Cuando el Abuelo Isaac se graduó como organizador de ceremonias inaugurales, a los mundiales de fútbol ya los miraba casi todo el mundo y a nosotros no nos miraba casi nadie. Disculpen si suena a jactancia: la falla era del mundo, que, como todos saben, de tanto en tanto falla. O sea que el mundo clavaba las pupilas en una ciudad con fama en la que, no siempre con destino certero, alguien daba el primer patadón de un mes de patadones universales y, entonces, en estado de distracción, el mismo mundo dejaba de ver el rincón del norte santafesino en el que el Abuelo Isaac abría las puertas de una cancha sin un solo césped, paraíso real de las vacaciones más extraordinarias del universo. En esa cancha, sus nietos y muchos pibes más, todos levemente menos brillantes que Bobby Charlton, que Rivelinho, que Cruyff, que Kempes o que Paolo Rossi, empezábamos algo. Algo: una temporada en la felicidad. 

El Abuelo Isaac sobresalía por un rasgo que lo alejaba de muchos de los poderosos que sonríen en las ceremonias inaugurales de los mundiales: no mentía. De modo que, para ser coherentes con su legado, no hay que mentir. Y no mentir implica admitir que sus ceremonias inaugurales no requerían ni negociar con transnacionales gigantes ni sudar a causa de las formas y de los montos de los acuerdos de televisación con la cara de pasmo que patentaron los defensores ingleses que persiguieron a Maradona en el Mundial del 86. Las especialidades del Abuelo Isaac resultaban otras y todavía más exigentes. Se comprende con sencillez: cuatro años constituyen un tiempo ancho como para salirse de los agotamientos de la inauguración de un mundial y sumergirse en la inauguración del siguiente; en cambio, menos de un año, el período que mediaba entra una y otra llegada a ese rincón del norte santafesino de los hijos de sus hijos, casi no le permitía regalarse un descanso. Conviene reiterarlo porque es un concepto que demanda un énfasis idéntico al del grito de gol de Tardelli en la final que Italia le ganó a Alemania en el Mundial de 1982: no nos engañemos, una fiestita cada cuatro junios es una tarea liviana; una apertura cada doce meses, con los herederos de la sangre como receptores principales, es más bravo que soñar una noche entera con que somos Ronaldinho y despabilarse verificando que somos quienes somos.

Al Abuelo Isaac no lo preocupaba demasiado ese asunto. Aunque jamás había amasado una pelota ni con el empeine izquierdo ni con la suela derecha, el trabajo intenso y meticuloso con el que recorría los inviernos y la expectativa con la que descontaba las semanas para el brote del verano, lo ponían contento como si en lugar de abuelo fuera nieto, como si en vez de acumular las mochilas de alguien muy adulto llevara la existencia sin peso que vuelve chicos a los chicos. Habrá expertos en conducta que sentenciarán que el Abuelo Isaac se portaba de esa manera porque, inmigrante y pobre, amanecía y anochecía con la cultura del esfuerzo. Sus nietos no rechazamos el valor psicosocial de esa afirmación. Sin embargo, tal vez elementales, interpretamos que lo hacía por algo aún más profundo y más básico: nos quería más que a su piel y más que al sol. 

La Tierra no funciona en todas las épocas como un estadio habitado por buenas gentes, por lo que es posible que haga falta exponer alguna página más para decodificar el libro de la vida de alguien con la bonhomía del Abuelo Isaac. Abundan los testimonios, pero, en edad de mundiales, acaso baste con recoger señales de esa vida, justamente, en los mundiales. Una señal, por ejemplo, que fue la aventura más fuerte de las vacaciones de 1975. En el rincón del norte santafesino en el que emergía esa cancha árida que él amaba como si se tratara del Camp Nou del Barcelona, había posibilidad de rescatar el pasado y conversarlo. Y un vecino reconoció que no entendía por qué, seis meses antes, Emanuel Sanon, el autor del único tanto de Haití en el 1-4 de su selección frente a Argentina en el Mundial de 1974, había bramado con ese gol como si le hubieran asegurado la pasión de una novia imposible o la clasificación hacia los cuartos de final del campeonato. Ese gol -evaluaba el vecino- no servía para nada. El Abuelo Isaac, que hablaba más sílabas que palabras porque consideraba una dicha que en el norte santafesino el silencio venciera con frecuencia al ruido, lo escuchó y le explicó lo que un oído doctoral habría llamado, sin dudas, “Teoría esencial de las inauguraciones” y él, moderado de la cuna a la tumba, denominó “mi humilde punto de vista”. “Lo que creo que sucede -dijo el Abuelo Isaac- es que, para la familia y para el país de ese muchacho, en el futuro, en todos los futuros, ese gol será el punto de partida de alguna circunstancia: quién sabe si de un diálogo o de un recuerdo, de una comparación con otra hazaña deportiva o de la comprobación de que, no importa lo que pase, siempre podemos intentar un gol. Habrá parejas que ubicarán que se encandilaron antes o después del gol de Sanon, habrá personas que desde ese gol pronunciarán con naturalidad el nombre de Haití. Quizás yo esté errado, vecino, pero me parece que, cuando gritó, ese hombre estaba iniciando un vínculo con la eternidad”.

Lo que continuó todavía desfila frente a los ojos de los que lo protagonizamos, aunque los calendarios corroboren que es un hecho viejo. A cuatro de sus cuatro nietos se nos vino encima un viento, un ardor o una palpitación que nos puso al borde de aplaudir. El parpadeo manso del Abuelo Isaac nos detuvo ese gesto súbito.. Era, nada más, algo que nos desbordaba. Unos días después, la Abuela Basilia, la mujer de sus días y de sus latidos en el curso de seis décadas, replicó el episodio delante de nuestras madres y sintetizó nuestro comportamiento: “Quedaron estremecidos”. Iban a correr aún muchas vacaciones y bastante veranos hasta que localizáramos qué papel cumplía en los diccionarios el término “estremecidos”. También tardaríamos cierto tiempo en averiguar que esa flecha que nos había cortado el cuerpo y el aire cuando el Abuelo Isaac dijo lo que dijo se llamaba orgullo.

Desde el arranque de cada marzo, cuando nosotros abandonábamos el norte santafesino, el Abuelo Isaac edificaba la ceremonia inaugural con la que nos esperaría en el verano posterior. Se ilusionaba con ese instante a través de las siete madrugadas de la semana en las que un gallo de campo lo empujaba fuera de las sábanas y permanecía envuelto por la misma ilusión en el cierre de sus jornadas, cuando tanto al gallo como a él, se les esfumaba la energía y se dormían. Abuelo con rutinas, no le cedía la preparación de la próxima ceremonia inaugural al azar. Al contrario, preveía cada minucia.

Los lunes relevaba qué tenía y qué le escaseaba, los martes aprovechaba las ofertas de botellas de malta por las que se desvivía su nieto mayor, los miércoles gastaba lo que conservaba en los bolsillos en provisiones de galletitas, los jueves resolvía que a la malta había que añadirle otra variante líquida y perseguía bidones de granadina, los viernes avanzaba dos cuadras hasta la avenida principal y pagaba la cuota de las copas y de las medallas para nietos y no nietos que se mantendrían exhibidas desde la ceremonia inaugural venidera hasta que acabaran otras vacaciones. Los sábados y los domingos abordaba a las gallinas y al gallo que moraban el fondo de su casa, los observaba marchar sobre el piso de la cancha árida y les anticipaba que esas excursiones cesarían cuando nuestra presencia de fútbol impusiera liberar ese piso.

Igual que acontece con las memorias de mundiales, a los honores familiares no es sensato ocultarlos. Y este es uno. Enrique Gastañaga, un notable periodista que creció en un rincón perdido de otra provincia, en el final de una noche en la que aguardábamos la inauguración de un mundial, nos confesó que a su pueblo había llegado la leyenda de un abuelo que debatía sobre ceremonias inaugurales y sobre el uso de las canchas áridas con sus gallinas y con su gallo. Como Gastañaga era un tipo sin dobleces que, en medio de las ciudades gigantes, no extraviaba lo que había mamado cerca de su mamá y de su papá, nosotros nos conmovimos y concluimos en que la leyenda del Abuelo Isaac merecía traspasar la categoría de leyenda y obtener su espacio en las academias de historia.

A distancia de su aptitud para parir leyendas, todo el esmero del Abuelo Isaac desembocaba en el éxito. Un año, otro año y otro año más. Apenas bajábamos del tren de horarios fluctuantes que nos trasladaba hasta ese rincón del norte santafesino, almaceneras y almaceneros, modistas y clientas, niños que eran nuestros amigos por un lapso de tres meses y vecinas a las que deberíamos rogarles que nos devolvieran la pelota con la que estropearíamos sus flores nos bienvenían con una grandeza que no todas las veces se nota en las ceremonias inaugurales de los mundiales. No hallamos, por caso, tortas caseras en la fanfarria horrenda que los dictadores argentinos montaron el estadio Monumental al inaugurar el Mundial 78. No vimos un galpón saturado de botellas de malta y de granadina en la antesala del Argentina-Bélgica que puso en circulación al Mundial español de 1982. No nos topamos con gallos y con gallinas tan involucrados en su rol en ninguna ceremonia de ningún mundial. El Abuelo Isaac no lo declamaba pero sabía que el secreto de sus ceremonias inaugurales radicaba en que las organizaba con el corazón.

Quizás proyectando una ceremonia inaugural más, el Abuelo Isaac se murió antes del segundo Mundial de México, sin enterarse de que Diego haría un gol en el que gambeteó a rivales, a gallos, a gallinas, a bebedores consecuentes de granadina y a la lógica de la humanidad y del deporte. Lo hubiera disfrutado, sin dudas, pero no mucho más que a los goles semianónimos que florecieron verano a verano en su cancha sin césped. En sus tiempos finales, quebró un poquito sus rituales de silencio y repasó con los nietos algunos de los pasados gloriosos con los que nos educó en todas las vacaciones de aquel rincón del norte santafesino. Los que no lo conocían intuyeron que se andaba despidiendo. Por suerte, aún estaba la Abuela Basilia que no en vano lo había amado durante seis décadas dulces para avisar que era al revés. Que el Abuelo Isaac sólo certificaba que hubiéramos entendido que, toquen el triunfo o la derrota, la nada o el cielo, la vida siempre es una colección de inauguraciones. A veces lo que se inaugura es un mundial, a veces lo que se inaugura es un abrazo, a veces lo que se inaugura es una respiración más. Y a veces lo que se inaugura es una botella de malta, sabrosa como la infancia, que ahora, con un mundial arrimándose los ojos, empezamos a tomar.