Nadie expresó como John Cheever –en algunos de sus relatos y novelas, en sus Diarios publicados de manera póstuma y ahora queda claro que también en sus cartas– la ambigüedad del goce y la represión de vivir el sexo entre hombres durante el siglo XX. En efecto, en Cheever conviven a la vez la homofobia y las descripciones de revolcones amorosos con el mismo sexo; el deber moral de ser un buen esposo y padre y la pasión por la sordidez de los mingitorios.
La edición está a cargo de su hijo Benjamin Cheever quien dice descubrir en la frondosa correspondencia (escribió entre diez y treinta cartas a la semana durante más de cuatro décadas a su mujer y a sus hijos, a sus amantes, a sus amigos, a sus editores y a los hombres con los que tenía relaciones sexuales) a alguien “a quien yo creía conocer y a quien sabía que amaba” y a alguien que “no es del todo desconocido para mí”. En todo caso, constituye un plus y una novela aparte el hecho de que el hijo busque en las cartas la verdadera naturaleza del padre.
“La revelación más difícil para mí, como hijo suyo –revela– fue hasta qué punto mi padre era homosexual”. Según Benjamin, Cheever expresó muchas veces su temor de que su hijo heredara sus instintos por el mismo sexo, le enseñó el insulto maricón y le dijo que en su epitafio debería decir: “Aquí yace John Cheever/ jamás decepcionó a una mujer / ni le dieron por el culo”. Sin embargo, aquello que puede sonar como un clásico ejemplo de negación freudiana era más complejo en el escritor. Aun rondando los setenta años escribía cartas de amor obscenas a muchachos con los que se acostaba y a la vez se levantaba diariamente a las siete de la mañana, preparaba un romántico desayuno, lo llevaba a la cama de su mujer y acto seguido le proponía tener sexo. La voracidad por los hombres no eclipsó nunca el deseo por las mujeres (según el hijo).
En materia de homosexualidad era absolutamente contradictorio. El 12 de mayo de 1977 le escribe burlonamente a un amante hombre sobre una pareja de gays que se cruzó en la calle: “Eran joven & viejo… El viejo era muy delgado y tenía unos cuantos mechones de pelo teñido de maravilloso color rubio. El joven conservaba todo el pelo y supongo que todo lo demás, y habría sido muy guapo si su boca no hubiese parecido un ojete. El viejo andaba como si su ojete fuese una boca… La moraleja es que si te dan demasiado por el culo acabas perdiendo la dicha de la locomoción”. Y a los pocos meses le escribe al mismo amante joven de su necesidad de “quitarle las gafas” y del deseo de su pija, de su culo, de sus huevos suaves, de su risa y su boca amorosa.
La insaciable naturaleza sexual de Cheever que quizás sea un aspecto más de su amor luminoso por la vida (increíble en alguien a quien no le fueron ajenas las monstruosidades e hipocresías ni el lado oscuro de las cosas) se expresan en aquellas líneas de su Diario en que relata que ya muy enfermo de cáncer y a pocos días de morir termina revolcándose en unos arbustos con un jovencito durante un paseo y vuelven a manifestarse en cartas de su senectud dirigidas a un muchacho del que no se precisa la identidad: “Si quiero tu pija o tu boca sé que solo tengo que pedirlos…” o “Tanto tu corta como mi larga vida se me antojan aventuras singulares y agarrar tu bonito culo entre mis manos y notar tu pija contra la mía parece formar parte de ese sorprendente peregrinaje”. Y sin embargo, las páginas sexuales frecuentemente vienen impregnadas de un erótico romanticismo: “En el espacio de una vida es imposible fundar un sistema de verdades y falsedades, pero no veo nada falso en mi amor por ti. Por supuesto, no importó que no llegases al orgasmo. No habría importado aunque te hubieses corrido siete veces. Es muy sencillo. Te quiero y me gusta estar contigo. Buenas noches, mi amor, te lo diría si estuviéramos juntos en la cama y –apretados o no– para mí sería una buena noche”.
Asimismo, como en los Diarios, Cheever conservó su genial estilo en su correspondencia y puede brindar imágenes de una belleza elíptica como cuando describe la manera en que experimentaba los orgasmos: acompañado de una visión de flores o de la luz del sol. El de las cartas es el mismo Cheever que dejó indicios de que su hermano Fred fue su primer amor sexual … o platónico, el que creó en una novela de 1957, La crónica de los Wapshot, a Coverly, un personaje bisexual y culpógeno que bien pudo haber sido su alter ego y que en 1977 escribió quizás la más bella historia de amor y sexo entre hombres en una cárcel: la del maduro Ezekiel Farragut con el encantador y joven Jody en la novela Falconer. Y a propósito de Falconer no se puede soslayar el hecho de que Farragut escapa de la cárcel y por lo tanto escapa hacia a la vida en la tumba de un preso fallecido al que suplanta. Ese mismo espíritu de Eros y Tánatos sobrevuela sobre las cartas y hacen que tal como expresa Benjamin aunque Cheever haya muerto en 1982 siga “tan vivo hoy como cuando llegó chillando a este mundo el 27 de mayo de 1912”.
John Cheever, Cartas, Random House, Barcelona, 2018