Probablemente la mayoría de los lectores de Cash eran muy jóvenes en 2001. Bueno, quizá no tanto, pero supongamos. Y aquella juventud hizo que los hechos y las fuerzas que desencadenaron una de las peores crisis de la historia económica local sean hoy una realidad lejana. En cambio, para los que todavía recuerdan, leer hoy los diagnósticos que explican los problemas externos de la economía por el déficit fiscal y el precio del dólar, no sólo impacta intelectualmente por el dislate teórico, sino porque conlleva un constante déjà vu, una sensación terrible de estar atrapados en un limbo que se mantiene estático en la última década del siglo pasado.
Los mismos argumentos de entonces, y a veces hasta los mismos personajes, se repiten como si nada hubiese sucedido: “Hay que bajar el déficit fiscal”. “No podemos seguir viviendo por encima de nuestras posibilidades”. “Serán necesarios recortes en las jubilaciones, en el empleo público y en obras de infraestructura para que el déficit converja a las nuevas metas”. “Las provincias deberán acompañar el esfuerzo”. “Argentina aspira a un crédito stand by del Fondo Monetario Internacional”. “Se desconoce si el crédito será de libre disponibilidad para engrosar reservas y si su desembolso será inmediato o gradual”. “El Fondo considera que todavía existe mucha inflexibilidad en los mercados de trabajo”. “En Argentina los salarios en dólares son demasiados altos”. “Es necesario continuar reduciendo los subsidios a la energía”. “Necesitamos un tipo de cambio más competitivo” “El nuevo valor de la moneda servirá para contrarrestar el déficit de la cuenta corriente”. Como suele escribirse en las redes sociales, solo falta agregar al lado de cada afirmación “no importa cuando leas esto”.
Por las dudas, los pequeños funcionarios aclaran que el FMI no es el mismo de entonces. Ahora no sería el organismo quien condiciona las políticas económicas internas, sino el mismísimo país quien las ofrenda en el altar de la ortodoxia más elemental, como comenzó a ensayarse desde diciembre de 2015. Hacer buena letra serviría, dicen, para obtener la aquiescencia reparadora, el presunto “certificado de calidad de las políticas”, completan.
Pero la memoria social está escrita. Fue publicada en tiempo real y analizada en cientos de libros y publicaciones. Es verdad que se trata de un territorio de disputas, de reescrituras, la historia siempre lo es, pero los hechos principales ocurrieron y están registrados. En Argentina y el FMI: efectos económicos de los programas de ajuste de larga duración, un recomendable trabajo de 2011 de la investigadora Noemí Brenta, se realiza una revisión de todos los acuerdos bilaterales, sus condicionalidades y resultados.
La relación con el organismo comenzó en 1956, durante la autodenominada “Revolución Libertadora” que derrocó al segundo gobierno de Juan Domingo Perón, y terminó en 2006, cuando la administración de Néstor Kirchner se desembarazó de su constante injerencia pagando anticipadamente lo adeudado, unos 10 mil millones de dólares.
Brenta detalla que durante el medio siglo de relación se suscribieron 21 acuerdos de condicionalidad fuerte, que sumaron 38 años de vigencia. No obstante entre 1982 y 2001, el país estuvo constantemente bajo programas del FMI o intentando generar las condiciones para su aprobación. Durante estas dos décadas la crecimiento anual promedio del PIB fue del 1,6 por ciento, pero el desempleo aumento 15 puntos porcentuales. Puede decirse que el FMI marcó toda la política económica de la recuperación democrática hasta la gran crisis terminal del modelo de acumulación financiera 1975-2001, pero que adquirió los rasgos más puros del neoliberalismo, al estilo del Consenso de Washington, recién a partir de las hiperinflaciones de 1989 y 1990, las que tuvieron un gran efecto disciplinador sobre la población. Efectivamente existieron dos subperíodos bien diferenciados. Entre 1982 y 1988 se registró un crecimiento de apenas el 0,4 por ciento anual, con una inflación promedio del 286,3 por ciento. En paralelo, la desocupación sólo aumento 2 puntos. La década 1991-2001 logró contener la inflación, que fue sólo del 3,5 por ciento, siempre anual promedio, gracias al tipo de cambio fijo atado a la Convertibilidad, el PIB creció el 3,3 por ciento anual, pero el desempleo se disparó del 6 al 19 por ciento, 13 puntos porcentuales.
Los números permiten algunas conclusiones preliminares rápidas. La primera etapa de la posdictadura estuvo signada por la alta inflación, que terminaría en hiperinflación, así como por un crecimiento nulo. No obstante, el desempleo se mantuvo en niveles relativamente bajos. Existió estancamiento, pero no desintegración social. Ya en la etapa abiertamente neoliberal, la inflación, la presunta gran enemiga, se mantuvo bajo control en un contexto de estabilidad cambiaria, sostenida en privatizaciones primero y endeudamiento después, pero se asistió a un impresionante aumento del desempleo y la exclusión social aun en un contexto de crecimiento promedio del Producto para el total de la década. El balance es incompleto si no se agrega el final: los ‘90 terminaron con una recesión de 4 años entre 1998 y 2002 y un verdadero desastre social. Los indicadores no deberían olvidarse: en 2002 el desempleo tocó un techo de 21,5 por ciento y la pobreza del 57,5, indicador que medido con la actual canasta del Indec sería del 69 por ciento. Notablemente, hay quienes interpretan a los ‘80 como una “década perdida”, lo cual es cierto, y a los ‘90 como una década de crecimiento y modernización, un absurdo cuando se incluyen los datos sociales y la destrucción del patrimonio social.
La continuidad entre los dos períodos fue el aumento persistente y sostenido de la deuda pública, la herramienta para la continuidad de las condicionalidades y, aunque suene fuera de la lógica del mainstream del lenguaje económico, “para la continuidad de la extracción del excedente colonial”, la función principal de las políticas que asegura el FMI. Se trata, obviamente, de la misma deuda que se pagó y redujo entre 2003 y 2015, cuando el país se desembarazó del Fondo, pero que desde entonces volvió a crecer aceleradamente. En los primeros 30 meses del actual gobierno se insistió en que endeudarse en divisas carecía de importancia. Sin embargo, en apenas menos de 30 meses la economía quedó “a punto de resubordinación”, de volver a caer en la lógica de las renegociaciones permanentes y de políticas macroeconómicas estándar, políticas que no se deciden fronteras adentro y cuyo fin y final se conocen.