Advertencia: este artículo contiene algunos spoilers sobre Solo: a Star Wars Story
A fines de los 70, cuando Star Wars era la gran novedad en nuestro universo infantil, a la hora del juego la cosa se dividía. Había quien blandía lo más parecido que hubiera a un sable de luz (no, chicos, no podíamos ir a la juguetería a comprar ese resplandeciente merchandising) y simulaba dominar los caminos de la Fuerza. Las chicas se decantaban obviamente por Leia, que era princesa pero también guerrera. Pero muchos preferíamos ser Han Solo. El contrabandista coreliano era un personaje mucho más divertido: en vez de intentar el difícil arte de hacer levitar cosas y atajar rayos con un casco que le tapaba los ojos, andaba de acá para allá en el Halcón Milenario, la pieza de chatarra más veloz de la galaxia, la nave que soñábamos pilotar aunque a menudo le fallara el salto al hiperespacio. En vez de estar obligado a la compañía y las complejas enseñanzas jedi del viejo maestro Obi Wan Kenobi, su socio era Chewie, una especie de perro gigante con bandolera y ballesta de rayos con quien fluía una evidente y divertida complicidad en todo.
Que Luke se quedara con el sable, la Fuerza, el caza de alas en X y hasta los droides y el speeder, que también tenía toda la onda. Nosotros buscábamos un chaleco negro y algo que pareciera un blaster para ser Han Solo, Han Solo con las patas arriba de la mesa en la taberna espacial, Han Solo disparándole primero a Greedo, Han Solo siempre canchero, Han Solo fanfarroneando un “Lo sé” como contestación a la frase “Te amo”. Pocas cosas dolieron tanto como salir del cine dejándolo congelado en carbonita y en manos de Boba Fett.
Y un día volvió, con la cabeza cana pero las costumbres piratas de siempre, siempre en deuda con alguien e intentando una excusa, con Chewie a su lado y la tranquilizadora frase “estamos en casa” al volver al Halcón. No por predecible la muerte de Solo en El Despertar de la Fuerza fue menos dolorosa: el lastimero aullido del wookie fue también el nuestro. Pero al menos para entonces ya sabíamos que el LucasFilm de Disney le había dado luz verde a su propia película, la historia que pedíamos a gritos. Ya conocemos la historia de Luke, las precuelas se encargaron de contar la de Anakin/Vader, las series animadas The Clone Wars y Star Wars Rebels se han encargado de exprimir a fondo el “hace mucho tiempo en una galaxia muy, muy lejana”. ¿Cómo no iban a aprovechar todo el potencial de la juventud de Han Solo? ¿Cómo los ejecutivos de Hollywood, tan dados a intentar sacarle agua a las piedras, nos iban a privar de semejante banquete?
Y entonces, un buen día Han volvió de nuevo. Ya se ha dicho por aquí que JJ Abrams ha sabido revitalizar una saga que el propio George Lucas cargó de excesiva gravedad en las precuelas, y también que el spin off Rogue One es quizá la mejor de toda la serie. Por eso, también, había tanta expectativa con Solo: a la luz de las nuevas películas, no podía no haberla ante el prospecto de asistir a los años mozos del pirata, presenciar la legendaria partida de Sabacc en la que le arrebató el Millennium Falcon a Lando Calrissian, ser testigos del momento en que los caminos de Han y Chewie se cruzaron por primera vez. Hace años que los pibes de los 70 esperábamos el momento de que se apagaran las luces para que el coreliano fuera protagonista.
¿Será por eso, entonces, que uno siente que a este esperadísimo spin off del universo Star Wars le falta un golpecito de horno? ¿Será que uno está sugestionado porque sabe que el estudio Disney consideró que Phil Lord y Christopher Miller, responsables del espíritu lúdico de La gran película Lego y Lluvia de hamburguesas, se habían pasado de rosca y los puso de patitas en la calle? A Solo le falta algo de salvajismo, de esa anarquía que solo Han y Chewie, largándose al delirio de perseguir en franca inferioridad numérica a un pelotón de Stormtroopers por los pasillos de la Estrella de la Muerte, pueden desatar. No es que Alden Ehrenreich no dé el piné (o, para utilizar términos más adecuados, que le quede grande el chaleco): el actor californiano ya mostró sus dotes como el marmóreo actor de westerns de Hail, Caesar!, y puso lo que se imponía para que su Han Solo tenga la necesaria inocencia juvenil combinada con los primeros brotes del pragmatismo amoral que supo patentar Harrison Ford. El problema es que esos momentos en que Han es el Han que aprendimos a querer no terminan de contaminar a toda la película, que podría haber sido otro episodio extraordinario como Rogue One pero se conforma con solo ser eficiente y servicial al gran marco de la saga.
Sin embargo y a pesar de todo, aunque parezca contradictorio: Solo es también un festín. Porque, y es un dato nada menor, acierta todos los plenos en el casting. Difícilmente Woody Harrelson no dignifique aquello en lo que aparezca, y así su Tobias Beckett es el perfecto espejo de aprendizaje para el joven Han: ambicioso, amante del dinero, capaz de urdir traiciones para salvar el pellejo, zalamero cuando es necesario y lo suficientemente inconsciente como para meterse en problemas con un capomafia galáctico, que aquí se llama Dryden Vos (Paul Bettany, otra apuesta segura, un infiltrado de los Avengers en el universo SW) pero también podría llamarse Jabba the Hutt. Donald Glover la rompe como Lando, y hay también en el Solo de Ford algo aprendido del cancherismo del morocho, fullero, seductor, mentiroso y tan metrosexual como para tener un guardarropa lleno de capas que hacen pensar en James Brown. Emilia Clarke se desprende de Daenerys Targaryen con facilidad y le da forma a otro personaje femenino memorable: como Leia, como Jyn Arso, Rey o Rose Tico, Qi’ra no es un adorno ni un personaje para cubrir el cupo, sino una mujer que toma decisiones para torcer el destino, que no se quedó esperando el regreso de Han y que, también, sabe traicionar para no ser una muñequita de lujo.
Y entre todos los humanos, una droide que viene a engrosar la galería de honor que ya ocupan R2D2, C3PO, BB-8 y K-2SO. L3-37 es uno de los platos más deliciosos de Solo. L3, de hecho, es quien mejor representa la anarquía de Han: su llamado a la revolución de los robots y el caos que desata en el planeta minero de Kessel es uno de los grandes momentos de la película. Cuando se repantiga en el asiento del copiloto del Halcón y le dice a Qi’ra que sabe que Lando siente algo más que camaradería por ella pero que no le interesa mezclar las cosas y que hay “incompatibilidades”, en Solo explota el espíritu de lo que fuimos a ver. Sobre todo porque, algunos minutos después, la actitud de Calrissian ante la droide destruida confirma su teoría.
Entonces: a Solo quizá le falta ese golpecito de horno, pero cuando al fin la pareja se sienta en el cockpit del Falcon uno quiere levantarse a aplaudir, y al cabo sale del cine con una sonrisa. Sobre todo porque la pantalla está servida para una secuela, y está claro que esa perspectiva también resulta atractiva. Porque allá por los 70 una dupla de contrabandistas a bordo de una nave encantadora vino a acompañar nuestros juegos de infancia. Y desde entonces quedó claro que a Han nunca lo vamos a dejar solo.