Miguel sufría y nosotros sufríamos con Miguel, aunque no se trataba de las desventuras a las que nos había acostumbrado Charles Dickens. Miguel estaba lejos de ser Oliverio Twist, padecía angustia oligárquica y aunque aún faltaba más de medio siglo para que el presidente Menem entrara en escena, cargaba la tristeza del niño rico: “La tristeza no me abandonaba y las repetidas visitas de mi madre, a la que rogaba con el acento de la desesperación que me sacara de allí”, confesaba y con palabras trémulas pedía que lo rescataran del Colegio Nacional Buenos Aires, en donde lo habían internado en calidad de pupilo: “Silencioso y triste, me ocultaba en los rincones para llorar a solas, recordando el hogar, el cariño de mi madre, mi independencia, la buena comida y el dulce sueño de la mañana”. Los fines de semana el relato crecía en dramatismo: mientras el desamparado Miguel permanecía confinado en ese colegio infernal, su familia y demás parientes cercanos deambulaban por los campos de papá. Nosotros cursábamos en una humilde escuela pública y el campo de nuestros padres se reducía a algunas macetas en el patio de casa, sin embargo, nos hacíamos eco de las desventuras de Miguel Cané.
Juvenilia integraba los textos de lectura obligatoria, según normativa del Ministerio de Educación. El libro se publicó en 1884, treinta y tres años más tarde, el 31 de marzo de 1917, los estudiantes de la Universidad de Córdoba se declararon en huelga general y le exigieron al presidente Hipólito Yrigoyen, al frente del primer gobierno populista del siglo XX en la Argentina, que interviniera esa casa de estudios: la reforma universitaria se ponía en marcha. Un decreto, suscripto el 12 de octubre de 1918, cumplimentó los reclamos estudiantiles: desde la autonomía política, docente y administrativa hasta el cogobierno estudiantil. Sin embargo, no se hablaba de enseñanza gratuita, para ello hubo que aguardar hasta un nuevo gobierno populista: la gratuidad y la suspensión de los aranceles universitarios se materializaron el 22 de noviembre de 1947, mediante el Decreto 29337, firmado por el presidente Juan Domingo Perón. En 2007, bajo la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner, se declaró el 22 de noviembre como el Día de la Gratuidad Universitaria. Durante ese mandato populista se construyeron más de mil ochocientas escuelas y catorce universidades nacionales, públicas y gratuitas. Estos avances en educación resultan una indisimulable molestia para la política neoliberal.
Eduardo Amadeo, diputado de Cambiemos, es célebre por su capacidad de ubicuidad: se adaptó sin sobresaltos en todas las organizaciones políticas por las que deambuló, desde el justicialismo hasta el Pro, sin omitir su paso por el Frente Renovador. En 1995, durante el gobierno de Carlos Menem, supo ser diputado nacional y desde ahí presidió la Comisión de Educación que el 20 de julio sancionó la Ley 24521 de Educación Superior. Entre otras sutilezas, esa Ley convertía a la educación en una “prestación de servicios”, desligaba al estado de su deber de garantizar la enseñanza pública y ajustaba, para mal, el régimen laboral de los docentes. Tantas gentilezas alentaron el crecimiento de las instituciones privadas aranceladas. En 2015, el gobierno populista de Cristina Kirchner sancionó la reforma de esa ley: quedaba definitivamente garantizado el ingreso irrestricto y la gratuidad en las universidades. Ahora, bajo el actual gobierno neoliberal, el tozudo legislador ataca de nuevo: con la sonrisa complaciente de sus compañeros de bancada, presentó un proyecto ante la Comisión de Educación de la Cámara de Diputados para que los rectores de todas las universidades públicas del país informen la cantidad de alumnos extranjeros que cursan, en qué carreras lo hacen y de qué países provienen. Cuando se le preguntó la razón de ese disparate, respondió evitando eufemismos: “Queremos saber a quién le ponemos la plata”. Sí, de eso se trata, el próximo paso está a la vuelta de la esquina: aquel que quiera estudiar, no importa de qué país venga, incluso los que han nacido en el nuestro, tendrá que pagar. Los becarios del Conicet ya están sufriendo esa medida.
A fines del siglo XIX y comienzos del XX, miles de inmigrantes llegaron de Europa, junto con sus esperanzas traían doctrinas socialistas y anarquistas que constituían un peligro para los dueños de curtiembres y de incipientes empresas. Aquí es cuando nos volvemos a encontrar con Miguel Cané, en 1889 el sufrido protagonista de “Juvenilia” era un diestro senador nacional que, a pedido del presidente Julio Argentino Roca, había presentado un proyecto de ley por medio del cual el gobierno podía expulsar a aquellos inmigrantes que considerase indeseables. En 1902 el proyecto se convirtió en ley, fue la 4144 o Ley Cané, el artículo 2 establecía: “El Poder Ejecutivo podrá ordenar la salida de todo extranjero cuya conducta comprometa la seguridad nacional o perturbe el orden público”. La ley fue derogada en 1958, bajo el gobierno de Arturo Frondizi. En 1969 el dictador Juan Carlos Onganía la puso otra vez en funciones y en 1973 Héctor Cámpora, durante su breve gobierno, la abolió definitivamente.
Todo indicaría que los funcionarios de Cambiemos, plumero en mano, comienzan a desempolvarla: desarticularon el programa Patria Grande y, con patriótico entusiasmo, describen la cárcel que piensan construir para dar albergue y luego expulsar a tanto indocumentado migrante. Así, mediante simpáticos globos de colores y donosos pasitos de baile, volveríamos a la Argentina de finales del siglo XIX, cuando los dueños del poder repetían con orgullo que el país era el Granero del Mundo, obviaban decir que ellos eran los propietarios de ese granero. Hoy, nuestro presidente en funciones alegremente aspira a que nos convirtamos en el Supermercado del Mundo, tal vez ante tanto sinceramiento no le pareció necesario agregar que los propietarios siguen siendo los mismos de siempre.