Tanta remoción de recuerdos casi que lo obligan a aferrarse a ese objeto tangible que le cala las emociones. “Esperame un poquito”, pide varias veces. Por momentos parece una necesidad más suya que de ningún otro. “¿Dónde lo puede haber guardado?”, se interroga a sí mismo en voz alta. Podría describirlo de memoria, pero precisa palpar ese elemento que le eriza la piel. Quiere preguntarle a su esposa, pero se advierte que ha salido. Le consulta a uno de sus hijos, pero no obtiene la respuesta deseada. En medio de la búsqueda James Cantero se confiesa desde el otro lado del teléfono en la charla con Enganche: “Otras veces me han llamado y me he negado, pero alguien me dijo que Eduardo publicaba en Página 12. Por eso acepté la charla”.
Eduardo es Galeano y su vínculo con Cantero estaba destinado, como le gusta decir a este último. “James Cantero, uruguayo como yo soy, jugador de fútbol como yo hubiera querido ser, me escribió una carta, en el año 2009”, reza el inicio del relato que el escritor publicó en “El cazador de historias” para resignificar el nombre del hoy ex futbolista radicado en Murcia. Porque Cantero no ganó ningún Mundial, pero logró emocionar a Galeano tanto como Obdulio Varela.
El hilo rojo entre el futbolista y el escritor comenzó a desovillarse en 1988, en plena guerra civil del Chalatenango, en El Salvador. Cantero, un trotamundos del balón, jugaba por entonces en Cojutepeque y conoció allí a un militar hincha del club –a quien prefiere mantener en el anonimato– que un día lo invitó a su casa y le hizo un regalo muy especial: un ejemplar de “Las venas abiertas de América Latina” agujereado por un disparo de bala que lo atravesaba de lado a lado, justo por el centro.
–¿Cómo llegó ese libro a manos del militar?
–Él había sido parte de un operativo en un enfrentamiento con el FMLN (N.d.R: Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional). Al revisar la mochila de un guerrillero asesinado, un joven que no pasaba los 20 años, le llamó la atención que lo único que llevaba era ese libro, nada más. El chico había muerto por ese disparo. Se sorprendió y se quedó con el ejemplar. Y me lo regaló por ser uruguayo como Galeano, por ninguna otra razón en particular, pero te voy a contar algo textual que me dijo y todavía recuerdo. Me relató que el enfrentamiento fue “en el crepúsculo matutino”. Fue al amanecer. Nunca me olvidé de esa frase.
–Antes de entregarle ese libro a Galeano, lo tuviste 21 años con vos. ¿Sabías que algún día se lo harías llegar?
–Para nada, qué va, qué va. Lo tenía y nada más. Después de El Salvador me fui a jugar a Costa Rica, y de ahí me vine a España. Y luego a Perú, México, Arabia. Y siempre lo llevé porque era una cosa muy personal. Lo que ocurrió es que un día veo en las noticias que Galeano está en Madrid. Yo después de retirarme me hice agente de jugadores y representaba a Miguel Pardeza, que jugó en Real Madrid y fue capitán del Zaragoza. En ese momento, Pardeza era Director Deportivo del Real Madrid y me había dicho que Valdano tenía amistad con Galeano. Pero Pardeza no logró hablar con Jorge y entonces conseguí el fax a través de un amigo. Le escribí una carta contándole la historia y Helena, la esposa de Eduardo, me llamó a casa. Finalmente pude entregarle el libro en Sevilla y la primera vez que lo vio casi se cae de espaldas, no lo podía creer, estaba emocionado y agradecido. Él además estaba muy familiarizado con todo lo ocurrido en El Salvador. Había estado en el monumento que les hicieron a los caídos y conocía bien la historia del arzobispo Óscar Arnulfo Romero, de los jesuitas. Se lo di en una cajita transparente de esas que se usaban para VHS y así lo guardó. Desde entonces, forjé una buena amistad con Eduardo. Siempre me dijo que lo que más le impresionó a él fue la cantidad de tiempo que tuve el libro y los lugares por donde lo llevé.
Cantero reflexiona sin parar, como si los recuerdos –“del latín re-cordis, volver a pasar por el corazón”, al decir de Galeano en su preámbulo de “El libro de los abrazos”– se agolparan en su boca para emerger con frescura y la más uruguaya de las tonadas. “Lo bueno –discurre– hubiera sido que el libro salvara a este chico. Es un libro gordo. La bala lo perfora en el centro además, no en una esquina, ¿sabés? Está partido, pero unido, y está unido porque está fundido. No se puede leer. Como que la bala lo dejó remachado, pero está partido. Lo agujereó y lo partió. Es una bala potente, grande”. Y continúa, con un relato cautivador: “La verdad que la historia tiene un encanto. Yo podría haberme quedado el libro, pero creo que Eduardo era merecedor. Y después de conocerlo bien, claro que era merecedor. Ese libro le pertenecía. Él lo tenía como un tesoro y yo sé que Helena lo guarda muy bien. Una vez, yo estaba en Buenos Aires y entré a una librería en la calle Corrientes. Y estaba lleno, repleto de libros de Galeano. Entonces lo llamo para contarle y de paso preguntarle si algún día podríamos vernos porque esa misma noche yo llegaba a Montevideo. ¿Y sabés lo que me dice él? “Llegás y nos vamos a comer raviolones al Café Bacacay, ahí frente al Teatro Solís’. Y fuimos. El afecto era recíproco. Eduardo no tenía tiempo para nada, se quejaba de que le faltaba tiempo para escribir. Siempre lleno de compromisos. Sin embargo, le digo que llego y me va a buscar para ir al café. Estuvimos hasta que cerró, 3 o 4 de la mañana”.
–¿Seguís en contacto con Helena?
–Sí, seguimos. De hecho, tengo pendiente ir a su casa cuando vaya a Uruguay. Bellísima persona también y muy afín siempre a las ideas de Eduardo. A ella también le impactó mucho la historia. También, siempre me escribe un amigo de él, Daniel Weinberg, que es argentino y me cuenta cómo van las cosas.
Lo que James no necesita que le relaten es un detalle de Eduardo que aflora con la naturalidad de un suspiro que enseguida se convierte en sonrisa: “Él llevaba siempre un block pequeñito y un lápiz de grafo. No bolígrafo, sino lápiz. Lo sacaba y tomaba nota con letra pequeñita. De todo lo que le parecía interesante. Yo soy el quinto máximo goleador histórico de Murcia y sin embargo nunca hablaba de estas cosas con él. Charlábamos de fútbol, de lo que hago ahora, pero nunca de cuando era jugador. Siempre de otras cosas, de sus perros. Él amaba a sus perros, los adoraba. Eduardo era un crack. Un tipo que tenía mucho que decir. Fue un placer haber sido su amigo”.
“Esperame un momentito a ver si está por aquí. Ay, ay, ay. Es que me estoy mudando. Mi esposa ya vació todo lo de arriba y lo estamos poniendo en cajas. ¿En la estantería? No, abajo no está. ¿Pero en la estantería? ¡Ah, contra la pared, en la caja de cartón alta! Perdoname, es que me están guiando acá, ya casi está. Si me quedo sin señal es porque bajé un poco, pero aguardame en línea. ¡Ya los encontré! Esperame, están en el fondo de la caja. Momentito, eh. ¡Aquí está, mirá!”. Siete minutos y medio después de que inició la exploración por toda la casa, la voz de James irradia un genuino orgullo que antecede a la dedicatoria con la que Eduardo lo conmovió en el libro “Espejos”: “Estos espejos quieren verse en ti y que tú te veas. Ellos te llevan mi abrazo y también mi gratitud por el mejor regalo que recibí en mi vida”.