Era un agradable atardecer, con la primavera londinense en su plenitud. Algunas familias ya se animaban a concurrir a los parques y retornaban a sus hogares. Entró en esa taberna cerca del Museo. Estaba bastante llena pero encontró lugar en una larga mesa. Venía a Londres muy esporádicamente, con ayuda de su yerno o de Lord Palmerston. Ahora, casi a los ochenta, se le hacía largo el viaje desde Southampton, a pesar de su buen estado físico que le permitía ocuparse, en persona, de la atención de su huerta. Frente suyo se encontraba un hombre de barba blanca nutrida, que tenía ante sí un ejemplar del Times. Los sucesos que se destacaban en primera página se referían a los sangrientos acontecimientos que tenían lugar en esos días en París. Le importaba el tema. Incluso había llegado a discutir sobre la posibilidad de que algo parecido pudiese ocurrir en Londres. Al ver que estaba interesado por los titulares, el hombre, que se había reclinado hacia atrás, le acercó el ejemplar y le invitó a compartirlo. No era de intercambiar palabras con desconocidos, máxime cuando su manejo del inglés seguía siendo precario. Pero aceptó el convite y acercó el ejemplar. Comprobó lo que ya había escuchado. Las tropas comandadas por el gobierno arrinconaban sin miramientos a los últimos comuneros. Se trataba de asuntos que, en otro contexto, no le resultaban ajenos. El hombre de barba le preguntó, en un inglés claro que pudo entender: –“¿duro, no es cierto?”. Se animó a responder: –“sí, claro, muy duro”. Y allí no más recurrió a su carpeta y tomó la hoja en la que había estado escribiendo, inspirado, precisamente, en esos sucesos. Cuando lo hacía, reparó que sería difícil que fuera entendido, ya que, sus notas, estaban en español. Las tenía consigo porque quería conversarlas con su hija. Titubeó, pero se la alcanzó. – “está en español”, advirtió. El hombre se inclinó hacia delante y tomó la hoja. No dominaba el español pero podía entenderlo. Leyó: –“cuando hasta en las clases vulgares desaparece cada día más el respeto al orden, a las leyes y el temor a las penas eternas, solamente los poderes extraordinarios son los únicos capaces de hacer cumplir los mandamientos de Dios, de las leyes, y respetar al capital y a sus poseedores”.
El hombre de la barba miró a su interlocutor con renovada curiosidad. De cualquier forma, ya era tiempo de proseguir con su marcha. Devolvió la hoja, recogió el Times, se incorporó e hizo un gesto de saludo. Del otro lado de la mesa, obtuvo un agradecimiento y presentación. –“Gracias. Juan Manuel de Rosas”. Su respuesta: –“No hay de qué. Karl Marx”. Caminó hacia la puerta recordando sus lecturas sobre esas lejanas pampas y los ríspidos sucesos ocurridos dos décadas atrás. “Sí, tenía que ser la misma persona”. Él ya llevaba dos años en Londres cuando leyó sobre la llegada al exilio de este mentado personaje. Había algo de su apellido que le atraía. Le resonaban las palabras del delegado español en el Consejo General de la Asociación Internacional de Trabajadores: “Una rosa roja, con un puño, serían un expresivo símbolo de nuestro movimiento”. Y volvió a pensar en sus notas, con las palabras que debía pronunciar en ese Consejo en tres días más.
Atrás suyo, Rosas se quedó observando cómo se aprestaba a cruzar la calle, atestada de carruajes, mientras se decía –“No le dije que, sobre esto, yo tuve que aprender mucho en la Argentina. Hice bien en callarme. Seguramente, este sastre no ha de saber de estas cosas. Ni siquiera que ese país existe…” .
* Los hechos y los dichos aquí referidos han sido debidamente chequeados. La única licencia que nos tomamos en esta narración, que habría tenido lugar a pocas cuadras de donde transcurrió mi exilio, tiempo después, tiene que ver con la existencia, o no, de la taberna mencionada.