A un año ya de iniciado el mandato presidencial de Cambiemos cabe analizar qué representa el mismo en términos del tan mentado modelo de desarrollo para el país. Para ello, vale enunciar dos ideas que resultan esenciales para comprender parte de la complejidad político económica del país. Por un lado, la Argentina sigue debatiéndose entre dos modelos económicos que, desde la década de 1940, parecen estar en pugna sin que ninguno pueda imponerse definitivamente. O bien se piensa que el desarrollo nacional debe basarse en las ventajas naturales que ofrece la Pampa húmeda –y ahora también la cordillera y su riqueza minera– y así exportar materias primas, o bien se sostiene que es imperioso industrializar para lograr una mayor igualdad ante las potencias mundiales. 

Pero si bien el viejo modelo agroexportador asegura competitividad internacional e ingreso de divisas, presenta graves falencias en generar empleo directo y promover un desarrollo armónico de las distintas regiones. Así el “campo” puede vender e insertarse en el mundo pero genera escaso trabajo y concentra la riqueza en la fértil zona pampeana.

Por el lado del desarrollo industrial surge la otra idea esencial para entender esta problemática pasada y actual. Y es que el subdesarrollo argentino es esencialmente subdesarrollo tecnológico. La Argentina ha sido y es incapaz de generar un volumen de innovación tecnológica siquiera cercano al de las viejas o nuevas potencias industriales. Así, el sector manufacturero genera mucho empleo pero se encuentra atrasado tecnológicamente, y muestra una escasa disposición a invertir en ciencia y tecnología con el fin de innovar. De tal forma, la industria padece (salvo excepciones en ciertas ramas) una baja competitividad internacional y aporta escasas divisas vía exportaciones, quedando limitada a vender en el mercado interno y dependiendo de las divisas generadas por el agro para adquirir los insumos y las maquinarias que no produce.

Opuestos

Estos opuestos modelos de desarrollo, esquemáticamente presentados, han estado por detrás de muchos de los conflictos que afrontó la sociedad argentina desde mediados del siglo XX. Los enfrentamientos políticos, las cambiantes relaciones con el mundo, la persistente inflación y la recurrente carencia de divisas son, en gran medida, reflejo de las tensiones que   la indefinición por el modelo de desarrollo generó. 

En otras palabras, desde la batalla de Pavón (1961) y hasta la crisis de 1930, la clase dirigente no tuvo mayores divisiones internas acerca de cuál debía ser el modelo de desarrollo argentino. El esquema agroexportador gozaba de un fuerte consenso que lideraba la clase terrateniente, pero incluía al radicalismo e incluso al socialismo. Todo ello empezó a cambiar a partir de la crisis mundial del 30. De pronto, el propio peso de los hechos llevó a que el sector manufacturero se expandiera y así, desde los años 30 y 40, la clase dirigente vio surgir nuevos actores a su interior que ya no creían que el destino natural del país fuera la exportación de materias primas. 

La industrialización, y su alcance y características, pasó a ser tema de debate y conflicto. A partir de entonces la historia argentina está marcada por una suerte de crisis hegemónica. Desde hace ya más de 70 años, la clase dominante y dirigente muestra una constante división entre quienes sostienen que se debe retornar al viejo esquema primario-exportador o bien avanzar hacia un país basado en el desarrollo industrial, científico y tecnológico. Y el problema es que ese conflicto no parece ser resuelto, sucediéndose un eterno empate donde cada sector tiene fortalezas y debilidades, siendo que estas últimas le impiden a cada uno imponerse de manera definitiva.

Un extremo

El segundo y tercer gobierno de Perón, el frondizismo, el gobierno de Arturo Illia, con sus matices, intentaron solucionar este dilema avanzando en el proceso de industrialización. En pocas palabras, los problemas de la industria se resolvían con más industria, alcanzando la producción de bienes de capital e insumos que permitieran superar la recurrente falta de divisas. El reciente ciclo kirchnerista tuvo la misma intensión. Pero, a pesar de sus diferencias, estos intentos chocaron con la misma piedra en el camino: alta inflación, restricción externa y una firme oposición política anclada en sectores liberales con enorme poder económico y cultural sobre el conjunto de la sociedad. 

Cuando algunos de estos gobiernos amplió la esfera de influencia estatal para sostener el avance industrial los grupos liberales hablaron de “estatismo paralizante”, cuando se distribuyó la renta para ampliar el mercado interno los acusó de “populismo”. En ese contexto, los sectores empresarios ligados al mercado interno y apoyados en diversos auxilios estatales han tenido escaso poder político y económico, o bien una exigua claridad del conflicto que cruza al país desde hace décadas. 

Sumado a lo anterior, cabe agregar un contexto mundial de feroz competencia que acelera los procesos de innovación tecnológica haciéndolos cada vez más exigentes en tiempo y recursos para los países subdesarrollados.

Frente a ello, los sectores ligados al agro pampeano, las finanzas, las multinacionales y el puñado de industrias locales exportadoras (alimenticias, mineras, siderúrgicas) han sostenido un esquema liberal de apertura comercial, liberalización financiera, y endeudamiento para afrontar la restricción externa. El subdesarrollo tecnológico y la baja competitividad de muchas ramas industriales se resuelve, según estos actores, de manera sencilla: con menos industria. Aquellas ramas “ineficientes” que no pueden afrontar la competencia internacional y consumen las divisas generadas por el agro no tienen por qué ser protegidas. El eufemismo al que han recurrido para no decir ello de manera antipopular ha sido hablar de “sectores sensibles que deben reconvertirse”. 

La última dictadura militar (1976-1983) y el ciclo menemismo-Alianza (1989-2001) son ejemplo de dichas políticas y sus terribles resultados: endeudamiento externo inmanejable, desindustrialización, desempleo. Estas consecuencias son la que han hecho insostenible este otro modelo, cuando millones quedan en la calle y ya no hay prestamistas dispuestos a seguir financiando a un país reprimarizado incapaz de generar las divisas necesarias para devolver lo que pidió prestado.

Al otro extremo

En diciembre de 2015 el eterno péndulo argentino se movió una vez más de uno de sus extremos al otro. Una fuerza política que avanzó en el costoso y largo camino de la industrialización acrecentando el presupuesto y el rol del área Científico-Tecnológica, cedió el poder a otra que en apenas un año tomó decena de millones de dólares de deuda externa, quitó impuestos al agro y la minería mientras reduce el presupuesto a la Ciencia y Tecnología, abrió las importaciones y aumentó el desempleo, mientras le pide a ramas enteras de la industria que se “reconvierta”. 

Aunque se busque insistentemente desviar la atención pública con temas laterales, la historia argentina parece ser clara en enseñarnos lo que está realmente en conflicto desde hace décadas. ¿Acaso la apresurada búsqueda del nuevo gobierno por firmar tratados de libre comercio con la Unión Europea y los Estados Unidos, así como sumarse al área del Tratado Transpacífico, sea la forma de saldar definitivamente y por el propio peso de los hechos esta división al interior de nuestra sociedad? Pero si así fuera, ¿será socialmente sostenible esta vez el intento liberal? ¿se volverá en un futuro a levantar miles de fábricas y repatriar científicos a los que se les borró un horizonte claro y sostenido de desarrollo? ¿Cuántas veces puede un país subdesarrollado empezar de cero mientas el mundo sigue avanzando?.

* Licenciado en Ciencia Política UBA. Docente UTN.