Una vez, charlando sobre películas que hicieran referencia al mundo del arte, le dije a mi amigo imaginario “Soñar soñar es la mejor película del mundo”. Por supuesto que es un desborde o una opinión desmesurada, si yo apenas vi unas cuantas películas y no sé demasiado de arte, pero también es lo que pienso, porque la obra es una maquinita de encadenar preguntas. ¿Qué papel juega la inteligencia en la supervivencia de un artista, en el circuito que sea? ¿Qué importancia tiene en su obra? Estas preguntas siempre me llegan. Y son algunas de las que desarrolla la maquinita, este cuadro en movimiento de Leonardo Favio. Yo casi no releo y no veo películas más de una vez, pero Soñar soñar la veo todos los años y cada vez me impresiona de modos distintos. Me mueve desde la risa más compacta hasta el llanto más sincero. La semana pasada, la vi con mi hijo, que la vio en silencio, pero al final me dijo “papá, me gusta, pero es una historia muy triste”. Me identifico mucho con Carlos, el joven idiota, empleado municipal, heredero de un lotecito. Hace poco me enteré de que Favio tuvo a este personaje en la cabeza por muchos años, por el recuerdo de un chico mendocino que de la noche a la mañana apareció con rulos en el barrio. Carlos, entonces, deja todo para ser artista y eso es lo que lo convierte en artista. “¿Qué hay que hacer?”. “¿Qué hay que hacer para qué?”, le dice el chanta de Mario. “Para eso, para artista”. Mario le dice que lo que tiene que hacer es irse. Para ser artista hay que irse. ¿Cuál de todos los artistas frustrados no soñó alguna vez con dejar todo e irse? Irse a esa otra vida. Dejar la vida que permite todo menos el arte. Carlos, el joven idiota, lo hace. Deja su vida tranquila, se desprende del lotecito y va detrás del misterio de Mario. Mario es un loco, el peligro, la fascinación, ese territorio de confusión a medio camino entre la vida soñada y todo lo que ese sueño puede ofrecer de realidad. Pero para un idiota todo es mucho más difícil. Dejarlo todo por el arte es tener que robar para comer. El arte es tener que robar para comer. Yo también tengo un trabajo estable, como Carlos. Y también, como Carlos, en miles de ocasiones estuve a un paso de abandonar la seguridad del lotecito, pero nunca me animé. La alienación del lotecito, del empleo municipal, me da por lo menos la posibilidad de mirar películas. Puedo comprar, como Carlos, dos trajes por año, pero no tengo el valor de dejarlo todo, porque me la paso pensando en el problema de la inteligencia y en mi incapacidad o falta de competencia social, porque además, para trabajar de artista, hay que ser un astro de la vida social. El ámbito del arte siempre me pareció expulsivo y muy salvaje y muy para unos pocos. ¿Por qué sigue siendo un recinto para personas cool, lindas, inteligentes? ¿Cuándo se abrirá el galpón para que podamos entrar los sin gracia, los feos, los idiotas? ¿Por qué nos tenemos que conformar con las bondades de la rareza y del circo? Adoro la película de Favio porque expone las dificultades que sufre un idiota con la ilusión de ser parte del mundo del arte. Yo fui testigo, vi muchas veces a los cínicos reírse por la espalda de los bobos ilusos que querían asociarse al club. Es de una irreverencia muy grande el gesto: “dejo mi puestito municipal y mi vida de provinciano para ir a Buenos Aires a trabajar de artista”. Carlos no sabe que el arte se perfecciona y se institucionaliza para dejar afuera a los idiotas. Como dijo Charly García alguna vez –pero él lo decía en relación con los políticos–, termina siendo un reducto de profesionales. Se crean condiciones, teorías y reglas que los idiotas nunca vamos a entender y a partir de las cuales juzgarán nuestra supervivencia en el mundo del arte. ¿Qué idiota, por ejemplo, comprenderá el punto de vista, o la estructura, o la argumentación, o el deseo y la transformación del personaje, o el conflicto dramático, o lo que fuere? El idiota, sin saberlo, produce contra la institución, contra saberes monstruosos. El idiota quiere ser artista. Pero también puede resignarse y ser un empleado municipal por siempre, por toda la eternidad de los Municipios.
Diego Meret nació en Buenos Aires. Es profesor en Letras, aunque no ejerce la docencia. Publicó En la pausa (Mansalva, 2009), La ira del Curupí (Mansalva, 2012), Fúster (La Propia Cartonera, 2012, Uruguay) y El Podrido (Indómita Luz, 2018). Su novela Los montes se encuentra en instancia de corrección por Editorial Mansalva. En la pausa, por otro lado, será publicada próximamente en Brasil. Escribe relatos para la revista Beatrizos.