En las últimas semanas distintas víctimas de abusos pidieron al papa Francisco que la Iglesia actuara como aliada y guía. “Conversamos acerca del ejercicio patológico e ilimitado del poder que es piedra angular del abuso sexual y del encubrimiento, respecto de la lucha contra el abuso y de ser refugio para las víctimas, cosa que hoy no ocurre”, declaró una de las víctimas después de haberse reunido con el Papa Francisco, quién admitió que hubo “graves errores” en el manejo del escándalo de abusos sexuales en Chile que se avergonzaba por lo ocurrido. Pero ¿qué medidas se están llevando a cabo frente a los hechos que siguen saliendo a la luz? Recordemos que el obispo Juan Barro, obispo de Osorno, encubridor de los abusos sexuales de menores cometidos por el padre Fernando Karadima en un comienzo recibió la protección del Papa quien alegó que no había pruebas suficientes para condenarlos. Después se echó atrás. Esta semana se dio a conocer la renuncia de 34 obispos chilenos, hecho inédito en la Iglesia Católica. Bergoglio es quién debe aprobar las renuncias, pero fue él quien provocó la renuncia a sus cargos.
Aquí, en Argentina, ciudad de Buenos Aires, el año pasado, Gustavo Jiménez se acercó a un grupo de ayuda conectado con los maristas chilenos, donde el dolor y la bronca los desbordó. No siguió el contacto con ellos; pero decidió hacer público su testimonio, en exclusiva para Soy, con nombre y apellido y aportando fotos para la nota, porque le parecía necesario. Hablar es importante, para el presente y para el futuro, aunque él mismo entiende que los hechos no se reparan a pesar del comunicado de los obispos chilenos donde “piden perdón por el dolor causado a las víctimas, al Papa, al Pueblo de Dios y al país por nuestros graves errores y omisiones”.
UNA HISTORIA PERSONAL Y POLÍTICA
Si el hermano no me hubiese ignorado después, para mí hubiese sido amor”, me dijo la primera vez que Gustavo habló del tema conmigo, ahora lo llama “idolatría”.
No todos los abusos son iguales. Y, a veces, el abuso no es la monstruosidad física que se muestran en las películas, también está el corazón herido de un chico que idolatra a su “maestro-hermano” como si fuese un santo o una estampita viviente. A fines del año pasado, cuando salió a la luz el caso de la Congregación de los Hermanos Maristas, del colegio Champagnat, Gustavo Jiménez empezó a pensar en la posibilidad de hacer público su caso, para que se sepa que hay otros. “Desde hace muchos años viene pasando este tipo de abusos en la iglesia. Esta es la primera vez que visibilizo el caso porque el Soy me parece el espacio adecuado para hacerlo, y dije bueno, sería bueno que alguna vez, no solo se pidan perdón sino que se castigue. El mío no va a tener ningún castigo, desconozco si vive el hermano o no, pero hay casos callados y se puede hacer algo, que no es tarde”, me dice Gustavo antes de ir a dormir y después de haber hablado, con cierto alivio en la voz.
¿Por qué no se denuncian estos abusos en su momento? Pareciera que siempre se habla después. Hay razones. Una de ellas es que al comienzo no hay palabras, y menos la palabra abuso, para contarlas.
Cuando Gustavo Jiménez tenía 10 años el país sufrió una de las mayores crisis que padeció la Argentina. La inflación y los precios subieron hasta un 183% en 1975. Hubo desabastecimiento de alimentos, combustibles e insumos; todo esto bajo la presidencia de María Estela Martínez de Perón. A esta crisis que se conoció como El Rodrigazo, y en este contexto, mientras los grandes preocupados miraban para otro lado, Gustavo fue seducido por un cura de la escuela parroquial donde estudiaba, cursando 5º grado. El colegio se llamaba Macnab Bernal, de los Hermanos Maristas, en Villa Lugano, y el maestro abusador Fernando. Fueron varios meses de seducción que concluyeron en un momento de abuso.
¿Cómo fue el proceso?
–Fueron meses de diálogo para que yo me acercara a él, intentándolo de muchas formas, incluso viniendo a casa, ayudándome con los deberes, haciendo cosas conmigo, llevándome en la bicicleta, diciéndome al oído que nadie me iba a querer más que él, que nunca me iba a olvidar, etc. Concretamente fue una sola vez, no en el colegio, sino en el lugar donde daba catecismo, una casa antigua. Fueron tantos meses que él me decía que me quería, que me sentía protegido.
¿A qué jugaban?
–Mientras la mayoría se dedicaba a jugar al futbol, él me pidió que lo acompañara. A los demás les dijo “quédense cuidando las cosas”. Me apartó hasta una zona con árboles, nos perdimos entre ellos y me dijo: “Te voy a enseñar una toma de karate, acostate”. Lo obedecí. Se agachó a mi lado, agarró fuerte mi cabeza con sus manos y la levantó hasta que mis labios sintieron sus labios y su lengua me humedeció. Mi boca se invadió de su aliento. Sentía que el mundo se me iluminaba. Creía que, a esa edad, y con ese beso me había enamorado. Se levantó, me miró y me dijo “no se lo cuentes a nadie, pero yo te quiero muchísimo”. Pero yo no sabía poner límites a lo que sentía. Tenía sólo diez años. Cómo se puede saber a esa edad poner límites.
¿Cómo te recordás en esos años?
–Medio gordito, medio ingenuo, muy tímido y retraído, y seguramente con mi homosexualidad definida, sin saberlo, me encontraba aislado en el medio de un aula llena de alumnos que me veían como un bicho raro, pero me soportaban. Al verme tan callado, y sin contacto con otros alumnos, comenzó a ser más que simpático conmigo. Mucho más, a tal punto que me transformé en su favorito, o eso creía yo, y comenzaba un acercamiento que se me hacía fascinante, al igual que el armiño fascina al conejo con una danza hipnótica para luego matarlo y comerlo.
¿Y él?
–Era un hermano de la congregación, ellos se llaman hermanos. Su nombre era Fernando, tenía 38 años y era de origen peruano.
¿Podés fechar un momento inicial?
–Todo empezó cuando fuimos a un parque, al autódromo, y él me aparta de los demás; eso fue en abril y todo duró hasta agosto o septiembre. Fue bastante, sí, porque yo recuerdo que había reuniones de padres y él no quería que mis padres se sentaran en otra mesa que no fuera donde estaba su madre. Con lo cual lo sentí la persona protectora por excelencia, me sentía bien sólo si estaba a su lado, me sentía con ganas de verlo cada segundo del día, me sentía feliz porque lo veía por la mañana y por la tarde. Más de una vez me cargaba en su bicicleta, adelante, para poder abrazarme disimuladamente mientras agarraba el manubrio con los brazos, y es el día de hoy que siento las palabras que me decía “¿Lo querés mucho al hermano Fernando?”, y yo por supuesto le decía “¡Si, hermano, lo quiero mucho!”, y él decía “Quiero que sepas que el hermano Fernando no te va a dejar nunca…” Y no lo hizo, es el día de hoy que me acuerdo de él, para bien o para mal, pero no puedo olvidarlo.
¿Y tus compañeros?
–Siempre buscaba alguna excusa para que nos quedáramos solos y poder besarme, en el aula cuando se vaciaba de alumnos, en la sacristía de la iglesia cuando sabía que las misas ya habían terminado, en la capillita que estaba al lado de la dirección, hasta cuando me cambiaba para oficiar las veces de monaguillo en alguna misa, ante la insistencia de él, al cura que la daba y me encerraba con él con la excusa que era vergonzoso para cambiarme delante de cualquiera… Y mientras daba ese beso me traía contra él y yo sentía que bajo la sotana se producía algo que le gustaba pero a la vez me alarmaba, sentía su erección, a pleno, y eso me hacía un ruido raro porque sentía que algo de lo que estaba pasando en ese momento no tenía nada de santo ni de bueno.
¿Recordás algo más?
–A una habitación me llevó, y una vez adentro me pone una banqueta a la cual me hace subir para que escriba en el pizarrón. Mientras estoy escribiendo, me toma las piernas y siento que en el medio se desliza algo caliente y duro. Me doy vuelta para ver, pero me agarró la cabeza y no dejó que mirara, me dio vuelta la cabeza diciéndome “¡No mires, seguí escribiendo, confiá en mí!”. Después de un buen rato, se da vuelta, acomoda su sotana que tenía levantada, y vuelve para bajarme del banquito. Me llevó de nuevo al patio, para sentarse él bajo un árbol frente a esa aula, me pone en su falda y comienza a besarme mucho más profundo de como lo había hecho antes, diciéndome todo el tiempo lo que me quería y que no debía dejar de quererlo nunca, y yo afirmando que nunca lo haría bajo ningún motivo. Su aliento me invadió como nunca. En medio de uno de los besos, se escuchó la puerta de calle abriéndose y él se deshizo rápido de mí. Y ese gesto sería el punto de inflexión de esta parte de mi vida sin que yo lo supiera.
¿Quién era?
–Una señora que venía a limpiar las aulas y extrañamente no hubo clases ese día allí. Me llevó hasta mi casa, pero todo el viaje estuvo callado, no era el mismo hermano Fernando preguntón y hasta cariñoso, sino uno distante y lejano que nunca había visto.
¿Lo denunciaste?
–Nunca se me ocurrió denunciarlo. Jamás lo denuncié. Yo estaba muy triste, en 6º, él ya no era más mi maestro, él seguía teniendo 5º. Él ni siquiera me miraba. Frente a esta tristeza le cuento a mi madre lo que me había pasado, porque ella me preguntaba por qué estaba tan triste, tan raro. Y le cuento. Se armó un escándalo. Estábamos en el 76 y se hizo una reunión de padres; y a él lo apartaron.
¿Después, pasó algo?
–La verdad es que no sé a dónde lo apartaron. Y mis compañeros, que tanto lo querían, porque se llevaba bien con todos, me atribuyeron que se fue por mi culpa. Entonces, yo 7º grado lo viví como un infierno, pero no por parte de los adultos, sino por mis compañeros que me decían que por mi culpa se fue Fernando, hasta me insultaban…
Se ocupó de descalificarte...
–Fernando había hecho bien el trabajo pedagógico de caerles bien a todos e inculcarles que tenían un ser inmundo y horrendo entre ellos en mi persona, por esto al enterarse que se había ido por mi culpa, mis compañeros se burlaban, me empujaban, me maltrataban, intentaban meterse al baño conmigo para decirme “dale, si sabemos lo que te gusta, puto, que por tu culpa se tuvo que ir Fernando”. Hasta una vez dos me metieron a un baño a encerrarme y romper la traba para que no salga. Con esto lograron en un momento que a mí me gane la culpa de su alejamiento, la culpa de no hablarme, y cada vez transitaba los años con mayor tristeza y convencido que yo me había transformado en lo peor de esa clase y de la humanidad.
¿Y en tu casa?
–Se habló esa vez y nunca más se volvió a tocar el tema. Recuerdo que me llevaron al médico de la familia y el médico habló conmigo. No me acuerdo qué me preguntó, sinceramente, pero sí me acuerdo que le dijo a mi mamá: que se quedara tranquila que “esto a él (por mí) no le afectó en nada”; pero, claro, era el médico clínico de la familia, evidentemente no estaba dentro de mi psiquis…
¿Cómo lo ves ahora que pasó tanto tiempo?
–Eso que llamé amor, ahora me doy cuenta, que más que amor era una idolatría, lo veía como a un ídolo. Recuerdo que después de esa vuelta vino el rechazo, enorme, por parte de él. Y pasé de ser su alumno preferido a ser nada; y una nada importante. Él me había empezado a hacer de lado, sentía eso. Frente a la figura de la idolatría, esta figura, en la cual él no me daba bolilla… Es como que el ídolo que adorás y te protege te abandona.
¿Qué consecuencias te trajo esto?
–Las que me trajo fueron terribles. Muchas consecuencias… El hecho que sea una cosa tabú, que en casa de eso no se hablara, me hizo crecer; porque después hice la secundaria en otro colegio religioso. Tuve compañeros nuevos, que no me conocían, y yo tuve que tratar de enterrar esa historia. Si bien siempre fui el retraído, el que no se daba casi con nadie, o se daba poco era el motivo de burla, pero no fue la crueldad de 6º y 7º grado. Fui monaguillo en esa época, un par de veces porque a él lo excitaba verme de sotana, y eso me llamaba la atención.
Influyó en tu vocación.
–En un momento pensé en estudiar para sacerdote, pero eso me duró 2 años, llegando a la secundaria ya no tenía esa idea. Necesitaba una identificación con mi victimario, seguir en el sacerdocio era la forma que tenía para sentirme más cerca de él, a pesar de todo lo que hizo. Por suerte no seguí ese camino, sino, ¿hubiese terminado con él? El tema pasó y nunca más se habló, era como que este tema no se tocó nunca más; y en mi cabeza me dije lo mismo. Por eso jamás se me ocurrió hacerle una carta al Papa o algo así. Siendo más grande, hablé este tema con muy poca gente, y me dijo que eso ya prescribió.
¿Pudiste cerrar el tema o todavía te afecta?
–Hablando con el psicólogo un día le dije que yo estaba muerto, que a mí me mataron a los 10 años. Es evidente que todavía me afecta el tema. Ya no es así. En un momento me sentí muy deprimido, estuve con medicación psiquiátrica.
¿Y con la iglesia?
–Un acto de repudio me quedó con la iglesia. A los 53 años todavía me sigue afectando eso que me pasó y no creo que lo pueda olvidar nunca.
La vida de Gustavo continuó después de este episodio, aunque con la autoestima partida. Después vinieron varios tratamientos y más tarde una pareja y después otra, y otra. Hasta que conoció a un español, Jorge, y desde hace 5 años se dijeron: “Encaremos la vida juntos”, y chau, se casaron. “El amor se mide de muchas maneras y siempre es bienvenido, me inspira”, dice Gustavo. “Es difícil seguir los preceptos de algo que arrancó siendo una mentira, como fue la Iglesia católica, que habla de la monogamia y qué se yo. Pero yo tengo la suerte de haber encontrado a Jorge, con su mente abierta y con su forma de pensar, y a otra persona que representa mucho para mí, Franco. Estoy muy feliz por lo que logré en mi vida, a pesar de lo que pasé; aunque a veces el fantasma ronda y parece que no quiere irse”.
Dos instantáneas de Gustavo Jiménez. A los diez años, cuando sufrió
abuso por parte de un sacerdote de su colegio a quien él ido