Nunca le dije maestro a nadie. Me crié en una casa sin mucho misticismo y estudié una carrera de Letras que se la pasaba renovando votos con la modernidad y la cultura occidental. A nadie se le ocurría decirle maestro a los maestros. A mí tampoco. Quizás las palabras maestro y discípulo sonaban arcaicas en una facultad que buscaba aires nuevos desde mediados de los ´80. O vaya a saber por qué. Hay ámbitos y ámbitos. Los escultores, los pianistas y los karatecas las usan desde siempre. 

En marzo de 2003 empecé a ir al taller que daba Laiseca en su casa de Caballito, a uno de los tantos grupos que tenía en ese momento. Un momento dorado de popularidad televisiva, podía pasar que le cedieran el lugar en la cola del Banco, lo reconociera el taxista o que una familia de cartoneros que pasaba por la puerta de su edificio fuera fan suya. Yo no había leído nada de él, pero lo había visto en los Cuentos de terror por I-Sat, una vez contando un capítulo de Los Sorias y otra, “La gallina degollada”, la tragedia de esos cuatro hijos idiotas que creían que el sol rojo era comida. Quiroga, Cortázar, Poe, Saki, Ambrose Bierce y tantos covers literarios que no vamos a olvidar. 

Me puede decir Lai, me avisó apenas entré, y así le empecé a decir. Un usted respetuoso que se volvería entrañable, seguido de esa forma oriental de su apellido. Lai admiraba muchísimo el Japón milenario (a veces tenía una botellita de sake y nos convidaba un sorbito) y la China dinástica, no la comunista. Era anti-comunista de forma personal, un viejo rencor, creo que había empezado con un compañero de pensión que lo hostigaba en sus años de estudiante de Ingeniería en Santa Fe. Su venganza se amasó lenta, literaria y gozosa, en sus novelas-río o inventando consignas de escritura para sus alumnos donde aparecía Stalin, Mao, la Unión Soviética y la guerra de Vietnam. El poder sádico y autoritario era una especie de juego, de leit motiv, de seducción, de tentación. Él, que había padecido el poder sádico y autoritario de su padre al que muchas veces, sin eufemismo, llamaba Hitler. 

Las chicas de Puán me quieren, soltó Lai en una de esas primeras clases, intuyo que con el deseo de que yo también lo quisiera, pero sobre todo con la certeza de que en ese lugar (Puán) había una tribu medio escondida que leía sus libros. Laiseca llevaba a todos lados una gastada campera marrón y la etiqueta de escritor de culto, algo que asumía con humor cuando decía que él era un long-seller porque vendía muy bien a lo largo de los años. Nunca tuvo una visión elitista de la literatura, al contrario, él quería que todo el mundo lo leyera, que todos compraran sus libros y amaran sus mundos. Tenía muchos lectores jóvenes que venían a verlo cuando contaba cuentos en vivo, lectores que llegaban con sus ejemplares para que él se los dedicara con esa letra de imprenta que ocupaba toda la página y que firmaba con un LAI, o El Conde Láisek, o El Monitor, o Bestiaseller, cargándose a sí mismo.

Lai hablaba un lenguaje que al principio me resultaba completamente extraño, su mirada sobre el mundo era compleja, planos reales y planos astrales, creencias esotéricas y saberes científicos, dolores y frustraciones que lo atravesaban como heridas siempre abiertas. Podía ser el más vulnerable y el más huraño, el más amoroso y el más temible. 

Ustedes tienen que confiar en mí, decía Lai. Y después no decía mucho más, había que esperar. Escribir y esperar. No solo esperar su entusiasmo o su crítica (que también llegaban), sino esperarnos a nosotros mismos. Esperar el salto hacia otro lugar. Si dábamos algo más, algo diferente iba a pasar. Él usaba la palabra genio o genia para alentar a sus alumnos, y no se refería a una inteligencia superior ni a un talento superdotado, lo decía cuando detectaba ese salto en el que intuía valentía, compromiso, imaginación expandida.

Nunca le dije maestro a nadie, aunque tuve muchas personas importantes que me enseñaron. Pero Lai es el maestro indiscutible, con él empecé a escribir en serio, con él empecé a leer libros que no sabía que existían, con él y con mis compañeros de taller, que se fueron convirtiendo en colegas y amigos queridos. Él fomentaba eso. Se crece con los otros. Para adoptar un maestro hay que dejarse, hay que dejarlo. No es una relación fácil, se ama y se sufre.

Hace pocos días que murió. Me hubiese gustado despedirlo, estaba lejos y no llegué. Una semana antes le estaba contando a alguien de las clases que pasamos con mi amiga, entonces compañera, Selva Almada. En una época varios dejaron de venir y quedamos yendo solas bastante tiempo. Laiseca y nosotras dos. Si alguna tenía que faltar lo hablábamos antes, para estar prevenidas de que nos tocaba una clase a solas con él. Sobraba el tiempo, así que al final de la clase Lai solía leernos algo, un cuento o el capítulo de alguna novela. Muchas veces entrábamos en estado de trance. Lai leyendo, nosotras escuchando, los tres transportados con esa escritura. Me queda mucho de él, nos queda mucho a todos.


Un viejo maestro

Al final de las riberas del Ho,

como un genio fabuloso,

vivía un Viejo Maestro.

Diez milenios duró su existencia.

Para dibujar cada ideograma demoraba cien años

y el largo poema aún no ha terminado.

Fan Meng Li. Dinastía Sui.

Poemas chinos