Dicen las memoriosas lenguas que fue para una notuela de revista Esquire, edición ‘57, que la pelirrojísima Joan Crawford declaró, no sin cierta picardía: “Creo que lo más importante que una mujer puede tener –además de talento, por supuesto– es un buen peluquero”. Cita propia de la más fina coquetería, aunque también pudiera aplicarse a una verdad harto conocida: que además de hermosear cabelleras con navaja, buclera, tijeras –entre otros adminículos posibles–, un buen peluquero puede devenir confidente, aconsejando a relajadas clientas que, acaso suavizadas por el trance del tris tras, incurren en charlas o soliloquios que solo repetirían a sus psicoanalistas, la mar de discretos. “Ese sillón tiene algo de confesionario, y sin darse cuenta uno empieza a soltar todo lo que le ronda por la cabeza, hipnotizado tal vez por la caricia del peine”, anotó tiempo atrás un escritor español, Eloy Cebrián, concediendo al corte de pelo doble cualidad: la de costumbre cosmética y terapia introspectiva. Noble y paciente oficio, entonces, el de los cortadores de mechas; en especial, si se suscribe a la creencia de ciertas civilizaciones primitivas africanas que consideraban que el pelo –por su locación norteña– era el conducto que les permitía comunicarse con Dios, reservando para quienes lo manipulaban un lugar de alta jerarquía.
Y si el asunto viene a cuento es porque un estado norteamericano busca sacar provecho del especial vínculo entre clientas y laburantes de salones de belleza (incluidos estilistas, barberos, cosmetólogos, manicuristas, tanto hombres como mujeres), con un vital fin entre ceja y ceja: el de combatir la violencia doméstica. Más específicamente, el estado de Illinois –ubicado en la región del Medio Oeste, quinto más poblado del país–, que ha sancionado una ley que estipula que, para poder ejercer en su área de expertise, los profesionales beauty deberán capacitarse para reconocer signos de abuso y aprender cómo asistir a las víctimas. A través, dicho sea de paso, de un curso obligatorio sobre violencia de género, que desde el 1 de enero será un requerimiento para que puedan renovar sus respectivas licencias; algo que acontece, cabe mencionar, cada dos años. “La formación irá más allá de estar atentos a moretones. Las clases actuarán como un foro para intercambiar información acerca de posibles comportamientos que deberían alertar a peluqueros y permitirles notar que algo anda mal; finalmente, la violencia doméstica puede ser emocional, mucho más sutil que un ojo en compota”, ofrece el TheNew York Times.
Y suma que las lecciones harán especial hincapié en que dejen a sus clientas dirigir batuta de la conversación, permitirles decidir qué quieren o no quieren contar. Dice también que existen casi 90 mil profesionales en la zona, y que de ningún modo estarán obligados a actuar sobre su intuición, hacer denuncia policial. En cambio, deberán proveer a las mujeres de contención y datos puntuales: por caso, organismos o líneas de ayuda que ofrecen asesoramiento legal, órdenes de restricción. Lo cual, acorde a Kristie Paskvan, fundadora de la organización sin fines de lucro Chicago Says No More, es un importantísimo paso hacia la concientización y acción contra la violencia doméstica. Que, sobra aclarar, afecta a una grandísima porción de la población femenina estadounidense. En palabras de KP, “según cifras federales, una de cada tres mujeres es maltratada por su marido o pareja en algún momento de sus vidas”. Números a los que podrían agregarse los siguientes: que acorde a los reportes de la Illinois Criminal Justice Information Authority, se registraron casi 105 mil casos de violencia doméstica solo en 2015…
Por lo demás, aunque existen experiencias previas (pruebas piloto, si se quiere, impulsadas por distintos organismos en Nueva York, Alabama y otros puntos del país), voces oficiales aseguran que es la primera ley en su tipo en Estados Unidos. Que, vale decir, ha generado todo tipo de reacciones. Explica la web feminista The Mary Sue: “Algunos dueños de peluquería se han opuesto a la decisión, preocupados de que ponga sobre los hombros de su personal una carga adicional a la que, de por sí, sienten por su labor emocional cotidiana. Otros, en cambio, argumentan que los estilistas ya cargan con los secretos de las clientes, y esta forma de entrenamiento sencillamente les otorga herramientas para responder del mejor modo posible”. Para Analie Papageorge, por ejemplo, dueña del Steven Papageorge Salon, “genera una presión enorme en personas que no eligieron su carrera para combatir el crimen”. Christine Walker, del Belle du Jour Salon, en cambio, se planta en la vereda opuesta: “Siempre decimos que no somos solamente peluqueras. A veces somos psicólogas, a veces doctoras; vestimos toda clase de sombreros”.
Más allá de las variopintas opiniones, empero, plantea el mentado sitio justificados interrogantes: “¿Se desentiende la Justicia de una problemática gravísima al solicitarle a estilistas que lidien con ella a través de lisa y llana compasión? ¿O es una estrategia válida que debería implementarse en otros ámbitos laborales?”. De momento, la balanza pareciera inclinarse hacia la última opción, en tanto ya se está contemplando extender la iniciativa a barmans de bares, receptáculos otros de todo tipo de confesiones...