En La rueda de la fortuna (Meet me in St. Louis, 1944), uno de los musicales emblemáticos de la era dorada de la Metro Goldwyn Mayer, ambientado en un Sur bucólico y dirigido por el maestro Vincente Minnelli, Esther (Judy Garland) corre alborotada y sube a las apuradas a un tranvía casi en marcha mientras el vecinito del que está enamorada la alcanza a último momento. Una vez arriba de ese vagón casi de ensueño, mira de reojo a cámara y comienza a cantar una de las canciones más felices de la película: “The Trolley Song”. La canción no aparece en ese instante de manera arbitraria o caprichosa sino que nace del entusiasmo de Esther y de ese amor que ella siente por su distraído compañero de viaje. “Lo importante al escribir un musical –contaba Irving Brecher, uno de los guionistas de la película, inspirada en una serie de relatos cortos de Sally Benson sobre su infancia en el Sur de los EE.UU.– es poder incluir las canciones y los números de baile sin detener la historia. Cuando Esther y los otros chicos del pueblo deciden ir Skinker Swamp se suben todos a un tranvía. Yo simplemente puse una nota en el guión que sugería que se incluyera una canción en el tranvía. Los compositores Ralph Blane y Hugh Martin escribieron la genial ‘The Trolley Song’. La música nacía del encantamiento de Esther con su vecino y mantenía la historia en movimiento.” Difícil tarea, si las hay, mantener vivo ese espíritu de amalgama entre música y relato, que había conquistado el musical clásico, mundo de sueños y artificios, y que luego fue relegado en los años posteriores. En aquella tierra de Gene Kellys y Munchkins, de jazz y paraguas danzarines, todo espacio era colonizado por la burbujeante emoción de los acordes y los enérgicos pasos de baile, todos los personajes se definían en sus canciones, llevando al límite las posibilidades de contar la historia a partir de la música y las canciones. Crazy Ex-Girlfriend, la serie de la cadena CBS creada en 2015 por Rachel Bloom y Aline Brosh McKenna, que ya cuenta con dos temporadas  (la primera se puede ver en Netflix), es un musical como aquellos: sin abandonar cierta rebeldía iconoclasta propia de estos tiempos propone uno de los homenajes más sentidos a un género clásico cuyo espíritu parece vivo en cada una de sus alocadas y divertidas canciones. 

El musical y la televisión ya se habían encontrado en otras experiencias recientes. Primero fue High School Musical, luego Glee, algo de Hannah Montana y Disney, todas apuestas a covers de canciones populares, a algunos ritmos pegadizos, a tramas de ensayos y amores de backstage, a la preparación de concursos, a escenarios de demostración y bailes coreografiados. En todos ellos el número musical aparecía en el marco de un espacio realista, que suspendía el relato por el tiempo que duraba el baile y la canción. Aquel viejo espíritu clásico se había replegado desde los aires modernos que inundaron los  años 70, con musicales comprometidos como Cabaret, operas rock como Tommy, o algún revival de los caleidoscopios de Busby Berkeley como A Chorus Line, y cuando atisbaba un regreso, el público le daba la espalda como ocurrió con el homenaje a Astaire y Rogers ensayado por Peter Bogdanovich en At Long Last Love, o con la megalómana Golpe al corazón de Francis Ford Coppola que terminó hundiendo a su productora Zoetrope. El mérito de Rachel Bloom, actriz, cantante y bailarina de 29 años, cuyo carisma e ímpetu parecen ser indestructibles, fue apostar a ese alma olvidada del género sin perder frescura o actualidad. Conocida a partir de unos videos virales en los que parodia a más de una princesa de Disney, se convirtió no solo en la protagonista sino en el corazón de la serie. Ideada y escrita junto a la guionista Aline Brosh McKenna (El diablo viste a la moda, 27 vestidos), Crazy Ex-Girlfriend despliega una mirada satírica sobre la tradición inocentona del género, los mandatos maternos que definen el rumbo amoroso y profesional de una joven neoyorkina, el choque entre la pedantería de Harvard y la rutina pueblerina de la California menos glamorosa, y los anhelos de felicidad y realización que impone la vida posmoderna. Crazy Ex-Girlfriend puede hacerlo todo, recuperar lo mejor del espíritu musical de antaño y combinarlo con la efervescencia de un personaje que tiene todo para conquistarnos. 

En el primer episodio de la serie, allá por 2015, vemos a una Rebecca (Bloom) de 15 años en un campamento de verano, con brackets y algunos restos de acné, despedirse ilusionada de su noviecito veraniego. El afortunado Josh Chang (Vincent Rodriguez III) no parece demasiado entusiasmado y espera ansioso reunirse con su familia, mientras Rebecca se pelea con su inoportuna madre que la reprende sobre las libertades sexuales que puede haberse tomado en el receso escolar. Pasan varios años y Rebecca es ahora una abogada exitosa, egresada de Harvard, a punto de obtener un importante ascenso en la firma para la que trabaja en el centro de Manhattan. Atribulada por su futuro y las incógnitas que la asedian respecto a su felicidad, se encuentra con el joven Chang en la calle. “¿Una señal del destino o pura casualidad?”, se pregunta Rebecca en ese instante crucial. Frustrado por su experiencia neoyorkina, el fornido Josh está por regresar a West Covina en la soleada California y deja a Rebecca con la promesa de un eventual encuentro. Luego de unos minutos de dudas, Rebecca abandona su empleo, cierra su casa, planta a su madre, y viaja a la aventura en esa ciudad que, parece, se encuentra apenas a unas horas de la playa. Así comienza Crazy Ex-Girlfriend y con ella la odisea de la inmadura Rebecca a la conquista de una fantasía que tiene tanto de comedia como de musical. 

Rachel Bloom recuerda la tradición de las grandes estrellas del musical, combinación perfecta de gracia, carisma y talento, no demasiado estilizada pero por demás atrevida, capaz de sostener el plano con su sola presencia, sus ojos saltones y su expresión divertida y algo desconcertada. Recuerda algunos personajes de Judy Garland, sobre todo su Manuela de El pirata de Minnelli, que cantaba y enamoraba al payaso Gene Kelly disfrazado como el pirata Macoco, mientras le tiraba jarrones, cuadros y todo lo que tenía a mano en un arrebato de energía infinita y absurdo espectacular. O a la Barbra Streisand de algunas comedias como ¿Qué pasa doctor? de Bogdanovich, con su cuerpo inquieto, su verborrea imparable, enamoradiza y locuaz hasta la locura. El ingenio de Bloom no solo destaca en la confección de su propio personaje, el control de su gestualidad y la capacidad de reírse de sí misma, sino en el diseño de los números musicales de toda la serie, claves en el conflicto narrativo de cada capítulo, originales en las letras, y con una estética que combina el montaje del videoclip con algunas coreografías complejas y una pizca de animación. Esta receta que parece conocida cobra verdadero cuerpo en el trabajo que la propia Bloom pone al servicio de su creación. Casi como una nueva Lena Dunham, la artífice de la serie Girls, también protagonista, productora y selfmade woman, Bloom ha convocado actores y cantantes de Broadway, productores musicales como Adam Schlesinger (Cry Baby, Eso que tú haces, Letra y música), y directores como Marc Webb (500 días con ella, varios videoclips de bandas como No Doubt, Green Day o My Chemical Romance, y las nuevas Spider Man) para hacer de Crazy Ex-Girlfriend una fiesta a la que todos parecen invitados. 

“El musical fue nuestro espacio de encuentro desde el principio”, cuenta Rachel Bloom al sitio Deadline a propósito del trabajo junto a Aline Brosh McKenna en la gestación del proyecto de Crazy Ex-Girlfriend. “Siempre resultó natural que lo que hiciéramos juntas se relacionara con el musical, porque eso era lo que hacía original mi trabajo hasta el momento. Recuerdo que le dije a Aline: ‘¡Hagamos un musical para la televisión!’. Y empecé a tirar un montón de ideas sobre el mundo del espectáculo: ‘La protagonista es una chica que vive en Nueva York y quiere llegar a Broadway’. Y Aline me frenó y me dijo: ‘¿Por qué no hacemos un musical que no necesite una excusa para que sea musical?’. Y así Rebecca se convirtió en una persona que ve su vida a través de la música”. El trabajo de escritura en conjunto durante varios meses dio nacimiento al piloto y de allí en adelante cada episodio resultó un nuevo desafío para ellas y para la consolidación del equipo. Uno de los grandes personajes de la serie es la nueva amiga de Rebecca, Paula Proctor. Interpretada por Donna Lynne Champlin, Paula es asistente legal en la firma de abogados de West Covina a la que Rebecca se suma con todos sus pergaminos de Harvard. Desconfiada de esa versión oficial que sostiene que un cambio de vida la trajo a la soleada California, Paula indaga con incisiva insistencia hasta que descubre el costado looser de Rebecca, su amor frustrado, sus ineptitudes sociales, y se convierten en amigas inseparables y en aliadas perfectas para conquistar al huidizo Chang. 

Yoga, judaísmo, divorcios conflictivos, ferias de guacamole, skaters, todo se combina en la locura musical en la que se interna Rebecca en su nueva vida californiana. Cada musical emana de esa fantasía absurda en la que se sumergen los personajes, y las letras combinan con astucia la parodia y el homenaje, sentando la base de un recorrido zigzagueante a través del género, con guiños a los amantes incondicionales y abierta seducción para los más reticentes. Bloom se hace fuerte en la comedia, encontrando en Champlin su mejor partenaire: las escenas juntas son muy divertidas, cada línea de diálogo encuentra su réplica filosa, nunca pierden el ritmo y combinan la canción con un humor perfectamente aceitado.  También está el simpático barman Greg (Santino Fontana), especie de tercero en discordia con mala pata que disputa el amor de la obsesionada Rebecca sin demasiada suerte. Uno de los grandes momentos de esta pareja despareja es el número en blanco y negro, explícito homenaje a Fred Astaire y Ginger Rogers, en el que él le pide abiertamente que se conforme con él y se deje de perseguir al otro.

Como Dorothy en El mago de Oz, Rebecca anhela un mundo de colores y fantasías en el que la felicidad sea algo posible, esa tierra en technicolor largamente imaginada. Pero al llegar a su destino, ni el camino amarillo ni las callecitas de West Covina son lo que ellas imaginaban. Ahora solo queda la aventura de emprender cada día, a fuerza de canciones y amigos improvisados, esa vida que se hace más verdadera cuando más se acerca a la fantasía.