Músico, cantante y escritor, el argentino Luis María Pescetti ha venido publicando en las últimas dos décadas una gran cantidad de libros destinados a los lectores más pequeños. Entre ellos, la saga de nueve tomos dedicada a Natacha –una nena de 8 años muy curiosa y dueña de cierta tendencia a generar desastres menores– logró transformarse en un éxito de ventas, tanto aquí como en el resto del mercado hispanófono. Curiosamente, el arribo de Natacha al cine no fue encarado a partir de una producción de alto presupuesto sino, por el contrario, mediante un concepto de pequeña escala industrial que parece sentarle bien a los personajes y a sus aventuras cotidianas. La debutante Fernanda Ribeiz y el experimentado realizador Eduardo Pinto (Palermo Hollywood, Corralón) –con la participación muy activa del propio Pescetti– recrean libremente algunas anécdotas puntuales de los dos primeros libros protagonizados por la niña, encarando un relato costumbrista en miniatura en el cual el universo de los chicos, como suele ocurrir en el mundo real, se roza constantemente con el de los adultos. Y a veces, claro, choca frontalmente.
No es fácil trasladar al medio cinematográfico, con actores de carne y hueso, el cosmos de los cuentos infantiles, en particular cuando no existen elementos fantásticos que hagan las veces de alegoría. La reciente película uruguaya AninA demuestra que los modos de la animación son generalmente más generosos con ese traspaso de un formato a otro. En Natacha, la película conviven el deseo de mantener el espíritu de los textos originales con las imposiciones naturalistas de un hábitat muy diferente al de la letra impresa. Es por esa razón que no todos los diálogos se sienten frescos: por momentos, los pequeños actores y actrices están atados a ciertas líneas que no terminan de funcionar correctamente al estar despegadas del formato literario. En otras, en cambio, la magia dice presente, y no es nada menor el hallazgo de Antonia Brill, una Natacha cuyo rostro inquieto transmite el espíritu revoltoso del personaje original. Julieta Cardinali, Joaquín Berthold y Ana María Picchio (Mamá, Papá y la Abuela, respectivamente) enfrentan el desafío de equilibrar la historia y el casting con sus miradas y actitudes de adultos.
La anécdota es sencilla y sin demasiadas complicaciones dramáticas: una feria de ciencias escolar y el hallazgo de un perrito perdido (de allí en más, El Rafles) cruzan sus caminos y terminan anudándose en una misma trama, aderezada con líneas secundarias como el furioso intercambio de cartas donde los chicos y las chicas se “declaran”. La villana titular de la película es, previsiblemente, la directora de la escuela, a quien los alumnos apodan “La bigotuda”, por razones no tan evidentes en pantalla. El notorio uso de varias cámaras durante el rodaje transmite por momentos la sensación del típico efecto televisivo de “ponchar”, apoyado por una estructura hilvanada de situaciones/sketches, con sus tres actos resueltos antes de seguir camino hacia la siguiente. Quizás esa era la idea: que Natacha, la película no fuera un ente definidamente autónomo sino una ilustración viva –y con canciones reflexivas a tono– de las peripecias contenidas en los libros.