Es sorprendente la frecuencia con que las películas se toman como propuesta moral, una pequeña fábula que se ofrece a lxs espectadorxs para que luego puedan debatir al respecto y tomar partido en cuestiones tan punzantes como “¿Está bien o está mal lo que hizo este personaje?”. “¿Lo tengo que entender o lo tengo que odiar?”. “¿Es malx o buenx?”. Como si el personaje fuera un vecino, o un primo lejano, importa más dictaminar su culpabilidad o inocencia que comprender cómo funciona dentro de una historia que lo excede y que tiene sentido. En esto Lady Macbeth, la película de William Oldroyd, se distingue por la construcción de una protagonista que genera empatía desde el primer minuto pero que, puesta a hacer una verdadera revolución (sangrienta) y tomar el poder en la casa de su marido, se va deslizando progresivamente hacia un personaje de villana. De hecho si las películas de época tuvieran precuelas y secuelas como las de superhéroes, la protagonista de Oldroyd podría ser una gran villana poderosa y despiadada, y Lady Macbeth la precuela que muestra cómo, en algún momento de la juventud, se convirtió en semejante tirana.
En esta que es la primera película de un director de teatro, la protagonista se llama Katherine y acaba de casarse con el dueño de una mina en el norte de Inglaterra al que ella le interesa poco y nada. Es evidente que el padre de flamante marido lo convenció de que tomara esposa y tuviera descendencia, pero las intenciones del hombre quedan claras desde la noche de bodas, cuando le ordena a Katherine que se saque el camisón, apenas le mira el cuerpo desnudo y a continuación se acuesta dándole la espalda. Lo que se percibe en esa escena con respecto a ella es todavía más significativo: es una verdadera esclava. ¿O qué otra cosa es un cuerpo que debe estar en disponibilidad absoluta para el amo? Katherine puede vestirse y desvestirse, dormir y salir a pasear, hablar o guardar silencio, solo cuando el marido y el suegro se lo permiten. El resto del personal de la casa, y hasta el cura del pueblo, forman parte de la misma cadena de control de una esposa que, pronto nos damos cuenta, lleva la existencia más insípida posible. Vestida y peinada por Anna, su criada negra, los días son una sucesión de poses y el matrimonio una puesta en escena en la que Katherine no existe más que como una muñeca de manitos cruzadas. Al menos hasta que una corriente de brutalidad, sexo y descontrol desatada por Katherine se apodera de la casa.
Filmada en el norte de Inglaterra, la película de William Oldroyd está basada en Lady Macbeth del distrito de Mtsensk, una nouvelle de Nikolái Leskov que transcurre en Rusia, aunque parece ambientada en Dinamarca y, al mismo tiempo, en ninguna parte más que el cine. Oldroyd eligió ambientar su película en 1865, año en que fue publicado el relato de Leskov, pero no tomó ninguna de las convenciones para representar la época y de hecho sus personajes, sobre todo Katherine (Florence Pugh), parecen increíblemente contemporáneos. El enrarecimiento de la época se debe en parte a que el director se inspiró –casi copió– las pinturas del danés Vilhelm Hammershøi (1864-1916), cuyos interiores despojados con mujeres retratadas de espalda generan una rara mezcla de domesticidad y distancia. Pero si los interiores son daneses, cuando Katherine atraviesa el umbral de esa jaula vidriada que es la casa parece ingresar directamente en los páramos de Cumbres borrascosas, ambientada en Yorkshire. Hay otra cosa que Lady Macbeth tiene en común con esta novela de Emily Brontë, a la que se consideró infernal: si en Cumbres borrascosas se despliega una historia familiar en el tiempo para mostrar, sobre todo en Heathcliff, bajo qué circunstancias se puede producir un tirano, Lady Macbeth comprime en 90 minutos un proceso parecido y deja abiertos algunos interrogantes, de los cuales el más actual quizás sea si es posible que una mujer lleve adelante una toma del poder sin convertirse en algo muy distinto a la idea de mujer que ese mismo orden le impuso.