En el cielo había pocas nubes. En Brooklyn brillaba el sol pero lo interesante estaba adentro, en el Museo de la ciudad, una estructura gigante con ambición de universo (y ganas de competirle, con sus exposiciones, al Metropolitan Museum of Art). Entonces, adentro. Marta Minujín vestía overol blanco, pañuelo rojo al cuello; llevaba gafas espejadas.
La noche anterior, Minujín había sido estrella en la Gala anual del Museo del Barrio, en el Plaza Hotel de New York –donde los empleados, si no son latinos, son negros– y cumplido con todas las tareas del caso. No es poca cosa, porque ser estrella cansa. En lugar del overol, había llevado vestido dorado diseñado por ella (extraño, extrañísimo no verla de pantalones) y zapatos ad hoc. Había posado con ricos y famosos del mundillo latino local ante un photocall hecho de globos plateados. Había saludado a algunos de los 400 invitados, como la diseñadora española Agatha Ruiz de la Prada o el empresario argentino Darío Werthein, que estaba por allí porque días después le tocaba a él recibir premio en la Escuela de negocios donde hace años había cursado un master.
Había respondido preguntas de Cognac Wellerlane, una entrevistadora de look drag tan difícil de definir que la crónica social de los Hamptons simplemente la refiere como “the fabulous”. Minujín también había sonreído y recibido la distinción a la Excelencia en las Artes; agradecido con el único discurso en español de la noche. De toda la gente que conoció en la New York de los ‘70 y los ‘80, dijo, sólo quedaba allí una persona. “Nos hemos divertido noches enteras en un New York muy peligroso. Éramos una banda rompiendo los muros de todo, sin importarnos las instituciones, los museos ni nada. Pero ahora sí que nos importa El Museo del Barrio, porque yo voy a estar ahí”, había dicho (en referencia a una gran muestra proyectada para 2019) entre risas, antes de agradecer a los comensales (presentes cubierto de unos 1500 dólares mediante, a los que se sumaban las participaciones en una subasta), por “colaborar para que todos sigamos inventando y creyendo en el arte, que es lo único que nos mantiene vivos”.
Al fin de la comida, Minujín había bailado en la pista. Pero un ratito. En el medio, se había hecho alguna escapada al rincón de la mesa 1 para respirar y conversar con su galerista, el venezolano Henrique Faría, y repasar detalles de la muestra que abría en Buenos Aires (ya inauguró: Frozen sex, los cuadros eróticos que pintó en 1973 después de recorrer sex shops, fiestas y cabarets de Washington, y que en Argentina, por entonces, sólo duraron algunas horas de exposición sin censura). Faría, de capa rojo sangre bordada con flores en los bajos, traje y camisola, maquillaje entre bélico y futurista al tono, sonreía, inclusive cuando su artista criticaba el atuendo por excesivo. “Es una gala, no te parece, las galas son así, son esto”, se escuchaba en la mesa. Era eso.
Horas después, ya de día, fresca, con zapatillas y cartera rojo fuego como el pañuelo al cuello, Minujín bajaba de un Uber en Brooklyn. En el Museum los objetivos eran dos: recorrer Radical women, la muestra de artistas latinoamericanas curada por la argentina Andrea Giunta y Cecilia Fajardo-Hill que incluye tres obras de Minujín, e ingresar en David Bowie is, la retrospectiva sobre el músico que desde hace cinco años recorre algunos países y para la cual las entradas estaban agotadas. Una enviada del museo que la había homenajeado la noche anterior la escoltaba y presentaba, resolvía urgencias y daba charla, con información siempre fresca de la ciudad, la escena artística, la colonia argentina estable, que ella también integra. La enviada se acercó al mostrador de ingreso y se dirigió a la empleada que se le antojó más simpática.
–She is one of the Radical women– dijo, mientras indicaba suavemente con una mano a Minujín.
–Sí, tengo acá los matresses, un video– abundó la aludida, en inglés.
–Really?
–Yes! And also I used to meet Bowie.
Y alcanzó. Dos minutos después, aparecieron las entradas para la muestra vedada.
Pero antes, el paseo entre las mujeres radicales. “Ah, Liliana Maresca, me encanta”; “¿de quién es esta? No conocía, qué buena”; “esa es de Ana Mendieta, era buenísima. Y lindísima. ¡Ah, la historia de Ana Mendieta! Ella siempre hacía obras de siluetas como cavadas en la tierra, como figuras vacías. Murió después de caer de un edificio. Piso 33. Nunca se supo si no fue el marido. Cuando cayó, en el piso quedó dibujada una silueta igual a las que hacía”; “qué bien, una comparación de cuándo hubo voto femenino y qué pasa con el aborto femenino en cada país. Me acuerdo cuando de New York, antes de la legalización, se hacían viajes a otros países para abortar porque ahí se podía”.
Minujín recorría las salas despacio, porque en cada obra que le llamaba la atención se detenía lo suficiente para retener nombre y año, para comentar y relacionar. Entonces apareció un video en blanco y negro: La Menesunda, mítica, en el no menos mítico Centro de Artes Visuales del Instituto Di Tella.
“Ahí entran mi padre y mi madre. Vas a ver. ¡Ése!”, señaló. Dos espaldas, un señor casi pelado, una señora de carterita en brazo y pelo impecable de peluquería, guantes, tapados formales.
El mundo paralelo es almorzar una tarde de primavera en el jardín del Brooklyn Museum, mientras por whatsapp desde Argentina llegan datos de fin del mundo. Es, también, una artista que se levanta de la mesa para llamar a sus familiares economistas de alta, altísima gama, y preguntarles cuánto había que preocuparse. Podemos sumar: irrealidad es que regrese y comunique que le transmitieron tranquilidad. Cómo saber.