Víctor Galíndez llevaba un puñado de días en Sudáfrica preparando su pelea con Richie Kates. Pero en un santiamén ya se había metido a los negros en el bolsillo. Lo esperaban en la puerta del hotel Landdrost para la firma de autógrafos. Y lo escoltaban cuando se iba de compras, a buscar, por ejemplo, remeras con estampados de animales de la selva. “Lo querían por ser morocho, le decían Galeendes”, esbozó el doctor Roberto Paladino, médico de Galíndez, Monzón y Bonavena, entre otros. Pero Galíndez les caía bien por otra cosa. Un buen día, antes de empezar a entrenarse, Víctor preguntó por qué los negros tenían que estar al fondo, y los blancos en la primera fila. “Acá es así Víctor, la prioridad son los blancos”, le dijo Tito Lectoure, su mánager. Costaba explicarle a Galíndez lo que allí sucedía. Era la época del Apartheid.
“¡Qué apartheid, ni apartheid. Ahora la cosa va a ser al revés! Los negros adelante, los blancos atrás”, dijo, desafiante, el Leopardo de Morón. Y conurbanizó el gimnasio. El promotor de la pelea, Maurice Towell, blanco como la leche, casi que se levantó de su silla de ruedas al ver semejante revuelo. Allan Toweel, ex campeón mundial, no podía entender la actitud revolucionaria del campeón. Tampoco la prensa digería lo que ocurría. Al día siguiente, de hecho, un diario de Sudáfrica tituló: “Los negros adelante y los blancos atrás”. La noticia llegó a los suburbios y miles de negros se enteraron que ese tal Galíndez era uno de los suyos. La anécdota se la reveló a Enganche Roberto Palmero Galíndez, hermano del campeón mundial, y uno de los pocos testigos –del círculo íntimo– vivos de aquella legendaria pelea del 22 de mayo de 1976, en Johannesburgo.
Ese combate quedó en la historia por el corte en forma de “T” que Galíndez tenía en su ceja derecha, a la altura de la nariz. Derramando chorros de sangre arriba del ring, el argentino peleó como un toro embravecido, por el rojo que bañaba sus pupilas y por el rojo que ahogaba su visión. Con la sangre en el ojo, Galíndez se alzó con un triunfo épico, que configura la historia del boxeo argentino. “Fue un nocaut estupendo, un cross de izquierda a 15 segundos del final, que mandó a la lona a Richie Kates. La pelea la llevaba ganando en las tarjetas. Pero el mito creció por el riesgo de que en cualquier momento fuera detenida por el árbitro”, comentó Palmero, con buen tino. El juez fue el sudafricano Stanley Christodoulou, que luego arbitrara Palma-Randolph, Castro-Jackson y controlase la pelea entre Maravilla y Chávez Jr.
De aquella noche, hay una postal imborrable. Galíndez dos por tres usaba la camisa de Christodoulou como si fuera un toallón para secarse la sangre y esa camisa hoy luce como un trofeo de guerra, en el Salón de la fama de Canastota. Según le contó alguna vez el propio árbitro al historiador tandilense Marcos Vistalli, le tuvieron que practicar un tratamiento químico para conservar las manchas de sangre, que se estaban borrando de la tela.
Para Paladino, la pelea debió haber sido detenida. Y declarado ganador al estadounidense Kates. Fue un choque de cabezas en el tercer asalto. El arco superciliar derecho de Galíndez chocó con la frente de Kates, que justo se había agachado. “Se parte el reborde orbitario de Galíndez, que es donde tiene filo. Con las reglas de hoy hubiera perdido. Porque no puede estar más de tres minutos parado. Y allí el árbitro le dio más de cinco minutos para recuperarse. El fallo era accidental, y hasta ahí iba mejor el estadounidense en las tarjetas”, comentó el doctor Paladino, que aquella noche vivió la pelea desde los vestuarios, hasta que lo fue a buscar Palmero, por pedido de Lectoure. “Yo no veía las peleas desde el rincón, porque me ponía nervioso. Cuando me acerqué a ver lo que pasaba, me quería morir. Galíndez tenía un corte profundo, con forma de T, imposible de cerrar. Era una arteria la que se había cortado. Por eso, el sangrado profuso. La pelea siguió porque Lectoure fue vivo y presionó, además era la primera pelea por título mundial del árbitro Christodoulou, y creo que no se animó a terminarla abruptamente”, agregó.
Como la herida de Galíndez era un agujero profundo, con la silueta de crucifijo, el rincón trató de darle templanza. “Tranquilo, Víctor, si paramos nos quitan la corona, no hay más remedio que seguir”, le dijo Lectoure según recopiló Ernesto Cherquis Bialo, enviado especial de la Revista El Gráfico. “Me duele no veo nada, pero de acá me sacan muerto”, le contestó Galíndez. Y siguió peleando, con su corazón de caballero. “Lo único que le preguntó Víctor a Tito fue si no podía perder el ojo. ‘Víctor, vos seguí que no vas a perder nada esta noche’, le contestó”, explicó Paladino, en diálogo con Enganche. El rincón yanqui ya festejaba la victoria. De hecho, Kates tenía la bata puesta. La imagen se puede ver en Youtube, y a colores. Qué se iban a imaginar ellos que este león herido iba a pegar semejante rugido en Sudáfrica. Enojado por el corte, Galíndez lo tuvo groggy en el sexto y casi lo pone nocaut en el séptimo. Christodoulou contó hasta nueve. Le perdonó la vida. Estiró la agonía, mejor dicho. Después, lo tiró en el noveno asalto.
En la última vuelta, la décimo quinta, llegaría el conocido desenlace con ese cross de izquierda, que se repitió dos veces, para asegurar su destino de gloria, para enterrar los sueños de Kates, que nunca pudo ser campeón mundial. Casi ciego, Galíndez pegó con alma y vida, como si no supiera que la vida le tenía guardado todavía el más fiero de los contragolpes. “Después de la pelea, Tito Lectoure le dijo que esa misma noche habían matado a Bonavena, no le había querido contar antes, porque eran muy amigos”, contó Palmero. A Galíndez le dieron quince puntos de sutura. Fue el doctor Clive Noble, cirujano plástico especialista en el General Hospital, y eminencia en el mundo de la medicina deportiva: descubrió que los guantes con relleno de crin de caballo son peligrosos para boxear.
“Los puntos fueron chiquitos, y tan bien lo cosió, que nunca más se abrió. Le cortaron la otra ceja, pero la derecha, nunca más lastimó”, agregó Paladino, que descree del poder de la crema cicatrizante que usaron aquella noche en el rincón. Como sabían que Kates solía ir con la cabeza, Lectoure llevó la crema que le había regalado hacía unos días el entrenador de Bombón Trujillo, rival de Nicolino Locche en el Luna Park. “Esa crema sirvió para aliviar un poco, pero el dolor que tenía era indescriptible. Es como cuando jugás a la pelota y te pegan una patada. Seguís jugando. Pero después del partido, te duele todo”, comentó Palmero, quien recordó con emoción a su hermano, que esa noche hizo patria grande. Los especialistas grafican que el estilo de Galíndez, que retuvo el título mundial de la AMB (hizo 14 peleas titulares), es el que luego retomaría Jorge Castro. Según el fallecido Julio Vila, Galíndez está entre los mejores diez mediopesados de todos los tiempos. Y su triunfo, heroico, sólo es superado por el de Castro a John David Jackson. El Roña sacó una mano milagrosa, luego de haber recibido una formidable paliza.
Hasta hoy, Sudáfrica tiene lazos muy especiales con el boxeo argentino, porque allí, por ejemplo, haría historia luego el cordobés Falucho Laciar, un blanco que se hizo rey en la tierra negra, ante Peter “Terror” Mathebula. Fue el 28 de marzo de 1981, con el Apartheid a flor de piel. A propósito, a Nelson Mandela le encantaba el boxeo. Practicó este deporte durante varios de sus 27 años de encierro. Hoy, una estatua de seis metros, el Shadow Boxing, lo muestra con los guantes puestos y en guardia. Madiba fue apresado en Kawazulu Natal (1962), el mismo sitio donde hoy vive con su esposa Mary, Stanley Christodoulou, el árbitro que hizo posible la película de Galíndez, antes de que existiera el personaje Rocky Balboa.
“Esto fue de verdad, lo de Rocky es mentira porque si uno le corta el párpado a su dirigido, automáticamente el árbitro te detiene la pelea”, aseveró Paladino, un convencido de que la realidad supera a la ficción. Galíndez se mató a los 31 años, en una carrera de Turismo Carretera en 25 de Mayo. Estaba afuera del circuito junto a Antonio Lizeviche, cuando ambos fueron arrasados por otro vehículo fuera de control. “Se murió joven, pero prefiero recordarlo de la mejor manera, era un gran hombre, humilde, bonachón y de buen humor. Siempre vivía con sed el guacho. Era el asesino de Coca Colas”, dijo su hermano, con una memoria herméticamente sensible, como si se tratara de una lata que conserva un pedazo grande de historia.