“Este es mi libro cipayo” dice Laura Ramos sobre Infernales: la hermandad Brontë, su biografía de Charlotte, Emily, Anne y Branwell que le llevó casi diez años de trabajo. Cipayo, dice, y es inevitable pensar en su padre, el político e historiador Jorge Abelardo Ramos, pionero de la Izquierda Nacional. Ella no esquiva el diálogo con el padre, reactivo a su anglofilia: hacia el final de Infernales, en un apartado con el título de “Mis libros prohibidos”, cuenta una escena estremecedora. Jorge Abelardo estaba internado en el Hospital Italiano, en unidad coronaria. Ella entró a visitarlo. Justo antes de que la sacaran porque él debía recibir atención intensiva –moriría dos semanas después, sin recuperar el conocimiento–, su padre le habló. Escribe Laura: “Me preguntó: ‘¿Fuiste a ver el escritorio de Marx al Museo Británico?’ Estaba conectado a una máscara de oxígeno y hablaba con agitación. Él mismo me había pedido que visitara el salón de lectura del museo en mi viaje a Inglaterra, del que había regresado apenas hacía unas horas. En su vigoroso cantar de gesta, como llama el ensayista Horacio González a su obra, la figura del cipayo, si no inventada, al menos acuñada por él, se sitúa en el epicentro del drama. No otro sino mi padre hizo pertinaz ese nombre que alude a los nativos de la India reclutados al servicio de Gran Bretaña para señalar a los argentinos que intentaban asimilar los gestos políticos y culturales del Imperio. Teórico de la noción del ‘ser nacional’ en América Latina, su epopeya antiimperialista no le había impedido, sin embargo, trasladar los cartuchos del marxismo de un continente a otro, de modo que me preguntó si había ido a ver el escritorio donde Marx escribió El Capital. No, no fui, le contesté, con estúpida sinceridad. ‘Pero fui a la casa de las hermanas Brontë’, alcancé a decir, antes de que despejaran la sala. ¿Por qué no le mentí? me pregunto ahora y me pregunté unos días más tarde, cuando lo enterramos envuelto en la bandera artiguista”.
Entonces Laura Ramos no tenía intenciones de escribir sobre las Brontë, a quienes idolatraba. La idea surgió diez años después, en 2009, cuando volvió a Londres a cumplir el deseo de su padre. No encontró el escritorio de Marx –el Museo Británico cerró esa sala–, y entonces volvió al Haworth de las Brontë donde juró, ante la tumba de Tabby, la cocinera de la familia, que si no podía cumplir con el pedido de su padre, iba a contrariarlo. Y ahí nació Infernales. Su libro cipayo.
“Convertí a ese momento en un mito de origen” dice Laura Ramos. “Cada vez pienso más a mis padres y su generación como un poco cipayos: trajeron a Marx de un continente a otro y era mucho más que un gusto literario: el marxismo es una explicación del mundo, la posibilidad de una vida distinta. Y también vino de Inglaterra”.
Una de las varias decisiones metodológicas en la escritura de Infernales también se relaciona con las influencias familiares: eludir las lecturas contemporáneas y la crítica feminista, en desobediencia con su madre –así como desobedeció el nacionalismo marxista de su padre–. Por eso, dice, Infernales sería una biografía “sentimental”. “Es una aceptacion de un gusto, de mi camino. Me encantaría que me guste Simone de Beauvoir o Autobiografía de una mujer emancipada de Alexandra Kollontai, un libro que me daba mi madre y que no leí de chica pero sí de grande. No entiendo cómo me podía dar eso pensando que era interesante. En verdad, sí lo entiendo, soy un resultado de eso. Pero lo veo más como un trauma, entre comillas, que como algo placentero. No me resultaba placentera la vida revolucionaria. Sí era placentero el mundo imaginario que me proporcionaba, el gusto por los libros, la evasión. Y las mezclas. Amo tanto a las Brontë como a Trotsky, que para mi era como un tío. Leía la vida de Trotsky con las mismas lágrimas que leía Jane Eyre y fui a la casa de Coyoacán con la misma unción que fui a Haworth”.
Insensatez y sentimientos
El mito Brontë, entonces. Una familia maldita en el páramo de Yorkshire: el padre excéntrico y violento, el hermano borracho y poeta frustrado, la pobre Charlotte, la salvaje y desdichada Emily, Anne que nunca pudo ser feliz. Las jóvenes que inventaron mundos góticos y convulsos y apasionados sin casi haber salido de su casa. Este mito, famoso y poco disputado por la imaginación popular, fue creado a cuatro manos por Charlotte Brontë y su biógrafa y amiga, Elizabeth Gaskell,también novelista. Gaskell, en su Vida de Charlotte Brontë de 1857 –publicada apenas dos años después de la muerte de la autora de Jane Eyre– sigue los deseos de su biografiada ocultando los aspectos más controversiales de la familia, las mezquindades y las contradicciones, y enalteciendo el mito romántico. Laura Ramos viajó a Haworth, el pueblo de los Brontë, bajo el influjo de la biografía de Gaskell. “Yo me devoré todo el mito, con lágrimas, totalmente poseída. Lloraba frente al sofá donde murió Emily: ahora sé que murió en su cama. Casi todas las biografías tempranas de los Brontë están escritas desde la primera persona, desde la pasión, y muchas son ilegibles por eso: querés saber y no se puede, solo está la emoción. Es que la lectura biográfica suele empezar por Gaskell y su biografía, que es política y sigue los deseos de Charlotte.”
¿Cuáles eran esos deseos?
–Posicionar a las tres hermanas como vírgenes inocentes e ignorantes, intuitivas, y eliminar a Branwell, el hermano mayor y poeta. Borrarlo. Las ubicó como víctimas del padre y de la soledad del pueblo aislado y ventoso, condenadas por las decisiones del párroco. Yo caí en ese embrujo también. En 1850, después de la muerte de sus hermanas, Charlotte, que era la famosa y respetada por la crítica, escribe sobre Emily y Anne para responder a las reacciones contra Cumbres borrascosas, que demonizaban a Emily con toda razón. Escribió que era una inocente niña de campo que no sabía lo que hacía. La verdad es que Emily traducía a Virgilio y leía griego y latín. Era cultísima y no era una niña amable: se sabe que, por ejemplo, maltrababa animales. Pero Charlotte quería santificarla y que el público perdonara Cumbres borrascosas, que es imperdonable. También se negó a reeditar La inquilina de Wildfell Hall de Anne, una novela feminista, de una mujer que se divorcia y se libera, no se victimiza, sobrevive con su trabajo. Santifica a Anne. Y eso se cristalizó.
Infernales es, entonces, el viaje que va desde el mito romántico hasta las mujeres reales y el destino inesperado del hermano, a partir de investigaciones recientes, en su mayor parte no traducidas. “Mi libro está escrito para gente hispanoparlante, para nosotros”, dice Ramos. “No es de crítica, no es académico, no analiza en profundidad la obra. Es como una novela, solo que todo lo que se dice está documentado. Es para que lo leamos los que leímos Jane Eyre en la colección amarilla de Robin Hood y decíamos Carlota Brontë. Y para que otros lectores descubran a estas mujeres cuyas vidas rivalizan con sus novelas”.
Las hermanas Charlotte, Emily y Anne Brontë publicaron por primera vez en 1846, con los seudónimos de Currer, Ellis y Acton Bell. La publicación fue un libro de poemas de las tres. Un año después, cada una lanzó su novela: Charlotte publicó Jane Eyre, Emily Cumbres Borrascosas y Anne su Agnes Grey (la arriesgada La inquilina… es de 1848). El libro de poemas vendió dos ejemplares nada más, pero las novelas, especialmente Jane Eyre, fueron un éxito. Las otras, más que éxito, fueron un escándalo; en cualquier caso los Bell estaban de moda en Londres y todos querían saber sobre su identidad. Laura Ramos sostiene que la ocultaron por muchas razones: porque iba a ser más fácil que los editores leyeran a hombres, sí, pero también para ocultarle el contenido feroz de sus novelas al padre, no querían disgustarlo.
En esta historia de éxito editorial falta el hermano. Los chicos Brontë, desde muy pequeños, escribían sin cesar. Charlotte y Branwell tenían una alianza y un mundo que se conoce como Juvenilia, los textos de infancia y adolescencia. Ese mundo se llamó Angria y luego Ciudad de Cristal y luego Adrianópolis. Emily y Anne tenían el suyo propio, Gondal, del que no quedaron rastros más que en los diarios de Emily. “Llamé al libro Infernales porque los hermanos, en su casa de Haworth, al lado de un cementerio que, aparentemente, tenía filtraciones y apestaba, llamaron a este mundo imaginario de la Juvenilia ‘infernal’”, dice Ramos. “La reconstrucción y la lectura de estos mundos es muy confusa y complicada: escribían en páginas con dibujos, en libretitas de pocos centímetros, en cualquier parte. Y sin orden. Se sabe que empezaron después de la muerte de las hermanas mayores, Maria y Elizabeth, que contrajeron tuberculosis en la escuela. También lo llamaban ‘el mundo oscuro’. En esos mundos imaginarios habitaban los cuatro hermanos”.
En la vida literaria adulta, Branwell, el hermano mayor, fue excluido.
–Branwell empezó a beber muy chico, después a consumir opio, y más tarde se enamoró de una mujer mayor. Todo eso lo llevó a un estado crítico. Pero la exclusión fue una decisión de las hermanas. En ese primer libro de poemas, podrían haberlo incluido. Hubiesen sido apenas veinte páginas más y ellas tenían el dinero. Él había escrito más poemas que ellas.
¿Por qué tomaron esa decisión?
–Yo descubrí a Branwell como victimario primero y víctima después gracias, entre otros, a The Brontës, de Juliet Barker, un libro que demuele el mito. Cuando era chico, Branwell era el príncipe, el varón, las hermanas debían sacrificarse por él. Ellas estaban destinadas a trabajar para bancarlo: se suponía iba a poder protegerlas porque el único que podía ganar el sustento en términos contundentes en la Inglaterra victoriana era el hombre: la mujer educada sólo podía ser dama de compañía o institutriz. A partir de leer crítica feminista –no la usé en el libro, pero por supuesto investigué– me interesé en la relación entre él y las hermanas. El padre envía a las niñas a escuelas pobres, donde la pasan mal y se enferman, mientras educa personalmente a Branwell en la casa; después le paga clases de pintura y un estudio en Bradford, la capital del área. Cuando murió la tía Elizabeth, que desde la muerte de la madre fue la sustituta, ella les dejó la herencia a las chicas. Y a partir de ahí la sociedad victoriana le fue jugando malas pasadas a Branwell: una venganza hacia el varón elegido por el padre para ser el artista de la familia. Las hermanas fueron como tres brujas de Macbeth: cada una le asestó una puñalada. La tía les dejó su herencia porque se suponía que el varón iba a ser capaz de ganarse el pan. Y ellas toman ese dinero y se sufragan la primera edición de sus poemas. Ese gesto es radical, nacieron escritoras: gastan la herencia en pagarse un libro que vendió dos ejemplares. Podrían haber incluido a Branwell y no lo hicieron. Fue como decir: ahora es nuestra oportunidad. Tuviste muchas ventajas, las desaprovechaste. Fue un crimen doméstico amoroso. Charlotte asesinó a su hermano amado al sacarlo de la historia.
¿Te fascinó Branwell?
–Era un poeta romántico. No fue famoso porque no era rico como De Quincey o Lord Byron, que además operaban desde las capitales. Branwell era el hijo de un inmigrante irlandés pobre y vivía en un lugar rústico. Nunca dejó de escribir ni de publicar, aunque en diarios de provincia. Después de la exclusión de los poemas, las hermanas descubren su identidad ante los editores, dicen que no son tres hombres, dicen ‘somos tres hermanas’ y sellan el pacto. Cuando sus hermanas mueren, Charlotte no lo incluye en las notas biográficas de ellas. Nunca menciona a un hermano escritor y poeta, de quien ella tomó un montón de material escrito, que le enseñó a escribir de alguna manera. En las cartas lo llama ‘esperanza frustrada’ y así quedó en la historia. Él también lo creía. Deseaba publicar en el Blackwood, un periodico escocés de moda, no signifcaba nada para él publicar en el Halifax. Murió diciendo ‘en toda mi vida no he hecho nada’. Pero yo no creo eso. Creo que es parte de una familia de escritores, como personaje, como artista y como inspiración, porque ellas lo vampirizaron con saña. Rochester, Heathcliff y Huntingdon son Branwell. Lo tenían a mano, sabían de su pasión por Lydia Robinson, una mujer mayor y aristocrática que casi lo enloqueció. Branwell escribía en latín con la mano izquierda y en griego con la derecha, simultáneamente. Pero quedó congelado como el malogrado.
Los furias del páramo
Infernales es, además de una desconstrucción del mito, la construcción de una identidad: la de las hermanas Brontë como escritoras profesionales. Una profesión en la que no caen romántica ni casualmente sino con gran inteligencia, cálculo y pragmatismo: estas mujeres no eran unas campesinas solitarias, tenían la voluntad de una fuerza de la naturaleza.
¿Fue una decepción entenderlo?
–No, las amé más. Ellas tenían un plan prefinanciado para una escuela. Tenían el dinero de la tía, la aprobación del padre, incluso el lugar y el mobiliario. Y entonces Mary Taylor, una amiga feminista y aventurera de Charlotte, le escribió diciéndole que estaba estudiando en Bruselas y que la educación era excelente. Y Charlotte convenció a su tía de dejar atrás el proyecto de la escuela para pagarles una educación en el continente. Le dice que, de esta manera, el éxito como institutrices estaba asegurado. Era mentira, ellas odiaban ser institutrices, Agnes Grey se trata de ese rechazo. La tía accedió; Charlotte y Emily se fueron a Bélgica y se convirtieron en escritoras. No dudaron un segundo en torcer la historia.
Hay mucho más en el libro. La descripción, minuciosa en detalles domésticos, de una infancia tenebrosa. El carácter tímido e indomable de Charlotte, tan frágil en apariencia –medía un metro cuarenta y tres– que se enfrentaba a Thackeray en los salones de Londres al tiempo que se enamoraba de su editor George Smith –se casó, finalmente, con el coadjutor de su padre, Arthur Bell Nichols–. La ferocidad de Emily que, agonizante, ni siquiera permitía que la ayudaran a vestirse (de Cumbres borrascosas dijo el poeta Dante Gabriel Rossetti: “la acción transcurre en el Infierno, solo que los escenarios y personajes tienen nombres ingleses”). La callada inteligencia de Anne, autora de novelas adelantadas a su época. “Algunos detalles reveladores los encontré en notas milimétricas”, cuenta Ramos. “Como el postizo de Charlotte: ella tenía poco pelo y se ponía ese artefacto en la cabeza, que causaba gracia en la sociedad de Londres. Incluso se pintó un retrato donde, se dice, tiene los ojos llenos de lágrimas porque el pintor, al ver la peluquita, le pidió que se dejara el sombrero puesto. Ella era una estrella, la mujer más famosa de Londres, que era como decir de Hollywood. Pero no cedía. Estaba ganando plata, se podía comprar un postizo lindo, pero ella creía que el que suyo estaba bien. Mantenía su dignidad, seguía siendo quien era. No se entregaba. Y estaba sola: cuando triunfó en Londres, sus tres hermanos habían muerto”.
Es difícil encontrar las semillas de la pasión por las Brontë en el trabajo anterior de Laura Ramos: sus míticas columnas Buenos Aires me mata, el libro Corazones en llamas con Cynthia Lejbowicz con esa foto de tapa mítica de Alejandro Kuropatwa, o incluso en La niña guerrera, perfiles de femineidades inconformistas. Quizá la pasión se puede rastrear hasta su novela Diario íntimo de una niña anticuada, algo incomprendida en su momento, un texto escrito con el lenguaje de los libros traducidos de Louisa May Alcott, una especie de autobiografía en clave. En ese mundo imaginario resuenan los infernales niños Brontë.
¿Te pareció atrevido encarar esta biografía sin saber inglés?
–Me movió el deseo. Aprendí con los Brontë, aunque no del todo. El único inglés que sé es el del siglo XIX. Puedo hablar de tumbas y tierra removida. Tenía mucho prejuicio con el idioma, era detestado en mi casa, era el idioma del imperio. En las traducciones fue indispensable Julia Salzmann, que me editó. Me costó tantos años por eso, también.
¿Encontrás la relación entre este libro y trabajos como Corazones en llamas, por ejemplo?
–Nada. Antes yo hacía lo que tenía que hacer y lo que me correspondía según mi situación cultural y social. Me hice escritora porque alguien se olvidó la máquina de escribir en mi casa: en la familia se contaba como un gran chiste. Yo necesitaba sobrevivir: trabajé en Pumper Nic de mesera hasta que un amigo me metió a corregir pruebas y entré al mundo editorial. Necesitaba salir adelante, nunca fue un deseo. Después colaboré en La Razón, y en el Si de Clarín y me pidieron un libro de rock y la llamé a Cynthia: hacía lo que iba saliendo, por trabajo. Pero Infernales no es así. Éste es el libro del deseo. Y de acá no me mueve nadie.