Para los más informados, la política económica implementada por la Alianza PRO no fue una novedad, aunque sí probablemente su intensidad y falta de oposición. Lo que sí sorprende, en cambio, quizá porque para la política y la economía el marketing permanente no era el estándar, es la persistencia en el discurso público del “reino del revés”. Nada, absolutamente nada, es como se relata. Empezando por las ideas fuerza de campaña.

“Unir a los argentinos” parece una broma de mal gusto frente a la realidad de un gobierno revanchista cuya práctica cotidiana es la estigmatización y la persecución mediática y judicial de los funcionarios precedentes. Las arengas contra “la grieta”, o el viejo “Argen y Tina”, no cuadran con el encarcelamiento arbitrario de opositores. La exaltación de la República, choca de frente con el avasallamiento de la división de poderes –de Morales a los vetos presidenciales, de Bonadío a Ercolini, de Sáenz a Marijuan– y con el desdén frente a los reclamos de los organismos internacionales de derechos humanos.

En el gobierno de los ricos, “pobreza cero” pertenece al ranking del absurdo. Los números del propio Indec eximen de mayores comentarios. El 32,3 por ciento de pobres de la última medición oficial significó una suba de 4,3 puntos respecto al 28 por ciento que se registraba en noviembre de 2015. Siguiendo al investigador Daniel Schteingart, si en 2002 se hubiese aplicado la misma y súper exigente canasta del Indec macrista, la pobreza habría sido del 67 por ciento.

Finalmente, el tercer leitmotiv, “combatir al narcotráfico”, fue apenas un componente exitoso del ardid de campaña contra el principal oponente en la provincia de Buenos Aires, como quedó judicialmente demostrado esta semana. Ello suponiendo que un resultado generado por el viciado Poder Judicial, que este año alcanzó la degradación institucional de la invención sistemática de causas contra opositores, significa todavía algo.

Pero el reino del revés discursivo alcanza grados máximos en la economía. Por un lado porque la persecución mediático-judicial sirve para desviar la atención de la catarata de números negativos de la economía, por otro; porque también se mantiene el debate sobre si la fuerte recesión fue el resultado de la mala praxis o si se buscó deliberadamente inducirla para legitimar el nuevo endeudamiento público externo y las potentes transferencias desde los asalariados a las clases altas. Una vía para superar las dudas es concentrarse directamente en los resultados de los agregados más tradicionales.

Entre los picos de inconsistencia entre discurso y resultados se encuentra la inflación. Cualquiera sea el número oficial final de 2016 se descuenta que rondará el 45 por ciento, cifra que es inevitable comparar contra el 27 de 2015 o el 23 de 2014 (según cifras de Cepal). En el mejor de los casos, entonces, la inflación del primer año de la Alianza PRO superará por alrededor de 20 puntos a la de los últimos dos años del gobierno anterior, resultado que convive con un discurso de campaña según el cual no había “nada más fácil que bajar la inflación” y que descartaba el traslado a precios de la devaluación. Estos dislates podrían quedar como un error de predicción más, sin embargo para el discurso oficial “la lucha contra la inflación fue un éxito”. El argumento es que después de un año las subas de precios se habrían frenado, algo predecible tras las fuertes caídas salariales reales y la estabilización cambiaria sostenida con endeudamiento y entrada de capitales, pero que no proyecta a 2017 niveles por debajo del promedio de 2014 y 2015.

Otra transmutación entre discurso y resultados se encuentra en dos agregados clave, el consumo y la inversión. Según el relato PRO todas las medidas “dolorosas” tenían por objetivo principal mejorar las condiciones de la inversión productiva para, luego, avanzar al crecimiento genuino y la generación de empleo de calidad; la trillada fraseología neoliberal jamás validada por los hechos. La realidad sí comprobó el “dolor” sobre los salarios y el consumo, pero no las promesas sobre la inversión y el crecimiento. Los ingresos de los trabajadores formales se contrajeron alrededor del 8 por ciento y el de los informales entre el 14 y el 18, según las fuentes. De acuerdo al balance del ITE de la Fundación Germán Abdala, en noviembre el consumo privado alcanzó un pico de caída del 5,5 por ciento, con un acumulado anual del 3,3 en los primeros once. Como prevé la (buena) teoría, la inversión acompañó al comportamiento del consumo. En octubre se retrajo un impresionante 8,6 por ciento interanual, 8,0 por ciento en los primeros diez meses. En el gobierno del Plan Belgrano, “el más ambicioso programa de obras públicas de las últimas décadas” durante la campaña electoral, la construcción se retrajo el 13,1 por ciento entre enero y noviembre. La sumatoria abrumadora de indicadores negativos se tradujo en una disminución de la actividad económica del 3 por ciento para los primeros once meses, pero como cuadra a todo proyecto neoliberal, con una contracción mayor en la industria: 4,9 por ciento. La recesión también se expresó en los indicadores laborales. En el tercer trimestre el desempleo total había saltado al 8,5 por ciento, pero sumaba 10 puntos en el Gran Buenos Aires, asimetría extendida a los principales núcleos urbanos del país, como Rosario y Córdoba.

El discurso del revés también sostenía que la devaluación y la quita de retenciones harían explotar las economías regionales, pero el resultado fue poco visible para el comercio exterior. Las ventas se mantuvieron relativamente estables, cayeron apenas el 0,4 por ciento hasta noviembre, lo que en un contexto recesivo, significó dos cosas: que se vendió afuera mucho de lo que no se consumió internamente y que se liquidaron stocks acumulados en 2015 a la espera del cambio de políticas. Más en línea con la caída global de la actividad estuvo el comportamiento de las importaciones, que disminuyeron el 7,5 por ciento, pero alterando su composición: más bienes de consumo final y menos de capital e intermedios.

¿Era necesario provocar semejante deterioro de los indicadores? ¿Se trató de la corrección de los “desequilibrios heredados”? ¿Fue sólo mala praxis? ¿Fue para provocar transferencias desde el trabajo al capital? Las respuestas soplan en el viento.