Como esos juegos de ingenio en el que dos clavos retorcidos sobre sí mismos sólo pueden ser separados a partir de un movimiento secreto, tan delicado como preciso, así es el cine de Wes Anderson. De apariencia simple pero de una complejidad difícil de asimilar, alcanza con descubrir los sencillos mecanismos que impulsan sus películas, escondidos a la vista de todos, para aceptar sus virtudes y ser cautivados para siempre. Se trata de mecanismos de orden estético que, sin embargo, tienen su sostén más firme en lo emotivo, en las redes sensibles que signan los vínculos del amplio espectro de sus personajes. Todo eso vuelve a ser parte de Isla de perros, su noveno trabajo y segundo realizado con la técnica de animación cuadro por cuadro, que es a la vez una fábula, una comedia naïf, un cuento infantil y una reflexión sobre lo que significa ser humano, pero a partir de una película de aventuras protagonizada por una jauría de perros abandonados y un nene de 12 años.
Construida sobre un sentido del humor de pequeños gestos que va de lo delicadamente ácido a una ingenuidad sobreactuada (pero nunca forzada), y una inteligencia minimalista que no necesita de movimientos ampulosos para quedar en evidencia, Isla de perros transcurre en un Japón ligeramente futurista. Ahí, en la ciudad de Megasaki, todos los perros han sido desterrados a raíz de una epidemia que las autoridades temen pueda expandirse a los humanos. Claro que detrás de esta decisión en realidad hay una conspiración de origen ancestral, que incluye dinastías amantes de los gatos, guerras míticas y niños samurai, y que en el presente de la película involucra a la política, la ciencia y hasta la yakuza, la mafia japonesa. Abandonados en la misma isla a donde se envía la basura, un grupo de machos alfa sobrevive disputando con otras manadas los restos de comida que hallan entre los desperdicios, hasta que la accidentada aparición de un chico que llega para buscar a su mascota vuelve a contactarlos con el mundo que perdieron.
Hay algo del orden de lo plástico y lo musical en la forma en que Anderson compone sus relatos e Isla de perros no es la excepción de la regla. En este caso el ya no tan joven director, nacido en 1969 en Houston, Texas (igual que Richard Linklater, cuyas películas no por casualidad exhiben una sensibilidad en muchos puntos análoga a la de Anderson), aprovecha las herramientas de distintas tradiciones artísticas del Japón para volver a construir un universo híper estilizado, pero que nunca se cierra sobre sí mismo. De modo que si por un lado la película le saca provecho a recursos como la percusión taiko, la poesía haiku, el teatro kabuki, la pintura tradicional nipona (o nihonga) e incluso al manga, el animé y el cine japonés, por el otro no deja de ser un relato de características reconociblemente occidentales. Un mash–up que, es cierto, también dialoga explícitamente con la hibridez de la cultura japonesa contemporánea.
Como ocurre con Ready Player One, último trabajo de Steven Spielberg, Isla de perros incluye un juego de referencias que en lugar de concentrarse en la cultura pop de los años ‘80 se mueve sobre la cultura japonesa. Así es posible reconocer en la figura del alcalde Kobayashi los rasgos de Toshiro Mifune o en los nombres de ciertos personajes secundarios hallar homenajes a distintas personas o instituciones japonesas muy reconocibles en occidente, como Kitano (por el director Takeshi ídem) o Toho (por los famosos estudios de cine homónimos). O directamente Yoko Ono, que es como se llama una ayudante de laboratorio cuya voz interpreta, claro, la propia viuda de John Lennon. A diferencia de Spielberg, Anderson no convierte a este juego referencial en protagonista de su película, sino que apenas es uno más de los recursos que despliega con un gran sentido de la oportunidad.
Pero esta compleja e ingeniosa estructura tiene su motor en ese rat pack canino que Anderson construye dentro de los límites inexpugnables de la isla, demostrando otra vez una solvencia notable en el manejo de las estructuras narrativas. A partir de un sencillo juego de inversión el director consigue que la parte humana del relato recaiga sobre ese grupo increíble de perros, haciendo que los hombres (o la sociedad humana) cargue con la parte más bestial. Sin ello, la compleja ingeniería estética de Isla de perros no sería más que una cáscara vacía.