El gobierno de Macri tiene un relato utópico y una estrategia publicitaria. Casi nada más. El relato utópico dice que Argentina podrá ser un gran país cuando el estado se reduzca hasta concentrarse en dos prioridades, asegurar grandes ganancias a los sectores más concentrados de la economía y proteger a la buena gente contra los inadaptados que ganan las calles. Un país sin sindicatos, sin organizaciones de pobres, sin derecho laboral, sin subsidios, sin servicios públicos, sin industria nacional. La estrategia publicitaria, por su parte, fue combinando en distintas dosis la filosofía de la alegría, la positividad, el consenso y los globos, con la lisa y llana mentira. El discurso presidencial del último martes demuestra dramáticamente el lugar central de la mentira; allí llega a decir -sin sonrojarse ni abandonar su fingido entusiasmo–que la corrida cambiaria tiene, entre sus causas, que los argentinos necesitamos préstamos del exterior porque gastamos más de lo que producimos. Lo dijo sin aclarar que su presidencia empezó con el cociente de deuda en dólares sobre producto bruto más bajo de las últimas cinco décadas.
Las campañas publicitarias pueden tener éxitos circunstanciales. Pero no se puede gobernar sobre la base exclusiva de la mentira. Aun cuando se disponga, como es el caso de este gobierno, de toda la maquinaria comunicativa oligopólica privada y destine en esa dirección cuantiosos recursos públicos. En los últimos días hemos asistido a una explosión en el campo del gobierno. La palabra publicitaria oficial fue desbordada. La realidad afloró y adoptó la forma de lo que hasta allí era presentado como una campaña dirigida a generar miedo. Hasta una parte de los periodistas más fieles al relato macrista tuvieron que reconocer la existencia de una situación muy grave. Una situación, además, cuya responsabilidad está exclusivamente en el gobierno y cuyas repercusiones, actuales y futuras, son muy graves para la gran mayoría de los habitantes del país. La crisis que se expresó en el precio del dólar no nació de la casualidad, ni de la volatilidad del capitalismo mundial, ni de la pesada herencia recibida. Fue el resultado del brutal endeudamiento, de la apertura indiscriminada a las importaciones, del déficit comercial, fiscal y de cuenta corriente. Todo el mundo entiende que los cimientos de la economía argentina actual son absolutamente frágiles y que el rumbo es incierto, con una clara amenaza de nuevo derrumbe. Por eso los grupos financieros decidieron dejar de comprar bonos argentinos hace unos meses. Por eso se produjo la corrida cambiaria que se llevó puestos más de diez mil millones de dólares que son de todos los habitantes de este país. Por eso caímos al Fondo Monetario Internacional.
El anuncio presidencial del acuerdo con el FMI fue hecho de modo intempestivo, sin los más elementales recaudos políticos necesarios en estos casos: entre otros, el de esperar la apertura de las conversaciones para hacerlo. Pero la imprudencia es explicable en términos publicitarios. Había que producir un golpe de efecto frente a una situación que no podía manejarse. Había que tranquilizar la situación de la manera más rápida posible. Ganar tiempo. Y no apareció ningún recurso político que pudiera satisfacer esas urgencias. Entonces el presidente argentino le dijo al mundo que el país no podía actuar de modo autónomo ante la crisis; debía entregarle las riendas nada menos que al Fondo.
Nada será entre nosotros igual que antes de esa decisión. No está claro el monto de la “ayuda”, ni el modo ni el tiempo en que se concretará. Lo que nadie puede ignorar es el sentido de las condiciones bajo las cuales entrará ese dinero. Para saberlo no hace falta estar muy informado. Ni siquiera ser un observador experto de la economía. Alcanza con tener un poco de memoria. Hoy está de moda mostrar escenas de crisis y revueltas en Atenas por las consecuencias del seguimiento de las directivas del Fondo y los daños sociales que provoca. Pero no hacía falta viajar tantas millas, nadie puede haberse olvidado de lo que ocurrió en Argentina a fines de 2001; ¿qué otra cosa significaron aquellos días que no sea el naufragio de una política diseñada, aconsejada y monitoreada por el Fondo, que hundió al país en la indigencia y en la desesperación. Está a prueba el talento del aparato publicitario del gobierno. Es difícil disfrazar la relación con el centro coordinador de la usura capitalista global con las ropas de la paz y la esperanza entre nosotros. No sería aconsejable decir, por ejemplo, que es lindo dar buenas noticias porque eso evocaría directamente a otro presidente que huyó de su sillón en helicóptero.
Las caras lindas del macrismo han salido a decir que cuando se firme el acuerdo el gobierno estará financiado para todo 2019. En algún lugar de su inconsciente esto suena a campaña electoral exitosa gracias al préstamo del amigo. Lo que sabe cualquier observador más o menos inteligente es que las recetas del fondo nunca son reactivadoras, impulsoras del mercado interno, favorables a los trabajadores y los pequeños y medianos empresarios. El lugar reservado a los que pasan penurias en el neoliberalismo es el de los planes de ayuda focalizados. Es decir, se divorcia la política económica de la política social. Se contrae la economía, bajan los salarios reales, el nivel de empleo y, en consecuencia, el consumo popular y se financian –en el mejor de los casos– redes de contención para quienes son expulsados a la pobreza extrema. Y todo eso tiene (o tendría) que ser refrendado por leyes que apruebe el Congreso, las famosas “reformas estructurales”. En el caso nuestro eso significa otra reforma previsional, más regresiva aún que la aprobada en diciembre pasado, la flexibilización laboral en términos más duros todavía que la que fue postergada en su tratamiento por el desacuerdo sindical y otras inscriptas en la misma dirección.
La política argentina se mueve desde ahora en un nuevo contexto, en el de las condicionalidades que exigirá el FMI. No son diferentes en su orientación a lo hecho hasta aquí por la segunda alianza, pero sí serán, con seguridad, más rigurosas y, desde ya, cuidadosamente supervisadas por los burócratas del gran usurero global. No es un buen marco electoral para el gobierno. Pero los efectos exceden a la alianza Cambiemos. La política de alianzas de Macri más importante hasta aquí no es la que generó con la UCR y con Carrió; es la dura, compleja y contradictoria que ha sostenido en su relación con los gobernadores del PJ y que se proyecta a la construcción de mayorías parlamentarias, especialmente en el Senado. Hay que decir que no es una alianza formal y tampoco es estable y previsible. El margen se ha ido angostando entre la épica de la “gobernabilidad” con la que el peronismo no kirchnerista arropó la aprobación de medidas decisivas para el gobierno -entre ellas el ominoso acuerdo con los fondos buitre y la derogación de facto de la ley de comunicación audiovisual–y la difícil situación que esa relación vive después de la sanción de la ley de despojo contra jubilados y pensionados. La saga política del momento es la de la “unidad del peronismo”. Para algunos esto se reduce a una suma aritmética de votos que en las últimas elecciones han seguido a distintos candidatos que apelaron a la marca del peronismo. De la conversación “entre peronistas” surgiría un programa que uniría a todos, desde elactual interventor macrista del partido hasta las fuerzas, claramente mayoritarias hoy en el plano electoral, que respaldan a Cristina Kirchner.
El derrape fondomonetarista del macrismo agrega una nota política importante. Lo que va a discutir la sociedad argentina en los meses que nos separan de las elecciones presidenciales no es la suerte de un partido. Lo que va a estar en juego es un rumbo para el país. Va a estar en juego la calidad de vida de millones de hombres y mujeres. Se va a discutir si hay que arruinar miles de empresas y dejar decenas de miles de personas sin empleo para asegurar la rentabilidad de las empresas de energía. Si hay que abandonar a su suerte a millones de jubilados, rebajar el salario de millones de trabajadores y destruir la industria nacional para aumentar las ganancias de los más poderosos y que entonces sobrevenga el derrame que asegurará la felicidad de todos. La discusión de la unidad no tendrá su sede principal en oficinas partidarias. Estará en las calles, estará en el conflicto social, entre los vecinos que se reúnan para ver qué hacen ante el escandaloso robo que significan las tarifas de los servicios. Va a ser muy difícil en estos meses ser dirigente peronista, de izquierda, sindical, estudiantil, social en general y no pronunciarse –no solamente de palabra sino sobre todo en los hechos– contra esta nueva agresión al pueblo argentino. La unidad a construir no será la de una bandera política sino la de las grandes mayorías populares que ya rechazan a esta versión “moderna” de la ruina nacional.