La región salvaje

México/Dinamarca/Francia, 2016

Dirección: Amat Escalante.

Guión: Amat Escalante, Gibrán Portela.

Fotografía: Manuel Alberto Claro.

Música: Martín Escalante, Igor Figueroa, Fernando Heftye, Lasse Marhaug, Guro Moe.

Montaje: Fernanda de la Peza, Jacob Secher Schulsinger.

Reparto: Simone Bucio, Eden Villavicencio, Jesús Meza, Ruth Ramos, Andrea Peláez, Oscar Escalante.

Duración: 98 minutos.

Distribuidora: Lat‑e.

Sala: Cines Del Centro.

8 (ocho) puntos.

 

Lo monstruoso, el otro, lo extraño, y sin embargo tan cercano como irresistible. La cabeza fálica del Alien de H.R. Giger y Ridley Scott emergía del mismo pecho humano, al que rompía. El Conde Orlok de Max Shreck y Friedrich Murnau era un espanto, pero sabía cómo seducir con su sombra y palidez de cadáver. Una película emblema sobre el tema es Una mujer poseída, de Andrzej Zulawski; a él, de hecho, está dedicada La región salvaje.

Terror en pequeñas y fuertes dosis, con toques de tentáculos sexuales, algo de esto esconde el film de Amat Escalante. Pero es mucho más lo que se desprende y hace que ese ser raro sea excusa o, mejor, McGuffin desde el cual situar lo que de veras sucede: deseos insatisfechos, propensos a desbaratarlo todo.

En tal caso, mejor será quitar del medio a esta gelatina del espacio exterior ‑bien podría tratarse de uno de esos colores que cayeron del cielo de Lovecraft‑ y pensar en lo que queda. A la luz, entonces, las miserias y desengaños humanos, que no es otra la situación. En el fondo del asunto y embrollo, permanece lo que ha sido y será: el frenesí y la pulsión, radicados en esa zona oscura, pélvica, en donde comulgan placer, muerte y nacimiento.

No casualmente, Escalante ingresa en travelling hacia ese lugar íntimo, al que el montaje relaciona con la hendidura y cráter que una pareja investiga en medio de un bosque. Pareja que convive entre la naturaleza y sus estudios, en una cabaña donde Verónica (Simone Bucio) tiene sus encuentros íntimos. Hay una herida, propinada por el juego placentero, que la lleva al hospital. Un aviso, de laceración y mordida feroz, de donde supura una sangre primera.

La sangre por venir -que será abundante, implicará muertes‑ será el correlato de los desvíos del relato, cuando las relaciones entre los personajes se escindan en contracaras, simulaciones, con el afecto puesto en vilo. En este sentido, la vida sentimental de Verónica parece crítica. Si no se retira a tiempo, tal vez no sobreviva. Allí es donde aparece Fabián (Eden Villavicencio), el enfermero que la asiste en el dolor. Y con Fabián, interlineado, el amorío de éste con Ángel (Jesús Meza), que es el marido de su hermana, Alejandra (Ruth Ramos).

 

Muchas capas de lectura anidan en el film de Escalante.

 

El delineado sentimental de este grupo, que habita en un pueblito mexicano, rodeado de verde y árboles, suscita un ahogamiento que deberá, por fin, explotar. Hay un límite, y también consecuencias imprevistas. El despertar oscuro está a la vuelta del camino, y quizás destile mejor en quien parezca la persona menos pensada. Para llegar a ese fin de recorrido, tendrán que enhebrarse las piezas, y La región salvaje lo hace desde los tópicos del cine de géneros, al cual apela de manera sinuosa, sesgada.

Una de esas maneras es la ofrenda, el regalo y atención que esa deidad aparentemente merece: también como una manera de legar la maldición, el dolor (y el placer) en otro. Verónica tendrá que lidiar con esto, mientras se pelea con sus deseos. Una relación enfermiza, le dice a Fabián. Éste, a su vez, se reconoce en ella, víctima también de un caso similar.

Punto de inicio y encuentro, el ente extraño no necesita de una aparición constante en el film. Basta con haber intuido su aspecto tentacular para encontrar relación con las callecitas que serpentean la ciudad y los travellings que entre ellas la cámara de Escalante promueve, como si se tratara de un ojo invisible y omnipresente. Un deambular que se traduce en pulsión, en un movimiento irresistible de consecuencias críticas. Cómo la muerte se vincula con cada uno de los personajes, es algo que vale la pena encontrar en el film, porque la deriva contagia y hace que cada uno se relacione con ella desde una sucesión fatal. De todos modos, la resolución última esconde una venganza dulce, que se tiñe de compasión mientras recubre el mismo gesto placentero: dar muerte.

No es fortuito, por esto, que la naturaleza tenga un rol predominante en La región salvaje (título que esconde varios significados), y que sea ella la que guarde la mejor fisonomía. Cuando la cámara se acerca lenta y descubre el dibujo de las raíces de un árbol añoso a la vera de un arroyo, Escalante pareciera citar el cine de Tarkovski, amén de los tentáculos de la "cosa". El contacto con lo natural es pleno. Y es ella la que en última instancia prevalece, tan bella y tan silenciosamente invasiva (así como en Stalker, de Tarkovski). Los animales copulan de manera desenfadada en el cráter del meteoro. Como si insuflaran de savia nueva a lo que parece una herida. Son rastros que dejan marcas: Ángel recuerda con estupor la muerte de un ciervo, cuando era niño. Alejandra luce el recuerdo de un labio leporino. Heridas que se anudan con las del Cristo que descansa en la cruz del hogar, mientras su inclusión organiza la composición del encuadre (esto solo ya es sintomático, terrible).

Es por esto que son muchas las capas de lectura que anidan en el film de Escalante. Tantas como las figuras que aguardan a ser descubiertas en las nubes del cielo, que la película privilegia. Hay un dolor religioso, cristiano y pagano, además de una presión social y familiar: Alejandra y Ángel tienen dos hijos -él lo vive, evidentemente, como una carga cotidiana‑, y ella es empleada -otro malestar‑ en la fábrica de su suegra. Pero es esta organización aparentemente inmaculada la que se resquebraja, porque cuando Alejandra tome la iniciativa, la historia será otra.

También es cierto que lo que el film alcanza es la constatación de un mismo ciclo. No es extraño que Alejandra y Verónica sean físicamente parecidas, así como que se hayan conocido sin habérselo propuesto. Cuando esto suceda, habrá una renovación vital que implicará, otra vez, muertes. La ofrenda final, en todo caso, sería la constatación de ese anuncio fatídico que la relación enfermiza anuncia. En un caso, ocurre de manera inevitable. En el otro, será por una decisión distinta. Hay una sustitución, entre una mujer y otra, pero también una convicción que tira por el barranco lo que parecía verdadero: esposo, familia, etc. Uno de los niños se da cuenta, porque mira el rostro manchado, de barro y sangre, de la madre.