Susan Faludi se hizo feminista antes de saberlo, durante la preadolescencia, cuando vio cómo su padre maltrataba a su madre. Era una caja negra ese padre: tan prototípico del ciudadano medio norteamericano años 50 que parecía impostar el papel, como tantos otros inmigrantes que querían ser parte del American Dream. El esfuerzo lo agotaba y en su casa era un tirano, una caja negra con detonador: nunca se sabía qué pensaba, nunca se sabía cuándo iba a estallar. Fue un alivio para Susan que desapareciera de su vida cuando la madre logró el divorcio. Nunca pasó alimentos, no ayudó económicamente a Susan mientras ella cursaba la universidad, pero apareció durante la ceremonia de graduación para decirle que vivía ahí cerca, en Manhattan. Susan se fue a vivir a la otra punta del país, a Portland, Oregon, y empezó su carrera en el feminismo, generación Naomi Wolf, es decir como periodista y no como académica.
En algún momento después de la caída del comunismo, su padre le hizo saber a través de terceros que se había vuelto a vivir a su país de origen, Hungría. En los quince años siguientes, Susan ganó un Pulitzer con su primer libro (La guerra no declarada contra la mujer moderna). Su segundo libro pasó más inadvertido y el tercero fue un fiasco de crítica y ventas. Susan se acercaba a los cincuenta cuando recibió, una mañana gris de 2004, un mail de su padre, con una foto adjunta. En la foto se veía a una matrona coqueta y sonriente de tercera edad. El texto del mail decía: “Steven Faludi ya no existe; Steffie es una realidad. Estaba harta de encarnar al macho agresivo que nunca llevé dentro”. Y agregaba: “¿Quieres contar mi historia? Ven a visitarme”.
Susan junta su grabador y sus cuadernos y viaja a Budapest, Steffie la recoge en el aeropuerto y la lleva a su casa, el plan es pasar una semana juntas. Steffie parlotea hasta por los codos (“Cuando era hombre no hablaba con nadie; ahora hablo con cualquiera”), pero no contesta ninguna pregunta directa. Sólo quiere hablar de su operación, de su transformación. Lleva a su hija al sótano de la casa y dice: “Todo empezó aquí; no te imaginas las horas que he pasado enclaustrada”. El sótano parece un arsenal informático (en su casa suburbana yanqui, Steven Faludi tenía un taller de carpintería donde se encerraba a trabajar en cada minuto libre). Steffie le explica a su hija que fue a través de las redes como comenzó su exploración, en los sitios web trans, luego en los foros, luego en diálogos privados, luego en consultas con médicos y psiquiatras, hasta que finalmente decidió ir a Tailandia a hacerse la operación. Steffie tiene la operación filmada incluso y quiere que Susan la vea, quiere mostrarle tantas cosas...
Susan se siente avasallada, no consigue que su padre conteste una sola de las mil preguntas que tiene para hacerle y se altera cada vez que Steffie entra sin llamar en su cuarto y le pide que le baje el cierre del vestido o le diga si se excedió en el maquillaje (“No te pongas así, entre mujeres no debe haber secretos”). Sólo encuentra una grieta en el blindaje, una grieta de acceso, en el orgullo por lo húngaro de Steffie, la única puerta que encuentra para lograr que su padre hable del pasado: de su pasado como niño rico en esa ciudad, de su pasado como niño judío cuando empezaron las leyes raciales.
Susan se sabe judía desde su nacimiento, su madre era judía y, aunque su padre se esmeraba por armar todos los años el árbol de Navidad, ella sabía brumosamente que se llamaba Istvan Friedmann antes de llegar a América y que se había puesto Steven Faludi “porque sonaba más húngaro”. Algo del viejo Steven subyace en Steffie, en ese compendio de la nueva-vieja mentalidad húngara que es Steffie: su país es más noble y puro que ninguno pero todo lo bueno se consigue en Alemania o Austria, todo lo que sufrieron los húngaros es culpa de los comunistas pero Budapest nunca estuvo tan lleno de ladrones. Hay que vivir bajo siete llaves y tener dos alarmas en el auto pero tiene razón el gobierno en su hostilidad hacia las comunidades gay y trans: “Hay algunas que son francamente escandalosas. No hay necesidad de llamar la atención”.
Steffie no tuvo el menor tapujo en simular o mentir en casi todas las instancias de su transformación: en las entrevistas con psiquiatras repitió el relato prototípico que le había oído a otras trans para que le dieran el visto bueno (“Yo nunca necesité probarme los vestidos de mi madre. Y de tu madre menos”), en los informes médicos que mandó a Tailandia trucó todos los índices, incluso su fecha de nacimiento (se quitó diez años, porque sabía que no operaban a mayores de setenta). Aun así, le dice a Susan, con orgullo de tahúr, la operación, la transformación fue un éxito. Y la coronará cuando logre que el Estado húngaro le restituya la casa que fue de su familia, la casa de su infancia.
Pero a Steffie no le gusta hablar de esos tiempos, así que Susan debe rastrear por el mundo a los miembros que aún quedan vivos de su familia. Así reconstruye lo que puede de la infancia de Istvan Friedmann, que efectivamente transcurrió en una mansión señorial hasta que sus padres se divorciaron feo, y a él lo mandaron a vivir con un tutor como castigo por algo que nunca se supo, y entonces llegaron las leyes raciales, y el adolescente Istvan quedó en la calle pero no sólo logró camuflarse como Cruz Flechada para sobrevivir sino que también rescató a sus padres antes que los mandaran a un campo de concentración. Lo asombroso es que, después de eso, no quiso verlos nunca más. Ni a sus padres ni a ninguno de sus familiares. Los padres murieron hace tiempo en Israel y el resto ya tiene un pie en la tumba. “Y ahora nos anuncia que se ha vuelto mujer. No lo entendíamos antes y no lo entendemos ahora”.
El nacionalismo húngaro se sostiene sobre cimientos débiles. En tiempos de los Habsburgo, para que los magyares tuvieran mayoría en su propio territorio debieron demostrar que eran más que los rutenos, croatas, eslovacos, rumanos y serbios que convivían en el territorio. Para lograrlo no les quedó otra que ofrecerles la nacionalidad a los judíos; así lograron el 51 por ciento necesario y Hungría se llenó de judíos. El antisemitismo era igual de feroz, pero selectivo: durante la infancia de Istvan Friedmann, las mujeres judías eran el epítome de la belleza húngara mientras se consideraba al varón judío un afeminado, una inferioridad en la raza masculina. Después salieron a cazarlos directamente: uno de cada tres judíos muertos en Auschwitz era húngaro. El mayor temor de los judíos húngaros durante la guerra era que les hicieran bajarse los pantalones y mostrar el pene. Susan intenta confrontar a su padre con estos hechos, estimularlo a la confesión. “¿Tú crees que la identidad es aquello que uno elige o aquello de lo que escapa?”, le pregunta. “¿Qué te fue más fácil, ser aceptada como mujer habiendo nacido hombre o como magyar habiendo nacido judío?”. Pero es en vano: está frente a una caja negra. En el libro que escribió sobre la experiencia (titulado En el cuarto oscuro) dice que el único momento en que creyó ver por un instante el verdadero rostro de su padre fue cuando enfrentó su cadáver en el hospital de Budapest: estaba en una sala desangelada, todo era impersonal y sórdido, pero en ese rostro consumido de ojos cerrados Susan Faludi creyó ver una paz que se parecía más a un alivio.