Es una de mis heroínas preferidas. Tal vez le hubiera calzado mejor que se rebautice con su nombre la estación Congreso de la línea A, por ser protagonista indiscutida de la lucha por el sufragio femenino en el país.
Julieta Lanteri votó en 1911 en una elección de la Ciudad de Buenos Aires y en 1919 se presentó como candidata a diputada nacional por su Partido Nacional Feminista. Hizo campaña en las calles, y también en los intervalos de las funciones del cinematógrafo. Y hasta empapeló la ciudad con sus afiches: “En el Parlamento una banca me espera, llevadme a ella”, fue su slogan. Consiguió 1730 votos, obviamente todos masculinos, entre ellos el del escritor Manuel Gálvez que “como no quería votar por los conservadores ni por los radicales” –según su propia confesión– prefirió apoyar a “la intrépida doctora Lanteri”.
No le decían feminazi en aquella época, pero los medios la descalificaban con burlas y tildándola de loca.
Una de las historiadoras que investigó y rescató su memoria es Araceli Bellota, en su libro La Pasión de una mujer (Planeta, 2001). “Le tomaban el pelo, la tomaban por loca. Pero ella lograba salir en los diarios”, me comentó varios años atrás Bellota. Julieta había nacido en un pueblo del Piamonte italiano, el 22 de marzo de 1873 y llegó a la Argentina con sus padres a los 6 años. Bellota también me contó que siempre iba de impecable traje blanco. Se alineó con la corriente del librepensamiento, no era respetuosa de la religión, ni comulgaba con la figura tradicional de familia. En una época en que muy pocas mujeres entraban a la universidad, en 1896 eligió la Facultad de Medicina y terminó la carrera en 1907, convirtiéndose en la sexta graduada en el país.
Otra gran historiadora de las mujeres, Dora Barrancos, la incluyó en su libro Inclusión/Exclusión. Historia con mujeres (Fondo de Cultura Económica, 2002). “No hay dudas de que la habita un anticipado sentimiento de la diferencia que hará de ella uno de los seres más incisivos en materia de reclamos de igualdad entre los sexos”, la describe Barrancos.
Un dato que me fascina: a los 36 años, cuando era vista como una solterona, Julieta se casó con un hombre 14 años menor que ella y completamente desconocido. Sus compañeras feministas habían elegido pareja de otra manera. “Fenia Chertkoff se casó con el dirigente socialista, doctor Nicolás Repetto. Su hermana, Mariana Chertkoff, con Juan B. Justo, fundador del partido de su concuñado, quien, luego de enviudar, se unió con Alicia Moreau a la que doblaba en edad; Elvira Rawson, con Arturo Dellepiane, también médico”, diferenció Bellota en su biografía.
Julieta quiso especializarse en salud mental e intentó una adscripción como docente en la Cátedra de Psiquiatría. La rechazaron “con la excusa de su condición de extranjera, pero la verdad debe hallarse en el hecho de ser mujer”, advirtió Barrancos. Tozuda, de una gran inteligencia, Julieta se presentó entonces a reclamar la ciudadanía argentina a la Justicia, un ámbito al que recurriría insistentemente en su gran cruzada por la igualdad. Logró un fallo favorable en primera instancia, pero el procurador fiscal lo desestimó al señalar que se trataba de una mujer casada y como tal requería del permiso del esposo para iniciar la causa judicial. La batalla duró ocho meses, pero finalmente la ganó.
Al día siguiente, el 16 de julio de 1911, fue a inscribirse al padrón electoral de la Ciudad de Buenos Aires, aprovechando que había un reempadronamiento. Quería votar en las elecciones que se aproximaban para renovar el Concejo Deliberante. Cuenta Bellota que su osadía sorprendió al empleado. Julieta le mostró su carta de ciudadanía y una copia de la ley 5098 que disponía que se renovara el padrón de la Capital Federal cada cuatro años y que en su artículo 7º establecía como condiciones para inscribirse en el registro: ser ciudadano mayor de edad, saber leer y escribir, presentarse personalmente a realizar el trámite, haber pagado impuestos comunales por valor de 100 pesos como mínimo o ejercer alguna profesión liberal dentro del municipio y tener domicilio en la Ciudad por lo menos desde un año antes. Julieta reunía varios de los requisitos y el hombre no pudo negarse.
Así se convirtió en pionera. Imagínense esta escena: con su vestido blanco se presentó en la iglesia de San Juan, en una fila masculina, en una época en la que era impensado que una mujer sufragara. Fue el 23 de noviembre de 1911. Faltaban casi cuarenta años para la sanción del voto femenino.
En vísperas de los comicios nacionales de 1919 descubrió que su nombre no figuraba en los padrones y volvió a recurrir a los tribunales, pero su reclamo fue rechazado con el argumento de que debía exhibir la libreta de enrolamiento, un documento exclusivamente masculino. Decidió dejar esa batalla para más adelante. Encontró que la Constitución nacional vedaba la posibilidad de votar a las mujeres pero no la de ser elegidas. Entonces, creó su propia agrupación, el Partido Nacional Feminista, en abril de 1919, y se presentó como candidata a diputada. Nuevamente sería pionera.
En 1920 organizó junto con Alicia Moreau de Justo un simulacro de votación femenina en el que participaron más de 4000 porteñas. Siguió presentándose como candidata hasta 1930. En el ínterin reclamó en los cuarteles y hasta frente al ministro de Guerra de Yrigoyen que le permitieran hacer el servicio militar para poder así conseguir libreta de enrolamiento e incorporarse al padrón. Murió dos años después, el 23 de febrero de 1932, en un extraño accidente. La atropelló un auto en la esquina de Diagonal Norte y Suipacha a las 3 de la tarde. Tanto Bellota como la periodista Ana María de Mena, que publicó en 2002 un libro sobre Lanteri, pudieron recabar indicios como para sospechar –dicen– que pudo tratarse de un asesinato político. Julieta tenía 59 años. Dos días antes había asumido el general Agustín P. Justo como nuevo presidente.