El papa Francisco es un permanente creador de noticias en el orden internacional más allá de las que genera también el nivel local. Durante la última semana Jorge Bergoglio impulsó un pronunciamiento de la Iglesia Católica que reafirma el magisterio reciente del pontífice condenando el manejo especulativo de las finanzas, advirtiendo sobre el lavado de dinero y las offshore como refugio para encubrir delitos financieros. Pero simultáneamente avanzó en el frente interno eclesiástico, adoptando una medida absolutamente drástica frente al comportamiento institucional de la Iglesia chilena ante casos de abuso sexual: exigió la renuncia de la totalidad de los 34 obispos chilenos. Y dijo al respecto que no solo fallaron las personas, sino que fracasó “el sistema”. Un reconocimiento que apunta tanto al caso particular de Chile como a la generalidad de la institución eclesiástica.
Los hechos ameritan dos reflexiones posibles.
Por una parte, Francisco no está dispuesto a ceder en su prédica contra el capitalismo financiero. Es una posición que reitera en muchos de sus pronunciamientos públicos y que expresó también en documentos importantes de su pontificado como “Laudato si” y “Evangelii gaudium”. Por razones éticas y morales, pero sobre todo porque considera que en el sistema capitalista y en el funcionamiento del mundo financiero internacional está, sino la principal, una de las más importantes causas de la exclusión y del “descarte” de personas, como lo ha dicho en reiteradas ocasiones.
El Papa ha hecho de su crítica al sistema capitalista uno de los ejes de su prédica social. Lo ratificó ahora, pero además lo hizo a partir de un documento emanado de la Congregación para la Doctrina de la Fe (para recordar, el ex Santo Oficio) que tiene densidad técnica y política, y que suma estos argumentos a las consideraciones de orden ético y religioso en las que se fundamenta.
No es extraño que, en la actual coyuntura, poca haya sido la repercusión del texto en los medios de comunicación concentrados de la Argentina que han convertido a Francisco en un “enemigo” al que no solo critican sino cuya voz deciden opacar o directamente silenciar. Y en esto actúan al unísono con el Gobierno -paradójicamente integrado por una mayoría que se autodenomina de católicos fieles- que se siente “amenazado” por el magisterio pontificio porque los postulados que hoy enarbola Bergoglio desde el Vaticano contradicen de lleno las banderas neoliberales de la Alianza Cambiemos y del equipo del presidente Mauricio Macri.
La otra reflexión a partir de lo generado en la semana por Francisco sugiere una pregunta: ¿comenzó para el Papa la etapa de la reforma estructural de la Iglesia Católica?
Desde el comienzo de su pontificado Francisco hablo de una “Iglesia pobre y para los pobres”, de “obispos con olor a oveja”, él mismo se presentó como “obispo de Roma” (“primero entre iguales”) e insinuó en diversas instancias la necesidad de un gobierno más sinodal (asambleario) y participativo para la Iglesia. En realidad, pocos han sido los pasos dados en ese sentido. La constitución del llamado “grupo de los nueve”, los cardenales convocados para proponer reformas en la misma Iglesia, ha dado escasos resultados. O, si existen, los mismos no se conocen. Lo que sí está claro es que la resistencia en este punto entre los cardenales y los obispos conservadores -sobre todo los llamados “curiales”- es todavía mayor que ante las tomas de posición del Papa respecto de los temas sociales y de la paz en el mundo.
La renuncia de los 34 obispos chilenos no fue un gesto voluntario. Fue forzada por Francisco. Y esto ha sido no solo una manifestación de autoridad del Papa -quizás porque se sintió burlado o traicionado en su buena fe- sino una manera de decirle al mundo y a la Iglesia que está dispuesto también a cambiar las reglas de juego que operan en la Iglesia. Y de manifestar que para ser creíble tiene que generar también cambios en su propia institución para hacerla coherente con el mensaje que predica. Y hacia la Iglesia, en particular para los obispos que la gobiernan, es la manera de advertirles que “pongan sus barbas en remojo” porque está dispuesto a avanzar también en este terreno y, si es necesario, produciendo medidas drásticas.
Este capítulo interno no ha llegado a su fin. Falta que el Papa determine a cuántos y cuáles obispos chilenos les aceptará la renuncia y quienes serán designados en su reemplazo. Esas determinaciones servirán también para evaluar el alcance que Francisco le da a lo que él mismo calificó de “falla del sistema”. Pero más allá de lo que pase en Chile, habrá que analizar qué repercusión y qué consecuencias tiene el caso en el “sistema” global e institucional de la Iglesia Católica. Será, sin duda, un duro hueso de roer y motivo de muchas disputas y no menos conspiraciones en el seno del catolicismo. Se abre un frente que Bergoglio conoce y en el que sin embargo, hasta ahora se ha manejado con cautela. Según algunos, con excesiva prudencia.