Uruguay era el “país bacterio”. Montevideo, “Tontovideo” o “la aldea”. Los uruguayos unos provincianos hipócritas; las montevideanas, salvo su madre y sus amantes, mujeres “inertes sin alma y sin cuerpo”. Roberto de las Carreras, poeta y polemista del novecientos, anarquista aristocrático, figura excéntrica del Modernismo latinoamericano y dandy con aspiraciones decadentistas, tenía el don de la injuria para calificar a la idiosincrasia local. No la sacó barata: su ardor vital y artístico duró poco. A los veinte empezó a publicar y a los cuarenta ya estaba liquidado, entre una maraña de manuscritos místicos y su propia locura. Los próximos cincuenta años –murió en 1963– los pasó encerrado en hospicios, sufriendo el mismo exilio psíquico que su madre, Clara García de Zúñiga, otra piedra en el zapato para la sociedad montevideana de fin de siglo.
Hija predilecta de quien fuera gobernador de Entre Ríos, amigo de Rosas y enemigo de Urquiza, tuvo a Roberto en una de sus tantas aventuras extramatrimoniales antes de ser una de las primeras divorciadas. En 1873, el niño nacía así: bastardo pero patricio. Apenas tuvo conciencia de esa doble condición, se volvió poeta. Pero lo suyo no fue el legado literario –el canon lo consideró siempre un autor menor– sino legendario. Por eso, a excepción de una edición crítica de su poesía en los sesenta a cargo de Ángel Rama (que en su rescate lo termina rematando al considerarlo un publicista superficial) y un par de reediciones en los ‘90, su obra quedó sepultada por el anecdotario. Pero cada tanto el fantasma de Roberto y de su madre vuelven a irrumpir. A veces en forma de obra de teatro; otras de biografía definitiva (como El bastardo, del escritor de Carlos García Domínguez) o incluso como cuplé de murga. Ahora, de las Carreras vuelve como el feminista que se autoproclamaba en una reedición, con prólogo de la escritora Natalia Mardero, de Amor libre, un libro publicado originalmente en 1902 donde escribe contra el mâle originel (sic) defendiendo la autonomía sexual y afectiva de las mujeres.
De avanzada o mejor, en consonancia con cierto espíritu disidente de la época, el poeta irrumpió en el campo cultural de Montevideo cuando la figura del letrado nacionalista era reemplazada por la del escritor profesional, vinculado al periodismo y a la bohemia. Ese combo, adobado con la ideología libertaria, le calzó justo a ese niño rico con tristeza, que se codeaba con Delmira Agustini, Florencio Sánchez y Horacio Quiroga. En lugar de morirse de vergüenza (o por eso mismo) convirtió su nacimiento ilegítimo en bandera e hizo de eso un rasgo identitario, artístico y militante. Su bastardía lo transformó en defensor del amor libre y detractor de todo vínculo burgués, una subjetividad que desdeñaba tanto por ácrata como por patricio. Eso hizo que fuera uno de los grandes impulsores de la ley de divorcio, aprobada en 1907 durante la gestión de su amigo José Batlle y Ordóñez. Además, como los hijos ilegítimos no heredaban y su padre tenía una de las mayores fortunas del Río de La Plata, escribió poemas enteros contra el Código Civil. Mediante astucias judiciales logró finalmente recibir su dinero y, de paso, lograr cambios en la ley de herencias. Como si esto fuera poco –en esa mezcla indivisa que fue su vida y escritura– también la emprende contra el Código Penal de 1889 que castigaba a la mujer adúltera con cárcel hasta 18 meses, además de eximir de responsabilidad a un eventual esposo asesino. Los “crímenes matrimoniales” se multiplicaban a principios del siglo XX y ese fue uno de los principales argumentos del poeta. Pero también había otros motivos, bastante más personales.
Una noche de 1902, recién llegado de Buenos Aires, el poeta se encontró con su jovencísima esposa Berta Bandinelli en la cama con otro hombre. No sólo no los asesinó sino que hizo lo suyo: invertir la carga de la humillación. En lugar de jugar el papel del cornudo, se mostró de avanzada y publicó una suerte de entrevista en el diario anarquista El Tribuno donde él mismo es entrevistador y entrevistado. En este primer “interview voluptuoso” cuenta cómo encontró a su “discípula” entre las sábanas con otro, a quien desprecia, por supuesto. “Como elegante no puede perdonarle que se haya acostado con un uruguayo, con un aspirante a ‘marido’; como Sultán, mi soberanía se resiente y se encrespa ante la imagen de una esclava del harem que se abandona a un siervo en las cuadras; pero como anarquista, admiro a la rebelada, que, con un valor de impulsiva, hace saltar las cadenas de su sexo y sueña, volviendo femenino el ideal de Nietzsche, con ser “¡una carnívora voluptuosa errando libremente!”, dice al principio del texto. Para redoblar el escándalo que significó la publicación de este interview, lo publicitó y distribuyó el 25 de agosto, día del centenario de la independencia uruguaya, en el teatro Solís, en plenos festejos patrios. La recepción fue explosiva –sus postulados iban demasiado lejos, incluso para algunos de sus compañeros anarquistas– y eso hizo que anunciara la salida de un libro con dos reportajes más. Estos tres interviews son los que conforman Amor libre, un libro que va creciendo en intensidad terminando con escenas de feminismo y erotismo explícitos. Aunque en la tercera parte aparece la voz de Berta y todo se torna bastante porno, es en la segunda donde asistimos no sólo a una defensa argumentada de los derechos de las mujeres sino al quid de la cuestión: este es un libro donde defiende a esposa infiel (dejándose a sí mismo bien parado en el proceso) pero sobre todo es un libro sobre la otra gran infiel montevideana: su madre. Al defender a Berta está, por transitiva, hablando de Clara y, en otro pase de literatura, jactándose de su falta original: ser un bastardo. Esto ya lo había hecho varias veces en su poesía (uno de sus primeros poemas, “Cuestiones jurídicas”, se centra en eso) y la erótica ya la venía cultivando desde Sueño de Oriente (1900). Pero es aquí donde su escritura brilla, porque de las Carreras fue, antes que un gran poeta, un prosista lúcido y disparatado, que podía escribir con profundidad y filo. Volver a leer este manifiesto libertino donde defiende su ego herido abogando por una masculinidad más tranquila (incluso andrógina) y exaltando la autonomía de los cuerpos de las mujeres, es interesante por las resonancias obvias con los reclamos feministas actuales, pero también y sobre todo, porque le devuelve a su literatura disidente cierta aura perdida, o más bien secuestrada por una mirada tontovideana que no supo ver más allá de sus imposturas.