Cuando el jefe de gabinete, Marcos Peña, dijo: “Creemos que el marco para un gran acuerdo nacional es el Presupuesto 2019”, tal vez desconocía que ese es el recurso al que han acudido muchos gobiernos en la historia argentina cuando su poder empezó a licuarse. Lo que ha llamado la atención es el uso calcado de la expresión Gran Acuerdo Nacional (GAN). El fundador de la idea fue el presidente de facto Alejandro Agustín Lanusse en 1971. Fue el programa central de su gobierno para darle una salida honorable a las Fuerzas Armadas de un gobierno en retirada. En las turbulentas aguas de la política argentina, la dictadura que llegó al poder en 1966, con la presidencia de Juan Carlos Onganía, se pensó iniciadora de una profunda transformación, y con el aval entusiasta de los grandes medios y el establishment, proyectó un nuevo país al que imaginaron marchar con mano férrea. Pero después del Cordobazo y la ola de protestas de 1969, Onganía pasó de ser “El Principe”, como lo consideró Mariano Grondona, a un pollito en fuga, y fue reemplazado por Roberto Marcelo Levingston, quien naufragó apenas nueve meses después de asumir. Lanusse comprendió que los ensayos pendulares de golpes de estado y salidas institucionales con el peronismo proscripto que se fueron ensayando desde 1955 eran un recurso agotado y peligroso.
La primera idea de Lanusse fue consensuar un programa y un elenco de gobierno y someterlo a elecciones que incluyeran al peronismo pero que excluyeran a la persona de Perón. Nada menos.
El GAN debía ser el instrumento para esa apuesta. Contaba con la anuencia del líder del radicalismo, Ricardo Balbín, y el apoyo de diferentes partidos menores. También contó con el apoyo de muchos militares: el Capitán de Navío Aldo Luis Molinari declaró en un noticiero de televisión: “Con los peronistas todo; con Perón nada”.
Tras ese objetivo no escatimaron esfuerzos: se legalizaron los partidos políticos, les restituyeron sus bienes, se multiplicaron las reuniones con dirigentes de la CGT, José Ignacio Rucci se convirtió en un interlocutor privilegiado, se intentó seducir a los dirigentes peronistas para que participen en el GAN. Después de tantos años de proscripción y persecuciones, la idea de poder tener una participación en la vida institucional argentina sedujo a muchos. Solo se les pedía que abandonen a su líder, o por lo menos que lo convenzan de desistir de ser presidente. Durante sus 18 años de exilio la conducción de Perón sobre el movimiento justicialista no siempre fue fluida ni absoluta. La avanzada edad del caudillo y su prolongada ausencia del país generaron un buen abanico de dudas entre un porcentaje importante de dirigentes.
Todo parecía muy bien planeado salvo por un detalle: Perón no estaba de acuerdo. Es muy reveladora de su forma de pensar la carta que le escribe a Julián Licastro, líder de los grupos juveniles: “Ellos lo tienen todo en contra; nosotros, por primera vez, todo a favor. No cometamos el error de no aprovechar esto apropiadamente”.
La multiplicación de las acciones de las organizaciones armadas, el fracaso de las políticas económicas, y la división interna de las Fuerzas Armadas fueron factores que fueron dejando en claro que la maniobra del GAN se deshacía como un puñado de arena. Lanusse se fue quedando aislado y ya no podía imponer condiciones. Tal vez por eso en un reportaje, cuando se le preguntó si Perón seguía proscripto, lanzó la famosa bravuconada:
“Si Perón necesita fondos para financiar su venida (sic), el presidente de la República se los va a dar. Pero aquí no me corran más a mí, ni voy a admitir que corran más a ningún argentino, diciendo que Perón no viene porque no puede; permitiré que digan porque no quiere, pero en mi fuero íntimo diré porque no le da el cuero para venir”. Perón volvió y en una entrevista fue lapidario: “el GAN, que solo está en la imaginación, tiene por objeto convocar a elecciones anticipadas para salvar así el prestigio y el honor de las Fuerzas Armadas. Claro, lógicamente, tiene que fracasar. ¡Como el objetivo es tan pequeño!” y remató “Porque lo que hay que salvar es a la República Argentina, no a las Fuerzas Armadas”.
La tradición en la política argentina ha sido implacable, los llamados a grandes acuerdos en situaciones críticas siempre parecieron más cercanos a “cantos de cisne” que a grandes refundaciones.