El 2 de mayo de 1968, las autoridades de la Universidad de Nanterre cerraron la facultad para evitar otra revuelta como la que se había registrado días, el 22 de marzo.
Fue inútil. Las protestas se multiplicaron y se esparcieron rápidamente desde Nanterre, en el oeste parisino, hasta ocupar completamente París, con foco en el Barrio latino, y finalmente insubordinar a toda Francia. Los reclamos eran diversos y, en muchos casos, imprecisos, pero tuvieron en vilo al gobierno del general Charles De Gaulle quien se quejaba de la “efebocracia que se ha adueñado del país”.
En el caso de los estudiantes, había razones objetivas que explicaban el enojo. En una década (1958-1968), los universitarios franceses pasaron de ser 196.000 a 570.000 y las Escuelas de Altos Estudios seguían pensadas para formar a los hijos de la élite como clase dirigente. Pero había mucho más: eran tiempos de profundos cuestionamientos a las pautas culturales heredadas y al mundo de guerras y explotación que le estaban dejando los mayores.
Por eso, aunque este acontecimiento histórico se conoce con el título del “mayo del 68”, la realidad es que se trató de un fenómeno global, que atravesó de diferentes maneras a un sector de la sociedad –la juventud– de los países centrales y de los periféricos.
Para el intelectual norteamericano Immanuel Wallerstein se trató de una revolución con estallidos de manifestaciones, desórdenes y violencia en muchas partes del mundo pero advirtió: “No lo analizamos correctamente si nos quedamos con las circunstancias particulares. Es cierto que los factores locales condicionaron los detalles de las luchas políticas y sociales de cada lugar, pero se trató de un fenómeno global y un punto de inflexión en la historia de nuestro sistema/mundo moderno. Con esto quiero decir que este acontecimiento es la cristalización de tendencias estructurales de larga duración y que, con él, las realidades cultural/ideológicas han sido cambiadas de manera definitiva”.
El rasgo general de aquellos años fue una necesidad de transformación profunda en el estado de las cosas. Había quienes profesaban el pacifismo y quienes defendían la revolución armada. Quienes cuestionaban las jerarquías, las tradiciones heredadas y la familia como organización básica de la sociedad y quienes exigían absoluta libertad sexual y de elección para sus propios destinos. Simultáneamente estaban quienes militaban por un profundo cambio cultural desde la literatura o la música experimentando, incluso, a veces, con el propio cuerpo hasta la muerte.
La otra característica novedosa de este momento de cambio fue que sus actores pertenecían a un sector de la sociedad que se presenta a sí mismo como una nueva identidad. Surge un nuevo sujeto político y social: los jóvenes, con nuevos discursos, nuevas prácticas y nuevas formas de sociabilidad.
En el caso de Francia los profesores, padres y políticos –el mundo adulto, en general– contemplaban, entre el escándalo y la desesperación, ese nuevo escenario urbano hecho de gases, fuego y adoquines que volaban directo desde el coqueto bulevar Saint Germain a los cascos de los gendarmes. En una esquina un grupo cantaba “La Internacional”. En la otra, se repartían panfletos o alguna de las decenas de nuevas publicaciones que emergieron en aquellos días. En las paredes aparecían los graffitti que luego se harían famosos: “La imaginación al poder”; “Prohibido prohibir” o “Seamos realistas pidamos lo imposible”.
Intelectuales como Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre o políticos como François Mitterrand se solidarizaron con los estudiantes. El movimiento fue tan poderoso que crecía a pesar de la represión. Los obreros de las principales industrias francesas se sumaron a la lucha, reclamando además aumentos salariales y mejores condiciones de trabajo. Las grandes centrales sindicales llamaron a una exitosa huelga general en toda Francia. El 21 de mayo había diez millones de trabajadores en paro, los estudiantes habían tomado la Sorbona y la habían declarado comuna libre. El 30 de mayo De Gaulle habló al país, disolvió la Asamblea y llamó a elecciones. Esta jugada política y la represión empezaron a hacer efecto. Los trabajadores volvieron paulatinamente al trabajo y De Gaulle fue reelegido en las elecciones de junio.
Pero la efervescencia no era sólo francesa. La Revolución Cubana había impactado fuertemente en Occidente y, como explicó muy bien Noam Chomsky, en los 60, el mundo atravesaba un período de significativa democratización. “Sectores de la población que solían ser pasivos, se organizaron y empezaron a presionar a favor de sus demandas. Se involucraron cada vez más en la toma de decisiones y en el activismo”.
Estados Unidos fue, sin ninguna duda, el lugar donde la revolución sesentista fue más profunda e influyente. “La conciencia había cambiado en muchos sentidos”, continúa Chomsky. Las minorías negras y las mujeres empezaron a pelear por sus derechos; crecía la preocupación por el medio ambiente y la existencia de armas nucleares; se repudiaba la explotación de los trabajadores y la opresión de otros pueblos como el de Vietnam. Se le decía No a la guerra. Un líder negro como Martin Luther King cuestionaba el sistema político y económico: “Algún día habrá que hacerse la pregunta de por qué hay 40 millones de pobres en EE.UU. Cuando surja esa pregunta esteramos cuestionando el sistema económico y nos estaremos planteando una mejor redistribución de la riqueza”. ML King fue asesinado en abril de 1968.
La guerra de Vietnam significó uno de los puntos más alto de conciencia popular. “No hay suceso comparable en la historia norteamericana ni en la de la mayoría de los países”, escribió el intelectual paquistaní Tariq Ali. “El movimiento antiguerra fue tan profundo que los soldados blancos y negros se rebelaron y se negaron a pelear. El Pentágono estaba derrotado. Sabían que no podían continuar la guerra porque habían perdido la confianza de sus reclutas.”
Las primeras protestas fueron en 1964. Un hombre quemó públicamente el telegrama que lo convocaba al frente y fue imitado por más y más jóvenes cada semana. En 1965, hubo protestas frente al Pentágono y un joven se quemó a lo bonzo. En 1966 hubo huelgas, protestas y sentadas en todas las universidades de EE.UU. En 1967, las encuestas ya reflejaban que la mayoría de los norteamericanos pensaban que la guerra era un callejón sin salida. Los veteranos, en sillas de rueda o en muletas, tiraban sus condecoraciones en la vereda del Pentágono. El 21 de octubre de 1967 tuvo lugar en Washington, primero en el monumento a Lincoln y luego rodeando al Pentágono, una de las marchas más multitudinarias, luego reflejada por el escritor Norman Mailer en su libro Los ejércitos de la noche. Al año siguiente, hubo otra inmensa en Chicago, frente a la Convención Demócrata. Robert Kennedy expresó su rechazo a la guerra y ganó las internas como candidato a la presidencia. Fue asesinado en junio de 1968. Las elecciones las ganó el republicano Richard Nixon.
Hubo episodios equivalentes en Japón, Praga, Berlín (que comenzó con el intento de asesinato de un líder juvenil, Rudi Dutschke) en 1968 y en Italia (Otoño caliente) y Argentina (Cordobazo) en 1969, entre muchos otros países.
Uno de los más sangrientos se registró en México, donde la protesta juvenil fue reprimida brutalmente en lo que se conoce como “la masacre de Tlatelolco” del 2 de octubre de 1968 con un número aún no determinado de muertos, aunque se supone que podrían llegar a mil. La escritora Elena Poniatowska, autora de La noche de Tlatelolco asegura que “si en Francia la falta de oportunidades fue el objetivo estudiantil, en México, los factores que detonaron las movilizaciones fueron la corrupción del poder y el autoritarismo. Los muchachos pidieron la disolución del cuerpo policiaco de los granaderos, así como la de los absurdos delitos de “disolución social” y “ataques a las vías públicas” por lo cual varios estudiantes habían caído presos”.
Luego, en los 70, el mundo cambió dramáticamente. EE.UU. abandonó el patrón oro y, lentamente, las instituciones financieras empezaron a ser el eje de la economía mundial. En Chile, la dictadura de Augusto Pinochet se prestó como laboratorio para lo que, con Ronald Reagan y Margaret Thatcher, se conocería como neoliberalismo. No obstante, el vaticinio de uno de los líderes del Mayo Francés, Daniel Cohn-Bendit, se cumplió cabalmente: “Después de lo que hemos vivido en estos días ni el mundo ni la vida volverán a ser lo que eran”.