La gendarmería y policías del gobierno nacional y de la ciudad de Buenos Aires adquieren nuevas prácticas. Siempre se aprenden cosas diferentes. Si antes había que descender hasta un río en Chubut y dispersar a comunidades mapuches, ahora la lucha se hace descendiendo escaleras mecánicas hacia los subsuelos de la ciudad de Buenos Aires. Con firmeza, con serenos protocolos, con vocación de vencer, dirá la ministra del ramo. Y así, ramifica las versiones falsas. Como la inverosimilitud intolerable de hacer pasar la muerte de Santiago Maldonado como el ahogamiento de un hippie que jugaba al indigenismo. Ahora, en los túneles de Buenos Aires, los batallones vestidos de oscuro recordando antiguos cascarudos de nostálgicas historietas, se imponen muy bien el papel de luchadores del subsuelo, demostrando que ya no hay más límites. Cada estación de subte puede ser una estación a tomar, el desalojo de trabajadores y pasajeros. Acaso se han preparado viendo films concentracionarios, llevando filas de personas hacia lo incierto, con el vaho del poder de las tinieblas y una pátina de terror. 

Buenos Aires conserva en su red subterránea de transportes una vitalidad que no alcanza a desmentir ni la mala modernización que hicieron en el ramal A ni la necesaria modernización que le deben al ramal E. Desde hace un siglo que el subterráneo contiene una forma de vida, siendo él mismo, como transporte de bajo nivel del primer tramo de la historia de las ciudades hacinadas, también una novedad. Ella encierra un sentido no sólo de movilidad sino de habitabilidad y pequeñas tramas comerciales y artísticas, formales e informales. La concentración de los trabajadores del subterráneo, de algún modo embarcados en existencias y sapiencias de lo subyacente –como los mineros de Río Turbio–, los aproxima a una fraternidad laboral, a una identidad que no se dispersa en localizaciones heterogéneas y en superficies indeterminadas. Comparten el túnel. El subsuelo siempre es un interior de la ciudad, el vértigo abajo el pavimento, un punto íntimo que pone al pasajero frente a diluidos sueños de sublevaciones fugaces entre Moreno y San Martín, Gardel y Tribunales, Bolívar y Entre Ríos/Walsh. 

Los trabajadores del subte mantienen un sentimiento que le es inmanente a la ciudad, por su lado reverso. Abajo del nivel de la traza urbana, hay una vida rápida, misteriosa y ajena quizás al interés del público por develarla. Nunca vimos a nadie que se parara a contemplar los magníficos frescos de Alfredo Guido en la Estación Bulnes, confiscada además por un shopping de Palermo. El trabajador subterráneo conoce desvíos en túneles ya desactivados, estaciones abandonadas en la línea A –la correspondiente a la contraparte de Alberti–, empalmes penumbrosos donde se agrupan herramientas de reparación. Es que pasan sus horas allí, saben de qué se trata. La red subterránea, a diferencia de la red digital, son serpenteantes catedrales donde rezan multitudes apáticas a 10 o 30 metros bajo el suelo, como si andaran por catacumbas donde en las paredes curvadas se leen propagandas de perfumes o de champús. La policía de Buenos Aires la ha profanado ensayando sus nuevas capacidades: apresar delegados; hacer huir a pasajeros por los túneles, que a veces se parecen demasiado a la entraña viscosa de la ciudad. Como en una vieja y recordada película, Kanal, de Wajda. Pero son estos los años de Macri. Todo puede ocurrir. Les faltó lanzar gases lacrimógenos, como en los sueños de falsos ahogos que les inspiró aquel río de la Patagonia.

En las luchas salariales en el país, los trabajadores del subterráneo son la concavidad sublevada de la Urbe. Los sublevan las condiciones de trabajo tanto como los intentos del Gobierno de torcer su voluntad de encuadramiento sindical, entregándolos al sindicato de conductores de ómnibus, condescendiente con el macrismo. La curva chirriante del subte entre las estaciones Pueyrredón y Facultad de Medicina vale más que las ficticias estaciones del metrobús, pretenciosas y de efecto coercitivo sobre la ciudad, que pierde sus libertades y contingencias, y a cambio de ahorrar unos minutos (lo que no se desprecia) escinden la autonomía de la circulación ciudadana no mecánica. La lucha de los trabajadores del subte evoca a la de los mineros de Río Turbio, y la promesa de gas pimienta sobre la Estación Congreso no hace más que revelar que el gobierno de Macri quiere profundizar sus medidas policiales de arriba, llevándolas cada vez más hacia abajo, socavándolo todo. Haciendo lagrimear el cuerpo de la ciudad.