El responsable del cero más glorioso de la historia educativa de mi sobrino menor fue Juan Imhoff.
Se trató de un episodio que se cuenta sencillo, apenas con un diálogo entre los dos protagonistas: de un lado, su profesora de Lengua, doctorada en Literatura Galesa en una universidad escandinava, diplomada en narrativa vieja del Canadá francófono en la mejor casa de estudios de París, novia de un señor al que enamoró recitándole las mejores rimas del nicaragüense Rubén Darío, docente de alumnos a los que casi siempre evaluaba insuficientes en colegios a los que, ni hablar, evaluaba insuficientes; del otro lado, él, mi sobrino menor, un reo absoluto.
Profesora de Lengua (con ferocidad en las pupilas, con el prejuicio de que preguntaría algo que requería mucho conocimiento y que la contestación le devolvería nada): -Señoritas y señores, imagino que habrán estado leyendo, ¿cuál fue la poesía más interesante que encontraron en la semana?
Mi sobrino menor (con una avidez desusada, a la altura de la que demostraba ante la perspectiva de que una rubia lo enfocara con amor o, más todavía, de que en el fin de semana hubiera un clásico de cualquier deporte): -La palomita de Imhoff en ese try que le hizo a los irlandeses en el Mundial de rugby del 2015.
Final: ella, como no escuchó ni el nombre de Borges ni el de alguno de los galeses en los que se consideraba experta, ni el de uno de los francocanadienses que musitaba de memoria, ni el de su Rubén Darío ni el de ningún versificador que figura en los volúmenes con versos, le puso un cero.
La familia hirvió. Una cosa era asumir -y estaba asumido- que mi sobrino menor era un reo absoluto y que sus desempeños académicos merecieran encarcelamientos temporarios y otra cosa era aceptar que esta vez había cometido un error.
Porque en eso todos estábamos de acuerdo en la familia: si la palomita de Imhoff no tenía que ver con la poesía, ¿la poesía que era?
Exactamente eso le planteó mi cuñada a la profesora de Lengua, en la primera de las múltiples excursiones que esta desagradable circunstancia requirió de la familia. No ejerció la furia de una madre en despecho. Al contrario: delante de una docente, la didáctica resultó ella. Con papeles sepias entre los dedos, con fotos que sólo una mamá en desesperación puede rescatar, con fe desmesurada en que se toparía con oídos anchos, le describió el origen de la palomita, un honor argentino, porque ese vuelo rasante con la pelota como objeto, parangonable al de una paloma, había sido inventado por el futbolista Pablo Bartolucci y bautizado de allí en adelante para que las galaxias lo repitieran. O, si se pretendía pensar desde el campo de las letras, Imhoff había volado con una pelota oval entre sus palmas como heredero de toda una tradición nacional.
Leyó, entonces, mi cuñada. A Diego Lucero, periodista, escritor, poeta lunfardo y no lunfardo, en la edición del diario Clarín del 17 de octubre de 1960: “¿Cuál fue el origen de la jugada y cómo se le ocurrió a Bartolucci? Una tarde estaba bañándose, en una laguna de Sarandí, una barra de muchachos de la que Bartolo era medio caudillo. En el momento en que Pablo iba a zambullirrse, uno de la barrita tiró una pelota a media altura que Bartolo, justito, la embocó en el coco. Entusiasmado por aquello, que fue puro azar, Bartolucci se hizo repetir el lanzamiento y la cosa empezó a salir perfecta. De la laguna la llevó a la cancha. Su elasticidad y su arrojo le permitieron a Bartolucci resolver con sus ‘palomitas’ jugadas que parecían imposibles. La vincha se la puso en su debut contra Estudiantil Porteño con el propósito de de defenderse de los cortes que la boca de la pelota antigua, cerrada con tiento, le hizo más de una vez en la frente. Desde entonces se identifican y forman una sola unidad característica en las canchas de fútbol porteñas: ‘la palomita?, la vincha blanca y Pablo Bartolucci”.
Pegada a mi cuñada, más ardiente aún, su madre, abuela de mi sobrino menor, hacía flamear una foto de Bartolucci con la casaca de Sportivo Buenos Aires y otra con la de Huracán, ambas de la década del veinte, en las que se lo reconocía joven, con vincha y haciendo eficientemente la palomita. Desbordada por la ansiedad, la abuela estampó esas imágenes casi en los párpados de la profesora de Lengua y le bramó: “Mire, mire si no es poesía”.
No funcionó. La profesora de Lengua oyó en la frontera de la indiferencia lo que argüían mi cuñada y su madre. Apenas contestó que la poesía era poesía y que lo de Imhoff (bah, no lo llamaba “Imhoff”, le decía “ese muchacho” o ni siquiera”) era rugby.
El siguiente visitante fue mi tío. Hermoso tío: profesor de Lengua, amigo de muchos profesores de Lengua, erudito en galeses y en canadienses francófonos, sabedor de cada cadencia de “Sinfonía en gris mayor” de Rubén Darío, un maestro de lo profundo, fana del deporte. “Estimada colega -empezó él, un amable entre los amables-, el asunto que nos ocupa, este tema de la palomita, se corresponde con todas las ramas de la literatura. Podría ofrecerle, y no dudo que lo disfrutaría, una suma de casos que emergen de nuestros libros más preciados. Sin embargo, me quedo con uno. Uno que es excelso. ¿Ha leído a José Gabriel, por cierto? Por supuesto que lo leyó. Y por supuesto que domina que aludo al periodista y escritor José Gabriel López Buisán, quien desembarcó en el país a los nueve años, trabajó en el diario La Prensa, le dio carga ideológica a su presencia dominical en la cancha al aducir que eso le proporcionaba ‘entre otros goces, el que no he experimentado jamás en mi oficio: el de la solidaridad’ y desbarató discursos minimizadores sobre el juego en un artículo mítico que se llama -lo conocerá, colega, ni lo dudo porque es un relato esencial- ‘El jugador de football, ejemplo de arte’”.
Y, la voz engolada, el corazón depositado en la laringe, el tío leyó una oración emblemática: “Una palomita de Bartolucci al rechazar con la cabeza la pelota que vuela por el flanco es una accion de belleza y coraje que inútilmente esperaréis de Nijinsky en ningún ballet”.
No alcanzó. Y eso que, en el fondo de sus hormonas, la profesora de Lengua vaciló sobre si no hubiera sido más dichosa si enamoraba, Rubén Darío mediante, a mi tío que a su novio. Inclusive así, agradeció la visita y la preocupación, pero se sostuvo en que lo de Imhoff -”ese muchacho”- se parecía tan poco a la poesía como mi sobrino a un aprendiz ejemplar.
Por un pudor que la profesora de Lengua no había expuesto al calificar con un cero a mi sobrino menor y yo sí conservo, no quiero develar las reacciones de todos los familiares. Apenas apuntaré que la de mi tío constituyó la única intervención cuidadosa. Mi sobrino mayor, moderno en sus lecturas, le tiró por la cabeza las páginas de “Lo raro empezó después”, el cuento de Eduardo Sacheri en el que quedaba claro que a Cachito Espora, gran cabeceador, “para marcarlo de arriba más o menos tenés que tirarte de arriba del travesaño”. Una vecina arrabalera, que se sumó a la causa por exceso de indignación y de tiempo libre, zampó “Largue esa Mujica”, el tango de Juan Faustino Sarcione en el que los jugadores se vuelven sustantivos y Bartolucci actúa como sinónimo de “palomita: “y olvide el Carricaberry,/ tírese a la Bartolucci...”. Y una brasileña despampanante, amiga de esa vecina, agregó que las palomitas también eran poéticas en su país y que una de un crack, Peixinho, le había posibilitado al San Pablo vencer al Sporting de Lisboa, en octubre de 1960, cuando se inauguró el estadio Morumbí.
Nada. Mientras buena parte de mi parentela contenía la voracidad de lanzarse, literalmente, de palomita rumbo a los brazos de la brasileña, la profesora de Lengua espantaba páginas sepias, fotos de futbolistas y de rugbiers en palomitas esculturales, referencias literarias de indiscutibles como Juan Sasturain (“Excepto en secuencias admirables y ya clásicas, como el partido de fútbol sabatino y la comida en la cantina, donde se permite hacer un gol de palomita o llevarse a Silvia en la moto, Teodoro, más que obrar, reflexiona”, observa en uno de sus textos de El domicilio de la aventura), apuntes con alusión a la palomita de ensayistas célebres como el argentino Dante Panzeri o el británico Jonathan Wilson y hasta las palomitas ajenas y propias, reales y falsas, que incorporó Osvaldo Soriano a su prosa deportiva.
-Picasso eligió a la paloma para hacer pintura poética y el deporte eligió a la palomita para escribir su propia poesía- reflexionó, sagaz, mi tío, el profe de Lengua. Y añadió: “Esta dama aún no lo entiende”.
Harto de la tensión familiar y harto, además, de que a su hijo lo embadurnaran con un cero glorioso pero injusto, mi hermano, el papá de mi sobrino menor marchó hacia la sede escolar con el más grandioso monumento literario destinado a la palomita que alguien, fuera futbolista, rugbier, poeta galés o cabeceador en palomita, pudo parir. Se erigió delante de la profesora de Lengua y le exhibió ese monumento, “19 de diciembre de 1971”, acaso el cuento entre los cuentos del Negro Fontanarrosa, que no cobija el vocablo “palomita” porque la literatura, al cabo y entre otras cuestiones, es el arte de hablar de algo sin mencionar ese algo, pero es una obra mayúscula tramada en torno de la palomita con la que Aldo Pedro Poy -y “Poy”, así, con el apellido, tampoco está tipeado en ese cuento- le obsequió a los hinchas de Central y a la historia de la emoción universal.
“Usted no me lo va a creer”, avisaría Fontanarrosa desde el título de otro de sus grandes cuentos. Y fue de no creer: de golpe, el cero glorioso se esfumó.
Mi familia casi completa atribuyó ese acto de sensatez al esfuerzo colectivo por esclarecer a una persona que andaba en estado de necedad. O al inspirador Bartolucci. O a José Gabriel. O a Sasturain. O a un montón más. O a Poy y a Fontanarrosa, socios indoblegables en un cuento que representa una victoria de la literatura.
Ni llegué ni llegamos a una respuesta.
Y era lógico: la obtención de algunas respuestas a veces demora tanto como derrotar a un cero mal puesto o a cualquier otra injusticia de la Tierra.
Sólo al tiempo me enteré de la verdad. Me la contó mi sobrino menor, una tarde en la que, además, me comentó de un cero suyo y nuevo, creo que en biología, ya ni glorioso ni capaz de encender batallas familiares.
La verdad: la profesora de Lengua ahora le recitaba las rimas de Rubén Darío a mi tío. Ella argumentaba que el hallazgo de ese hombre le había permitido percibir cuestiones y literaturas hasta entonces ausentes en sus días.
En una pieza repleta de libros, dormían juntos. Estampada en una pared, la palomita eterna de Imhoff los acompañaba mientras ellos verificaban que los caminos de la poesía son maravillosos y, también, infinitos.