Algunos años después iba a leer esa idea tan justa con que Simmel define la aventura: una experiencia que se desprende del contexto de la vida, como un trozo de existencia que flota más allá de la totalidad. Sin embargo, a mediados de los ‘80, y como todo buen niño, yo no necesitaba definiciones: la aventura aparecía a cada paso, quebrando el continuum de mi vida. Bastaba con ver cualquier película para que una íntima e inevitable maquinaria de traducción empezara a reconfigurar mi espacio alrededor y a transformar los almohadones en rocas escarpadas, la cama en balsa a la deriva y la mesa del living en búnker de guerra.   

Por entonces, mi hermano mayor había egresado del secundario y estrenaba su primer trabajo. Un tío había tenido el impulso pionero de incursionar en un rubro novedoso: Videoshow fue el segundo de su especie por estos lares. Recuerdo haber acompañado a mi hermano en varias oportunidades y me animo a decir que en sus inicios el videoclub implicaba un rito bastante esforzado, tanto para el negocio como para los clientes. 

Como si el pasado fuera una especie menor del presente, la evocación de aquel local revela cierto lejano candor. La película original en VHS era importada: difícil de conseguir, su costo era tan alto que recién se compensaba alquilándola sesenta veces. El cliente firmaba un remito donde se anotaban a mano los títulos que llevaba. Las multas por día de retraso en la devolución no eran para nada económicas. Imágenes de clásicos del cine ilustraban las paredes y detrás del mostrador los estantes acumulaban decenas de filmes en sus respectivas cajas originales (las cintas “triple x” convivían con las otras a una altura bien distante de la mirada infantil… cerca del cielorraso). 

Fue la época en que las caseteras comenzaban a traerse desde Miami. En Videoshow un par de esos artefactos cumplían requisitos indispensables. Por un lado, rebobinaban los videos que más de un desaprensivo devolvía por el final (un avatar primigenio del spoiler). Por otra parte, los aparatos del local solían pasar películas de fondo (con sus kilométricos trailers sobreexplicados) o satisfacer el pedido de algún cliente que quería “catar” la película mirando un fragmento (no fuera cosa que la llevara habiéndola visto ya…). Eran furor las comedias de Dudley Moore, Eddie Murphy y Goldie Hawn, y también las de Woody Allen. Era la vuelta de la democracia y la avidez por ver films como Salvador o Bajo fuego, y la filmografía de Costa Gavras.

La competencia por entonces era tan escasa que el videoclub podía darse el lujo de cerrar los fines de semana. Esto permitió que por un tiempo mi hermano fuera para mí la encarnación misma del cine. Cada sábado llegaba con una Noblex prestada: gigantesca, con detalles en símil madera, teclas varias y carga de casete por la parte superior. Y una pila de películas para todos los perfiles de la casa.

Entre esas cintas, había una en particular que debo haber visto un centenar de veces: BMX Bandits, o más conocida como Los Bicivoladores, película australiana de 1983 dirigida por Brian Trenchard-Smith, y que contaba en el elenco con una joven Nicole Kidman, protagonista de su primer rodaje con tan sólo 16 años. El argumento narraba la peripecia de varios púberes ciclistas contra una banda de ladrones de bancos. Una excusa caprichosa para mostrar piruetas y playas paradisíacas.  

En medio de la estridente culminación del film, unas palabras escritas en rabioso amarillo explicaban que las escenas peligrosas estaban actuadas por profesionales. Pedían expresamente –en un idioma que por suerte yo desconocía– que los pequeños espectadores no imitaran las destrezas de sus héroes. Es decir, pedían un imposible que me ocupé de ignorar por largo trecho, desafiando la gravedad en cada desnivel que regalaba por entonces la castigada vereda de la avenida Canning. 

Mis amigos y yo soñábamos despiertos: mientras las BMX fueran un anhelo lejano y costoso, conseguimos a fuerza de voluntariosa imaginación, tornar nuestras sólidas bicicletas de paseo en raudos velocípedos. Nuestros intentos replicaban pesadamente las proezas de aquellos jóvenes australianos que se batían con el aire tras ascender como saetas las lodosas lomas de un circuito de bicicross. La infatigable carrera contra lo real sólo se detenía de forma esporádica, interrumpida por rencillas menores en las que alguna vecina entrada en años polemizaba sobre el riesgo que implicábamos para su vida. Por suerte, mi tía Sara solía custodiar de manera poco diplomática la salud de nuestra aventura y así conseguimos en poco tiempo transformarnos en el terror del barrio. Obligamos finalmente a todos los “realistas” a desviarse: conquistamos una vereda –lo que no es poco–, y de a poco nos fuimos calmando. Nos calmamos con los años hasta que el tiempo nos empezó a obligar a nosotros mismos a cruzar tristemente de calle para salvaguardar la vida. Pero quién nos quita la experiencia de haber sido remedo dignísimo de los bicivoladores, bólidos en medio de una jungla de cemento. Quién nos quita haber hecho de la vida, aunque sea por un tiempo, la película que tanto nos gustaba. Siempre estaré agradecido por eso a mi hermano y a la Noblex con botonera, aquel artefacto antediluviano que supo lanzarme a buscar la velocidad de lo soñado incluso a costa de caídas y raspones. 

Hoy pervive en mi casa, desenchufada, debajo de un mueble y en quieto silencio, una casetera que de vez en cuando amenazamos con descartar. El único integrante de la familia que aún la protege de su total obsolescencia es mi hijo menor: gatea hasta su abertura frontal y le introduce feliz pequeños juguetes que nunca vuelven. Será una forma que ha encontrado el azar de devolverle al viejo VHS un poco del juego que supo darnos otrora.


Mariano Saba nació en Buenos Aires en 1980. Es doctor en Letras (UBA) e investigador asistente de Conicet. Egresado de la Carrera de Dramaturgia de la EMAD, escribió junto con Andrés Binetti la Trilogía Argentina Amateur (48/33/10), constituida por La patria fría, Después del aire y Al servicio de la comunidad. Por Madrijo recibió el Premio Germán Rozenmacher de Nueva Dramaturgia en 2011 y con Lógica del naufragio obtuvo  el primer lugar en el Concurso Nacional de Obras de Teatro (INT) en 2012. Fue asistente de dirección de Ricardo Bartis en La máquina idiota. Actualmente dirige Remar, a estrenarse en abril de 2017 en el Sportivo Teatral.