La afirmación es temeraria por demás, pero tiene su pequeño fundamento, y siempre resulta encantador jugar al juego de qué hubiera pasado: si no hubiera existido un Mayo francés quizá no hubiera existido Patricio Rey. Muchos de los músicos del rock argentino originario vieron con buenos ojos la libertaria revolución gala, y amaron y replicaron en posters y remeras sus slogans. Pero solo Guillermo y Eduardo Beilinson la vivieron de primera mano... incluso con una intensidad que quizá no hubieran querido.

El menor de los Beilinson aún no se había cruzado en el Di Tella a Marta Minujín, la que le dijo que tenía los ojos color de cielo y lo bautizó para siempre. Era Eduardo, no Skay, el que se lanzó a la aventura  parisina. Un año antes, en un viaje en barco con su familia, se había ganado dos pasajes tocando canciones de The Beatles en un concurso de a bordo; para dos muchachos inquietos y cultivados en el caldo de La Plata, París y su aura artística eran el destino lógico. Guillermo filmaba cortos en Super 8; Eduardo no se separaba de la guitarra. Ambos se sentían cómodos en el microclima platense, donde los efectos de la Noche de los Bastones Largos de 1966 y el onganiato y sus peluqueros espontáneos parecían atenuados por la efervescencia cultural y estudiantil, el espíritu hippie y los deseos de agitación. Si Landrú había inmortalizado a Onganía como La Morsa, al futuro Skay solo le interesaba la morsa de The Beatles en Magical Mystery Tour.

Pero Guillermo y Eduardo encontraron una agitación algo más radical que la de la ciudad de diagonales. Se afincaron en el Quartier Latin, cerca de la Sorbona, y se lanzaron a las barricadas en las calles. Pero en las calles también estaba la policía: Eduardo terminó con un palazo en la cabeza, los hermanos se comieron dos días de calabozo y fueron deportados. No volvieron a la Argentina, se fueron a la otra Meca. Si el Mayo francés había estimulado su instinto cuestionador del poder, Londres significó una educación musical impactante a través de shows de Soft Machine, Donovan y Jimi Hendrix y un reencuentro con Daniel, el hermano mayor, experto en eso de curtir el Swinging London.

Todo eso llevaba en la mochila el menor de los Beilinson cuando volvió a La Plata. Bueno, las experiencias y los discos de Hendrix y Pink Floyd, una guitarra nueva, dos pedales y un amplificador Marshall: con eso tuvo suficiente para darle forma a Diplodocum Red & Brown, una pequeña leyenda del rock platense de la época. Con eso participó de La Cofradía de la Flor Solar, y eso es lo que suena en la lisérgica “Quiero ser una luciérnaga”, que habla de tener “luz propia”. Eso le bastó para, cuando su camino se cruzó con el de Carlos “El Indio” Solari y Carmen “Poli” Castro, convertirse en un pilar del sonido de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Una banda que terminó convirtiéndose en estandarte del rock hecho en Argentina. Quizá porque fue realista, y se propuso lo imposible.