En 1938 en París se estaba terminando la fiesta que nos había contado Hemingway después de la Primera Guerra Mundial. La nueva guerra estaba ahí nomás. Igual, los franceses vivían días de entusiasmo en las vísperas del Mundial de fútbol en su país, aunque 80 años atrás no tenía la fabulosa promoción de hoy.
Entre los 16 países que iban a jugar el Mundial, uno había sido tachado a último momento: Austria. Dos meses antes, el 12 de marzo, se había transformado en una provincia alemana luego de la invasión de las tropas nazis y la FIFA saludó con el brazo derecho en alto y acató.
A un argentino, Carlos Martín Volante, que por entonces disfrutaba la vida parisina y vivía muy bien como jugador de fútbol profesional, el olor a guerra le hizo decidir que ya era hora de dejar Europa. El Mundial podía ser su salvoconducto. Sería su segundo escape. Había llegado a Francia huyendo de Italia.
Su papá, Giuseppe Volante, era un piamontés que se había instalado a fines del siglo XIX en Lanús y Carlos empezó su carrera de futbolista en el club granate. En 1929, ya jugando para Platense, tuvo que enfrentar a su ex club justo el día que inauguraba su actual estadio, a una cuadra y media de su casa. En aquellos tiempos los hinchas creían que los futbolistas jugaban por amor a la camiseta y Carlos fue hostigado todo el partido, acusado de “traidor”.
Para 1932, cuando ya había jugado once partidos en la selección nacional, formó parte del éxodo de futbolistas argentinos a Italia. Pasó por el Napoli, el Livorno y el Torino, club donde lo sorprendió la decisión de Mussolini de obligar a los jóvenes hijos de italianos a alistarse en el ejército. Por suerte para Carlos, se había casado con una chica de Milán hija de padres ricos y con familiares en el mundo diplomático, que manejaron el asunto de tal modo que la pareja pudo cruzar sin problemas la frontera con Suiza y entrar a Francia.
En París se hizo amigo de Oscar Alemán, que por entonces ya brillaba como guitarrista y arreglador de Josephine Baker. No los unió la música, sino la pelota, porque Alemán había armado un equipo amateur, el Tango Futbol Club, y Carlos Volante jugaba allí, aunque camuflado por ser profesional.
Alemán –que por esos rulos del destino pocos años después, expulsado por los nazis, se mudó a Lanús, muy cerca de la casa natal de Carlos Volante– le dio una mano. Como el músico había vivido en Brasil y tenía contactos, pudo vincularlo a los jugadores y dirigentes brasileños que participaban del Mundial. Así logró que lo contratara el Flamengo de Río de Janeiro, el club más poderoso de Brasil.
En Flamengo, donde tenía como compañeros a Domingos Da Guía y Leónidas, logró una gran popularidad. Desde su puesto de mediocampista defensivo fue campeón tres veces entre 1938 y 1943, año en que se retiró del fútbol. Su forma de jugar, de mucha marca y de gran auxilio para los defensores, fue una novedad por entonces en Brasil.
Un entrenador brasileño quiso copiar el esquema del Flamengo, para explicarle a un jugador cómo debía cumplir la nueva función, sintetizó: “jugá de Volante”. El jugador lo dijo en los diarios: “ahora juego de Volante”. Y así ese apellido se transformó en sustantivo y se expandió a toda Sudamérica como sinónimo de mediocampista. Como la gillette, el chicle o la aspirina, volante empezó a escribirse con minúscula.
Esta historia de fútbol y huidas que empezó en Lanús y extrañamente terminó en Río de Janeiro, la pudo haber protagonizado cualquier otro aguerrido mediocampista. Es una bendición para los relatores de fútbol que el elegido haya sido Carlos Martín Volante y no, por ejemplo, Alejandro Estanislao Semenewicz, aquel incansable mediocampista de Independiente. También para Jorge Sampaoli, que tendría que dar la lista de jugadores para el Mundial incluyendo arqueros, defensores, semenewiczs y delanteros. Y para nosotros, los hinchas, que hoy estaríamos discutiendo si la mejor posición para Mascherano es la de semenewicz central.