Esa mañana se levantó a las siete como siempre, aún sin salir del compartido cuarto se vistió, pantalón de nieve, bufanda también. Manoteó de la mesa de luz el dentífrico y el cepillo, y se perdió en el -todavía- oscuro corredor hasta dar con el baño. Destapó la pasta. El mentol le hizo picar la nariz. Se sonrió en el espejo para comenzar a cepillarse los dientes; esa cepillada fue distinta porque sintió como si se le hubiese aflojado el postizo; se detuvo un segundo y con la lengua lo empujó hacia adelante y hacia atrás, pero lo sintió firme. Un buen pedazo de inmaculada espuma le cayó en la campera mientras realizaba aquella prueba. Puteó con la boca llena y salpicó un poquito el espejo cuando dijo las "P" de "¡P‑ero la P‑uta madre!". La temporada de invierno en el cerro afortunadamente ya estaba terminando.
Ramón, que en realidad nadie lo conocía con ese nombre porque se hacía llamar "Jean Pier", era un tipo extenso, se podría decir que no tenían fin sus historias, así como no tenían fin sus destrezas y su egocentrismo porque, si existía alguien en el mundo a quien le ocurrían cosas extraordinarias, eran a él. Y si por esas casualidades de la vida a alguien más le había ocurrido algo maravilloso en algún rincón del planeta, seguramente a él también le pasó lo mismo en algún capítulo de su vida. Sí, lo mismo, pero mejor. Él era así, treinta y pico de años y lo único común que había en su vida de porteño radicado en el sur era su nombre, pero ya ni siquiera eso, porque lo había transformado gloriosamente en Jean Pier hacía años, y ya nadie en toda la Patagonia le decía Ramón. La gran mayoría ni recordaba su verdadero y corriente nombre.
Salió y junto con el frescor de la mañana respiró también el olor de la montaña blanca y gris. Caminó y entró en el restaurant donde trabajaba, el cual quedaba a poco más de 500 metros de la casa.
"Hoy atendés a Valeria Mazza", le dijo el jefe gastronómico del cerro. "¡¿A Valeria Mazza, gordo?!", preguntó Jean Pier, sorprendido. "La misma, Pier. Dijo que viene a comer al restaurant con la familia, así que ya mandé a que le preparen un menú especial para ellos".
Ah, la emoción se le estallaba en las pupilas, por fin un notición para el libro de noticiones que era su vida, pero esta vez, era completamente real, no debía agregar un nimio detalle. Ese mediodía estaría recibiendo a la famosa modelo en el restaurant en el que trabajaba hacía años y, sus manos le alcanzarían a la mesa los más exquisitos y elaborados manjares.
Así fue. La hermosa mujer llegó junto con su familia a almorzar, y él los atendió de maravillas. Comieron unos tiraditos de salmón como entrada; de principal les habían preparado grandes porciones de patas de centolla fresca, y el postre fue a elección. Todo esto acompañado con los mejores vinos del cerro.
Jean Pier estaba feliz. Llegaba saltando a la cocina a entregar las comandas, volvía de la misma ilustre manera al salón donde los comensales disfrutaban su delicioso almuerzo y le agradecían con sonrisas. Él tampoco paraba de sonreír. Le agarró un poco de hambre, ver gente comiendo delicias da hambre. Ni bien la mesa estuvo en calma, aprovechó a meterse atrás de la barra para comerse un bocadillo. Un crocante de almendras fue lo que se comió. Estaba un poco duro de roer pero lo disfrutó como nunca.
Al minuto, Valeria se levantó de su silla y se dirigió hacia él, quería agradecerle lo bien que los había atendido y contarle lo cómodos que se habían sentido ella y su familia.
Aparte de eso, le pidió si por favor él no podría llamar a recepción para comunicar que esa misma noche no estarían en el cerro para la cena, ya que habían reservado mesa en otro reconocido restaurant de la ciudad.
Nerviosamente intentó responderle un sí, pero junto con las P del "P‑or su‑p‑uesto" también brincó de su boca el diente postizo. Fue casi en cámara lenta la secuencia. Dijo por supuesto y el incisivo superior derecho saltó de su boca directo a estrellarse en los pechos de la modelo, pero él logró eficazmente capturarlo en pleno vuelo.
Ya estaba completamente mojado en transpiración. El mundo y el corazón se le habían detenido. La mujer estaba boquiabierta. Frente a él, muda. El no podía ni siquiera sonreírle para hacer que el mal momento pase más rápidamente. No podía bajo ningún punto de vista abrir la boca. Atinó a escribir "I'm sorry" en un papelito y se lo mostró. La mujer se dio media vuelta, alistó a su familia con velocidad y todos se fueron. Los vio desde la ventana calzarse los esquíes y bajar audazmente la colina. No hubo propina para el pobre Jean Pier, que para lo único que tuvo ánimo el resto de la temporada fue para internarse en su cuarto luego del trabajo y no hablar con nadie más.
Una vez fuera del cerro, de casualidad lo vi en una esquina de la ciudad; era justo el mismo día en que tenía programado su vuelo a Buenos Aires. Crucé la calle sin pensarlo, se alegró de verme, o al menos eso intuí por su abrazo. Todavía no sonreía ni hablaba más que tapándose la boca con la mano.
Le dije que yo también volvería pronto a casa. Que me dio mucho gusto conocerlo, trabajar juntos, todo. "En fin", dije para no extender más el diálogo que, noté, era muy incómodo para él, "¡Hasta siempre, querido Ramón!" le dije. Me miró a los ojos con sorpresa y me regaló una última descuajeringada y amplia sonrisa. Sí. Aún le faltaba el diente, pero esta vez no lo ocultó.