Este cuento está hecho un poco como esas colchas confeccionadas con diferentes telas o motivos que, a pesar de su diversidad, terminan siendo una unidad. Las suturas están en el revés. Por ejemplo, el lector no puede saber que la anécdota de la paloma me la contó un amigo que, de chico, le pidió a su padre que capturara una paloma para él en la Plaza Congreso. Lo insólito no es que su padre lo haya logrado, sino que la policía terminó arrestándolo por extraer palomas de la vía pública. Y eso sucedió en plena dictadura. El lector tampoco puede saber que los padres de la niña se parecen mucho a los míos y que todo eso podría haber sucedido perfectamente, si no es que ocurrió, pero de otro modo, tal vez menos organizado y, por suerte, sin este desenlace. Y lo mismo podría decir de las historias hiperbólicas o fantásticas contadas por la madre, una de las cuales, la historia del hombre que se sienta a leer un diario entre los rieles a la espera de su muerte, martirizaba mi imaginación infantil. Pequeños detalles como las muñecas hechas de papel me llevan a alguna temporada en la costa que llovió casi todos los días y en la que mi padre se las ingenió para divertirnos a mi hermana y a mí, el televisor en blanco y negro que tomaba su tiempo para encenderse, la placita de la esquina que en mi mente es una que se encuentra en General Rodríguez, por sólo nombrar algunos elementos, forman parte de mi experiencia vital. En cambio, el tío Arturo y su juego de invisibilidad son inventados. Quise hilvanar todos estos retazos con el punto de vista de una niña o, más bien, el de una mujer que en su presente viaja a la cabeza de la niña que fue. Más que nada, sentía que esta historia sólo la podía contar desde los ojos de mi generación.
El cuento por su autor
El hombre de las vías
Este artículo fue publicado originalmente el día 30 de diciembre de 2016