La novela de espionaje nació del lado conservador de la literatura. La novela de espionaje nació chauvinista en la geopolítica de su tiempo, los años de la Primera Guerra Mundial. La novela de espionaje nació imaginando complots y “casos” que venían a reemplazar una interpretación objetiva y racional de la Historia por una visión conspirativa. Por estas y otras razones, hoy la novela de espionaje ofrece un paradigma bastante aceptable para comprender cómo se manipula y reconfigura, en laboratorios y organismos variopintos, la política del siglo veintiuno, capturada por una hegemonía de la comunicación que supera ampliamente los límites de un marketing electoral o un coucheo de candidatos. El mundo del espionaje es espejo del de la política actual y también derrama sobre el espectáculo y la vida privada de toda persona pública. Operaciones, filtraciones, escuchas, audios y videos comprometedores, chantaje, complots, casos (affairs) que conmueven a la opinión pública. La novela de espionaje, en definitiva, tiene mucho que ver con la posverdad.
Si queremos abordar cómo es que el Estado y las superestructuras jurídicas y mediáticas de un país influyen en las subjetividades, es probable que una novela de espionaje nos sea más útil hoy que una novela del llamado género negro. Las derivas de la novela negra aggiornada con una agenda de temas biopolíticos que conciernen a los cuerpos (la trata, la violencia de género, la corrupción que contamina y mata), suele llevar una especie de consuelo moral a sus lectores. El mundo es un lugar peligroso, el Estado es siempre enemigo del ciudadano. Leyendo policiales nos confirmamos en nuestras subjetividades desprotegidas, nos arropamos en nuestra moral ciudadana. En cambio, sobre el lector de novelas de espías desde el fundacional John Buchan (Los 39 escalones) a Ian Fleming con su 007, siempre ha pesado una sombra ominosa, una mezcla de baja calidad y sordidez, algo del orden de los locos de la guerra, de los que leen demasiados libros sobre nazismo porque en el fondo son nazis. Obviamente, autores como Graham Greene y John le Carré legitimaron al género, trajeron calidad literaria donde no la había y finalmente le dieron un salvoconducto de seriedad y normalidad a los conspiranoicos lectores, que ya podían leer el género aliviados de horribles sospechas.
Hoy, el espionaje real y el de las novelas intervienen en la creación de mundos tan reales en su implantación fáctica como virtuales en su desborde de sobreinterpretación de datos, indicios o pruebas. Lo virtual es el doble agente de lo real. Ya no importa la verdad sino cómo se la interpreta. Y todos sabemos que el exceso de interpretación, el no poder parar con la interpretación (un poco a la manera de ese último Sherlock Holmes desquiciado que interpretó Benedict Cumberbatch) lleva el nombre de una patología mental que tanto merodea al mundo redes: la paranoia.
De algunas de estas cuestiones se ocupa un recomendable libro que no es obra de un novelista a la le Carré sino de un sociólogo francés, Luc Boltanski. En un libro publicado el año pasado con el elocuente título de Enigmas y complots (Fondo de Cultura Económica), rastrea el paso del enigma de las policiales protagonizadas por detectives a los complots de la novela de espionaje protagonizada por agentes secretos; de un Estado que busca restablecer el Orden después del desorden provocado por un asesinato privado a un Estado en guerra sin cuartel contra enemigos de adentro y afuera: la guerra declarada y la guerra secreta, soterrada, permanente. Boltanski analiza las cuestiones del poder cuando este se repliega y enloquece o delira al no poder distinguir entre un complot verdadero (que los hay) y uno falso (lo que actualmente llamaríamos “una operación”).
En enero de 2015, arrancó el gran caso, el gran affair nacional que signaría el cambio de época: a raíz de la aparición del cuerpo sin vida del fiscal Nisman, la conspiración geopolítica, la “intriga internacional” y las operaciones desataron las fuerzas del complot en la Argentina. Todavía hoy se investiga esa conspiración a la que se intenta adosar elementos clásicos de la novela de espías bajo la guerra: la traición a la patria y el magnicidio. Entre el affair, la intriga política de alta gama y el complot también puede leerse la trama brasileña que va de la destitución de Dilma a los mil brazos del Lava Jato que culminaron con la detención de Lula. Quizás un día se revele que todo el caso Odebrecht en tantos países de la región no sea sino un gran complot nada ajeno a una potencia extranjera. La lista puede seguir: la conspiración también alcanza a las interpretaciones sobre el hundimiento del submarino ARA San Juan, pero en este caso, ni el Estado ni sus medios quieren darle más relieve al tema. Ni qué decir que hasta la aparición del cuerpo, la desaparición de Santiago Maldonado había caído en versiones de las conspiraciones más delirantes pero siempre con algunos oídos dispuestos a escucharlas y reproducirlas.
Las remezones financieras de estas semanas no son ajenas a las interpretaciones conspiranoicas que pueden operar de coartada pero también ponen en escena un relato angustiante en el que “los mercados”, los fondos de inversión y los capitales financieros son entes ciegos, blindados, a los que les basta plegarse bajo la forma del complot para actuar de modo tan impersonal como una bomba arrojada sobre la población indefensa en una guerra.
Siempre hay que recordar el consejo de Boltanski: distinguir el complot verdadero del falso. No es nada nuevo que los servicios de inteligencia nutren y contaminan tanto a la Justicia como a la política. Y antes existían y existen la CIA y la KGB y el M16, en las novelas como en la esfera de lo real. Pero la diferencia es que esas matrices que justamente parecían mostrar las primeras señales de su futuro ocaso cuando podían ser motivo de novelas tan apasionantes como El espía que surgió del frío o de una feroz sátira como Nuestro hombre en La Habana, hoy moldean las subjetividades de una opinión pública proclive a creer literalmente cualquier cosa si el relato del complot o el affair engancha con algunos de sus sentimientos, miedos o anhelos preexistentes.
Va a ser muy difícil salir de esta hegemonía comunicacional sobre las personas. O, al menos, recuperar cierta sensatez de una prensa que manejaba información en un envase llamado clásicamente “noticia”. Mientras tanto, vale la pena releer alguna buena novela de espionaje. O citar una frase del periodista Max Hastings en su reciente libro La guerra secreta, donde analiza el rol de espías y códigos cifrados durante la Segunda Guerra Mundial: “En ninguna parte del mundo se manejó y se valoró la inteligencia con sabiduría. Aunque los secretos tecnológicos siempre resultaban útiles para las naciones rivales, es poco probable que buena parte de las febriles vigilancias políticas y militares secretas revelasen a los gobiernos más de los que estos podrían haber extraído de una cuidadosa y atenta lectura de la prensa”.
Hoy, esa “cuidadosa lectura de la prensa” y de sus dispositivos televisivos y digitales puede resultar tanto o más posverdadera que la data de unos espías que al fin y al cabo hacían lo que podían para subsistir en territorio enemigo.