Goodbye, Philip, el último novelista vivo de una luminosa generación de escritores estadounidenses de la segunda mitad del siglo XX. La literatura se lo permitió todo: la impúdica e hilarante diatriba de su personaje Alexander Portnoy con su psicoanalista o el grito de un neurótico desesperado: “¡No dispare, soy un escritor serio”, de Nathan Zuckerman, un novelista que podría ser la cruza perfecta entre Peter Pan y Franz Kafka, un judío culto, angustiado y cómico a su pesar, una suerte de alter ego elevado a la enésima potencia porque parece más “real” que sus demiurgos, tan encantador como polémico, que apareció en novelas como las que integran la Trilogía americana –Pastoral americana (1997), Me casé con un comunista (1998) y La mancha humana (2000)– y también en La visita al maestro (1979), Zuckerman desencadenado (1981) y La lección de anatomía (1982). Lo que no le dio la literatura –o más bien la mezquindad de “voces autorizadas” que serán tragadas por el olvido– fue el Premio Nobel de Literatura. Quizá haya sido mejor así. Ahora está en muy buena compañía junto a “los sin Nobel” como Jorge Luis Borges, James Joyce, Kafka y Virginia Woolf, entre otros. Ha muerto Philip Roth, el martes por la noche en Manhattan, a los 85 años, a causa de una insuficiencia cardíaca.
Philip Milton Roth había nacido el 19 de marzo de 1933 en Newark (Nueva Jersey), la mayor de las ciudades al otro lado del río Hudson que muchos años después, en la década del 60, sería uno de los escenarios de la confrontación racial. Era el segundo hijo de Herman y Bess Roth, una familia judío-estadounidense que había emigrado de la región ucrano-polaca de Galitzia. Después de la educación secundaria, Roth fue a la Universidad de Bucknell, donde comenzó un doctorado en Filosofía que nunca terminó. Cambió de rumbo y se fue a la Universidad de Chicago, donde alcanzó una maestría en literatura inglesa y comenzó a enseñar escritura creativa. En Chicago conoció a Saul Bellow (1915-2005), a quien admiró con devoción y de quien fue amigo –“a diferencia de aquellos como nosotros que arribamos al mundo aullando, ciegos y desnudos, Mr. Roth aparece de entrada con uñas, pelo, dientes, hablando coherentemente y escribiendo como un virtuoso”, afirmó Bellow– y a Margaret Martinson, quien se convertiría en su primera esposa, una mujer a la que se la definió –cultura de machos alfa mediante– como inestable y colérica, que no controlaba sus emociones, bebía mucho y era una mentirosa compulsiva. Lo cierto es que fue una relación destructiva en la que hubo un intento de suicidio de ella y necesidad de psicoanalizarse por parte de él para superar los traumas que le dejó ese matrimonio que se extendió entre 1959 y 1963, años que coinciden con la publicación de la novela corta y los cinco relatos de Goodbye, Columbus (1959) –con el que ganó el prestigioso National Book Award en 1960– y su primera novela Deudas y dolores (1962). Esta experiencia inicial dejó una marca indeleble que fue capitalizada a través de varios personajes femeninos del escritor como Maureen Tarnopol en Mi vida como hombre (1974) y Mary Jane Reed en El mal de Portnoy (1969).
Nadie como Roth para tensar las fronteras entre la realidad y la ficción. Las tensiones estallarían para desplegar un halo de polémica que siempre acompañaría al escritor. El tratamiento sarcástico de la sexualidad de Alexander Portnoy, un masturbador compulsivo obsesionado con su madre, puso en pie de guerra a un grupo de rabinos que lo acusaron de antisemita. Las feministas lo criticaron por ser un flagrante misógino. Hacer “la gran Roth” sería amotinarse para continuar demostrando en el campo de batalla de la escritura –una lucha a brazo partido que abandonó en 2012, cuando anunció para asombro de muchos que ya no tenía nada más que escribir– que “la literatura no es un concurso de belleza en el plano moral”. El escritor estadounidense fue “feo, sucio, malo e irreverente”. El New Yorker calificó a El mal de Portnoy como “uno de los libros más sucios jamás publicados”. Empujó tan lejos el elemento cómico y escribió ese monólogo en un tono tan subversivo y “confesional” –acaso influido por la lectura de J. D. Salinger– que causó un profundo escándalo en la sociedad norteamericana. Casi de la noche a la mañana, el escritor se convirtió en alguien famoso a quien los lectores increpaban por la calle, confundiendo escritor con personaje: “¡Eh, Portnoy, déjatela en paz!”. Después le ocurriría lo mismo con Nathan Zuckerman.
Claudia Roth Pierpont, periodista y biógrafa del escritor, autora de Roth desencadenado, ha leído todos los libros de Roth, dos veces por lo menos cada uno, y cuenta que no entiende por qué lo califican de misógino. “Es cierto que contienen descripciones sexuales masculinas muy honestas, pero en ellos también encuentras grandes personajes femeninos”, opina la biógrafa, que se considera feminista. “Las novelas de Roth están llenas de personajes femeninos que son terribles y divertidos, pero también de personajes masculinos que son igualmente terribles y divertidos. A veces pienso que esa acusación proviene más del mundo en el que vivimos que de los libros. Me recuerda a las acusaciones que recibieron sus primeros trabajos por parte de la comunidad judía, que por aquel entonces estaba muy nerviosa y no aceptaba las bromas porque en aquel momento se encontraba en una posición demasiado vulnerable. Eran los 50 y los 60, la guerra y algunas experiencias terribles quedaban demasiado cerca y la sensación general era que la ropa sucia se lava en casa. Con las críticas de las mujeres creo que pasará algo parecido. Sus personajes femeninos no son santas, pero es que Roth no sería un buen escritor si sus personajes fueran unos santos”.
Harold Bloom –que aseguró que el chorro de creatividad de Roth es “casi shakespeareano”– lo incluyó en una suerte de Olimpo de la literatura estadounidense junto a Don DeLillo, Thomas Pynchon y Cormac McCarthy, tres narradores que ya han superado los 80 años. “En términos de diseño total y de inventiva y de originalidad, creo que Philip es lo que está más cerca de lo mejor”, subrayó Bloom. Más allá de esta especie de unción canónica, el héroe de Newark construyó su apabullante obra con la convicción de que desde el territorio omnipresente de la ficción podría abarcarlo todo: la gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial, el macartismo, la hipocresía moral, la paranoia colectiva, los ideales americanos y la traición, el fanatismo político, la identidad personal, la familia y el sexo. Aunque quizá sea una empresa inútil intentar capturar el estilo literario de Roth, seguramente se podría establecer una especie de núcleo duro de coincidencias en torno a una cuestión: la inmersión de lo literario en la realidad, que encarna en Nathan Zuckerman, ese alter ego que en un juego de metaficción es creado por otro alter ego, Peter Tarnopol de Mi vida como hombre. Lo más significativo es que Zuckerman no es el foco narrativo unívoco donde se refugió Roth, sino que devino una suerte de catalizador polivalente a través del cual otros exponen sus historias. Lo eligen a él para que sea el narrador. Rodrigo Fresán propone una certera interpretación cuando reseña la reedición de Zuckerman encadenado: “De ahí que no sea arriesgado afirmar que Roth se encuentra a sí mismo recién cuando encuentra a Zuckerman. Y que estas primeras entregas funcionan como una educación sentimental y cerebral no sólo de un personaje, sino, también, de la persona que mueve sus hilos a menudo confundiendo vida y obra en pos de lo que el mismo Roth definió como ‘la creación de espejos del yo’”. No viene mal recordar que la importancia de Zuckerman excede incluso las páginas que escribió el estadounidense. Hay un breve cameo intertextual de Zuckerman en El suelo bajo sus pies, novela del británico Salman Rushdie. En esos “espejos del yo” se reflejan, como en un loop visual inconcluso, un Zuckerman que es Roth y un Roth que es Zuckerman. En Engaño (1990), probablemente una novela “menor” si la compara con otras, hecha en base a diálogos, un escritor llamado Philip que escribe un libro de un tal Zuckerman y tiene un relación con una dama inglesa con la que mantiene los diálogos, hay quizá una “declaración de principios” literaria: “El capricho es lo que hay en el fondo de la naturaleza de un escritor, exploraciones, fijaciones, aislamiento, malignidad, fetichismo, austeridad, frivolidad, perplejidad, infantilismo, etcétera. La nariz en la costura de la prenda interior… ésa es la naturaleza de la vida del escritor”.
Roth hundió la nariz en la costura de la prenda interior del sueño americano para pulverizarlo, como lo hizo en la excepcional Pastoral americana, y ganó el Premio Pulitzer en 1998. El “Sueco” Seymour Levov, el protagonista de la novela, es el paradigma del triunfador, un excelente atleta que se casó con una Miss New Jersey 1949, con quien tuvo una hija, Merry, una joven tartamuda que en 1968 se une a un grupo político opuesto a la intervención norteamericana en Vietnam. ¿Qué sucedió para que Merry cometiera tres asesinatos? La pregunta martiriza al Sueco: “¿Odiar a Estados Unidos? ¿Por qué? Él vivía en Estados Unidos como vivía dentro de su piel. Todos los placeres de sus años jóvenes fueron placeres norteamericanos, su éxito y su felicidad fueron norteamericanos, y no tenía necesidad de seguir manteniendo la boca cerrada sólo para reducir el odio de su hija ignorante. Qué solitario se sentiría sin sus sentimientos norteamericanos”. Roth incurrió en la insoportable corrección política, en La mancha humana, una de las peores epidemias de principios de este siglo, para narrar cómo se resquebraja la reputación de Coleman Silk, un profesor maduro y culto que pregunta si dos de los estudiantes que suelen faltar se han desvanecido como “humo negro”. La expresión poco afortunada es convertida en un ataque racista por uno de los estudiantes y desata un calvario sobre Coleman que lo hunde en la destrucción. Roth hundió su nariz en el duelo intolerable que implica ser testigo de la agonía y la muerte de su padre en Patrimonio (1991). Roth hundió su nariz en las regiones más oscuras de las experiencias humanas, como en La conjura contra América (2004), donde explora lo que hubiera pasado con una familia de origen judío como los Roth si en las elecciones de Estados Unidos un candidato republicano filonazi, antisemita y aislacionista, como el popular aviador Charles A. Lindbergh, le hubiese arrebatado la victoria a Franklin D. Roosevelt en 1940.
Cómo no acordar con Eduardo Lago cuando advierte que “de Philip Roth se podría afirmar lo que dijo Borges a propósito de Quevedo: ‘No es un escritor, es una literatura’”. Una literatura que segregó más de treinta libros y se despidió con Némesis (2010), la última novela que publicó, que transcurre durante la epidemia de polio que asoló a Estados Unidos en 1941. En 2011 ganaría el Man Booker International por el conjunto de su obra y en 2012 obtendría el entonces llamado Príncipe de Asturias de las Letras –hoy rebautizado Princesa de Asturias–, el mismo año en que anunció que dejaría de escribir. No pudo asistir a la ceremonia en Oviedo por una operación en la columna vertebral. Pero envió unas palabras de agradecimiento. “Soy un escritor estadounidense. La historia de los Estados Unidos, las vidas estadounidenses, la sociedad estadounidense, los lugares estadounidenses, los dilemas estadounidenses –la confusión, las expectativas, el desconcierto y la angustia estadounidenses– constituyen mi temática, como lo fueron para mis predecesores estadounidenses durante más de dos siglos. ¿Qué pueden significar mis historias estadounidenses para los lectores españoles? ¿Cómo puede mi retrato de la vida de los estadounidenses en novelas mías como Pastoral americana, Me casé con un comunista o La mancha humana competir con la representación estereotipada, excesivamente simplificada de los Estados Unidos que nubla la percepción de mi país en casi todas partes? ¿Puede una obra de ficción estadounidense –escrita por mí o por cualquiera de mis más que dotados contemporáneos– penetrar en una mitología de los Estados Unidos que está arraigada, en tantos ámbitos, en una acérrima animadversión política? –se preguntaba Roth–. Me imagino que la concesión de este premio –así como su concesión varios años atrás a mi amigo estadounidense Paul Auster– sugiere una esperanzadora respuesta afirmativa. Sí, una obra de ficción estadounidense seria es, efectivamente, capaz de atravesar la ignorancia, la mentira y la superstición sin sentido que generalmente se combinan para mantener a raya la enorme densidad de la verdadera realidad estadounidense. ‘¡Mira’, puedo decirme ahora, ‘hay algún lugar donde he conseguido hacerme comprender!’ Y si ese fuera el caso, nada me haría más feliz”.
Roth era el último de los gigantes de las letras americanas del siglo pasado –junto a Bellow y John Updike (1932-2009)–, una figura central de la narrativa judía-estadounidense al lado del propio Bellow, Bernard Malamud (1914-1986) y Norman Mailer (1923-2007). En 2012 anunció una decisión que había madurado dos años antes: tomó conciencia de que había dado lo mejor de sí y que no volvería a escribir. “Ya no poseía la vitalidad mental, ni la energía verbal o la forma física necesarias para construir y mantener un largo ataque creativo de cualquier duración sobre una estructura tan compleja y exigente como una novela”. Entonces eligió una frase para pegar en su computadora: “La lucha con la escritura ha terminado”. En enero de este año se publicó la última entrevista que le hizo Charles McGrath en The New York Times. Todavía no había cumplido 85 años. “Dentro de unos meses dejaré la vejez para entrar en la vejez profunda y adentrarme cada día un poco más en el temible Valle de las Sombras. Me asombra encontrarme todavía aquí al final de cada día. Cuando me acuesto por la noche, sonrío y pienso: ‘He vivido un día más’. Y vuelve a ser asombroso despertarme ocho horas después y ver que ha llegado la mañana del día siguiente y sigo estando aquí. ‘He sobrevivido otra noche’, y la idea vuelve a hacerme sonreír”, comentaba el escritor que arremetió contra el presidente Donald Trump. Nadie podría haber previsto la “catástrofe” que vive su país, “la commedia dell’arte de un bufón presumido”. Ni siquiera Charles Lindbergh de La conjura contra América es comparable con el actual presidente. “Trump es un fraude masivo, la suma malvada de sus deficiencias, vacío de todo, salvo de la ideología hueca de un megalómano –argumentaba Roth–. Qué naíf fui al creer en 1960 que era un estadounidense que vivía en tiempos ridículos”.