preguntará: “¿Por qué un maní?”.
La escucha analítica no es una operación positiva, algo que habría que hacer, sino la destitución de la mirada que objetiva a quien habla para que advenga su irremediable conflicto. Este proceso es lo que llamamos “asociación libre”. No hay nada que produzca tanto conflicto como alguien que escucha. Si soportamos la vida cotidiana es porque no prestamos atención a lo que otros dicen ni a lo que decimos.
Hoy se discute mucho sobre la “ideología” del analista. Que si tiene opiniones políticas, que si es una figura pública (¿quién no lo es?) o si en su perfil de red social tiene una foto de sus vacaciones. Toda una falsa moral que olvida que a los pacientes no les interesa la vida de sus analistas, salvo para sintomatizarla y, por ejemplo, criticarla, objetarla, pero también sentirse respaldados (“Quiero un analista con perspectiva de género”, escuché decir una vez, lo importante es que el analista no olvide que esa demanda es tan analizable como cualquier otra). Lo importante es que el analista, en lugar de querer esconderse, no olvide que su persona produce afectos. En un grupo de supervisión, un colega relató una secuencia perfecta: una paciente se entera, a través de un amigo en común, que su analista tiene fama de burlón; se lo dice preocupada y él interviene: “¿Qué podrías decir vos como para que te preocupe que pueda burlarme?”.
Me preguntaron hace poco en una clase por qué privilegio el afecto en esta experiencia. Respuesta: porque el afecto lleva al saber. Lo que los psicoanalistas llamamos transferencia implica una paradoja afectiva, como lo demuestra el ejemplo de un muchacho que se dedica al boxeo y, después de un entrenamiento, va a la casa de una chica; mientras miran la tele, aparece una propaganda del Rey León: tiene que levantarse e ir al baño a encerrarse porque tiene ganas de llorar. El llanto lo lleva a hablar de las peleas con sus hermanos, cuando era el protegido de su madre. Dice que para dejar la casa familiar necesitó “otra” mujer. “¿Otra?”, le pregunté. Antes de la sesión pidió pasar al baño, según su costumbre. No queda más que decir. Entonces es importante decir algo más: ¿de qué trata el Rey León? Piensa entonces que hubiera dicho que es la historia de un padre y un hijo, pero ahora piensa que es la historia de un cachorro que conoce a una mujer para dejar a su madre. Después de esta sesión no volvió a llorar en análisis: el duelo por su madre había terminado. Tampoco volvió a pedir pasar al baño antes de la sesión.
Con el tiempo, un paciente empieza a conocer muchas cosas de su analista: ciertos gustos de lectura (su biblioteca está ahí nomás), la preferencia de un color al vestirse (o que usa siempre el mismo buzo gris), pero también la edad, si está casado, tiene hijos, etc. La sensibilidad de la persona es rápidamente conocida. ¿Quién podría ocultar su cuerpo? ¿Y qué cuerpo no habla de sus huellas sensibles? La falsa moral psicoanalítica hace que, cada tanto, alguien (se) pregunte qué hacer si un paciente le pregunta por su estado civil o a quién votó.
Un analista que entienda la neutralidad de manera obsesiva despertará en su paciente fantasías respecto de si va al baño, si tiene relaciones sexuales, en fin: acerca de lo que esconde a la mirada (de la que se defiende neuróticamente ese analista). Su propia obsesión, la del analista, producirá fantasías que serán parte de ese tratamiento. Por eso Jacques Lacan decía que “la neurosis de transferencia es la neurosis del analista”. ¿Quién puede pensar que nunca se va a encontrar en un recital/supermercado/plaza con un paciente? Y es más ingenuo creer que repreguntar “¿Por qué me preguntás?” o “¿Qué se te ocurre con eso?” resuelve la cuestión. Son formas de rechazo del lazo analítico. Es una fantasía (anoréxica) del analista, una reducción del deseo al temor, la de creer que su paciente puede conocerlo. Puede conocer muchas cosas, incluso todo sobre él, pero nunca va a dejar de ser un extraño. Es una fantasía creer que la ajenidad del analista viene de que se oculte, de que algo no se sepa. Es una forma de no creer en el dispositivo analítico.
El analista no es un extraño porque se oculte, sino porque la palabra misma lo convierte en tal. Y puede ser que cuanto menos se tome en serio la palabra en ese encuentro, más los detalles de la vida del analista se puedan volver atractivos: saber sobre el analista puede ser una manera de reducir el conflicto que produce el análisis. Este es el secreto de la transferencia: el paciente transfiere lo que no sabe de sí mismo, lo que no dice en lo que dice, lo que dice entre líneas. La transferencia de una alteridad a través de la palabra, es lo que hace del analista un Otro aunque se sepa todo sobre él.
* Doctor en Filosofía y doctor en Psicología por la UBA, donde trabaja como docente e investigador. Coordina la Licenciatura en Filosofía de UCES. Miembro del Foro Analítico del Río de La Plata. Autor de Ya no hay hombres. Ensayos sobre la destitución masculina (Galerna, 2016) y Edipo y violencia. Por qué los hombres odian a las mujeres (Letras del Sur, 2017) y ¿Dónde están las histéricas? (Letra viva, 2018).