A Pichón Bucelli i.m.

Esa mañana cuando me levanté, los mayores hacía horas que andaban en sus tareas. Luego del tazón abundante de leche recién ordeñada, que ostentaba su gordura con su crema nadando sobre el café, y rodajas de pan casero y manteca batida por la tía, salí hacia el patio que rodeaban unas hileras simétricas de naranjos. Había llovido mucho a la noche, yo lo había oído sobre el techo de chapas delatoras y arrullantes. En un espacio amplio entre dos potreros, la profusa gramilla había retenido el agua y la llovizna que pugnaba por aparecer creaba un paisaje bello y fantasmagórico al que se iba sumando el sol que con su sangre producía una cremallera roja sobre el alfalfar tan verde y presuntuoso.

El exceso de lluvia nocturna, la monotonía en el cinc que arrulla y adormece, ponen en movimiento un mecanismo que activa la memoria y la asocia a esa gramilla que luego pisarían los potrillos cuando los cambiaran de corral, para separarlos de sus madres para que estas pastaran más libres sin las urgencias de las crías colgándose de sus tetas, que manaban una leche cristalina que nos hacían beber tibia para quitarnos el catarro las abuelas.

Es una asociación tal vez no tan libre, más bien ya automatizada en una lluvia, cinc y gramilla, como la que dejaba a esos potrillitos corriendo y trizando el agua por el aire como un puñado de vidrio que haría una implosión de gorriones sobre la quinta verde y roja de pimientos; esa quinta con su bomba que chorreaba, con su charco donde libaban las mariposas, los surcos de esos tomatales que iban en rodajas a la fuente con sus hojas fragantes de lechuga verde o rúcula amarga y presurosa.

Hacia el norte una larga hilera de conejeras, con sus ruidosas familias de conejos blancos o grises, inmensos como liebres patagónicas. El resto del reino de esa pequeña chacra que fue mi mundo, mi universo maravilloso que no me abandonará mientras esté caminando este mundo y con seguridad esas imágenes bucólicas con sus chiqueros de cerdos gritones y el balar cansino de las ovejas, el ladrido de los perros o el relincho de un caballo saltando la niebla del potrero y del recuerdo como un cuchillo alegre antes de que cayéramos bajo el sueño como esas brevas que no dan más de maduras y caen de su propio peso como senos maravillados de existir con su goteo de leche esplendorosa.