Uno de los rasgos principales de la economía mundial en 2016 fue la crisis de la globalización. Como han dicho muchos historiadores, ésta viene de siglos, de la expansión primero mercantil y luego capitalista, pero desde la década de 1990 se quiso erigir en novedad con su formato neoliberal, de preeminencia financiera y, sobre todo, su poder de saqueo de bienes y dineros públicos para acumular y concentrar riquezas en detrimento de la inmensa mayoría de la población. Esa globalización es la que hoy está en crisis.

Vino teniendo éxitos notables en la transferencia o “derrame” de ingresos de abajo hacia arriba, en la recomposición de tasas de ganancia obscenas para los grandes capitales, en el refugio logrado en sus guaridas fiscales y en el retroceso de la fiscalidad de los Estados. Pero empezó a crujir. Al punto que ha puesto en cuestión la legitimidad de las propias democracias liberales, que si bien siguen siendo predominantes en Occidente exudan desencanto y frustración.

2016 fue pródigo en ejemplos, en especial en Europa, cuna del capitalismo y de esa forma de democracia. El triunfo del Brexit y la derrota de la reforma constitucional les costaron el puesto a los líderes de Gran Bretaña y de Italia. También cayeron los gobiernos de Islandia y Rumania por casos de corrupción pero ligados, en especial en el primer caso, a esta “globalización” y la revelación de los Panama papers, que en algunos rincones lejanos tocó el honor de las personas. El de España debió esperar meses y meses para formarse, y sólo lo logró por una nueva felonía de la “socialdemocracia”. En Francia, Holanda, Austria y Hungría sube sin pausa la extrema derecha.

A casi todos les cuesta cada vez más ganar la adhesión del electorado, salvo cuando mienten con alevosía para conquistar votos. David Cameron o Matteo Renzi perdieron sus referéndums a los cuales ellos mismos habían convocado. Igual les pasó, en América latina, al colombiano Manuel Santos con el acuerdo de paz con las FARC, que luego avanzó pero por otra vía, o al boliviano Evo Morales por la reforma constitucional, más allá de la influencia de la guerra mediática, ya sin límites de ningún tipo. Vino difícil la gobernabilidad en 2016. Gobernaron el desencanto y la deslegitimación de los líderes. Y desde luego la frutilla del postre fue el triunfo del “antiglobalizador” Donald Trump en Estados Unidos, contra Wall Street, los medios y el establishment (tres instancias que por cierto giraron inmediatamente hacia el candidato triunfante –y gran exponente neoliberal si uno mira su propia vida empresaria– luego de la sorpresa).

Tan tempranamente como en 1988 se publicó en Argentina el libro La desconexión, del egipcio Samir Amin, donde planteaba que frente a la ofensiva del capital globalizador, bien harían nuestros países en pelear por ciertos dispositivos de control local al menos de una parte del proceso de acumulación. En la década siguiente, desde la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Diana Tussie advertía sobre los riesgos de ruptura. Que en la década siguiente se dio, por ejemplo, en la triunfante lucha de resistencia contra, primero, en Europa, el Acuerdo Multilateral de Inversiones, y segundo, en las Américas, el ALCA, ambos instrumentos de profundización del saqueo. Recientemente, desde la Universidad de Buenos Aires y el Grupo Fénix, Mario Rapoport retomó la idea de la “desglobalización” en curso. 

2016 terminó con un crecimiento del comercio mundial de apenas 1,7 por ciento, según la OMC, el menor ritmo desde la crisis de 2008. Según el economista Alfredo Calcagno, de la UNCTAD pero de paso por Argentina, por primera vez el volumen del comercio crece menos que la producción, que lo hizo al 2,3 por ciento (la caída medida por divisas, dijo, es mayor, dada la caída de precios de bienes y servicios). Y el Banco de Inglaterra (banca central) dice que el volumen comerciado está alrededor de 17 por ciento por debajo de lo que estaría si hubiera mantenido el ritmo de su tendencia pre crisis. Proyectos como el TPP o el Trans Atlántico parecen naufragar. La propia OMC está empantanada hace años. Mercedes Marcó del Pont, de FIDE, también observa un retroceso en el proceso globalizador pero distingue: sólo lo comercial, no en lo financiero, que se agudiza. 

Muchos analistas comparan estos crujidos a las rupturas sistémicas de la década de 1930; vale recordar que ellas terminaron en la Gran Depresión y en una guerra mundial con millones de muertos. Y hay quienes advierten, ahora, de guerras comerciales o de monedas, también bélicas, que de hecho ya las hay y por doquier, sólo que no como formato “mundial” a la vieja usanza.

En un momento que es también de transición hegemónica hacia Oriente, que carga otros valores y otros formatos de “integración” y globalización, los escenarios parecen abiertos. Pero es difícil que en 2017 no continúe la tendencia rupturista. La aprovechan las posiciones más reaccionarias mientras la izquierda mundial y los movimientos de resistencia progresistas, que podrían aportar otra salida a la crisis, no encuentran cómo.