Este año, que por razones presupuestarias, cancelé el HD en mi servicio de cable, vi muy poca televisión. Como tampoco me aficioné a las temporadas de series (prefiero leer) ni sumé Netflix a mi dieta televisiva, debo haber ingresado a esa categoría social que, de acuerdo al colega Respighi, consume “geriatría mediática”. En este tiempo de multipantallas y de horarios diferidos apelo a mi plasma para momentos de breves encendidos: a la mañana, temprano, para saber si tengo que salir con paraguas o para enterarme si el mundo sigue en el mismo sitio que tenía cuando me dormí. O, a la noche, para darme por enterado si alguna noticia fue capaz de alterar el equilibrio universal. En el medio, poco y nada o lo milagroso que genera el aún vigente y permisivo recurso del zapping.

Montado en ese vengador anónimo que es el control remoto casi todas las noches enfilaba hacia la pensión de Educando a Nina para ver qué era de la vida de esos formidables actores. Después, una fauna variopinta: Capusotto, siempre; El Cadete, revelación humorística del año, con Roberto Navarro; los lúcidos Mariano Hamilton y Bercovich con Gustavo Sylvestre; María O’Donnell en Ronda de Editores; los informes ingeniosos de Casella en Bendita; el momento standapero de Hora de reir; ciertos ricos instantes de Cocineros argentinos; paseítos por Encuentro e IncaaTV y, eso sí, el fútbol, todo lo posible, en vivo, en diferido, partidos enteros, en retacitos o como sea. Una pena saber que ya no será para todos y que ese buen logro social ha sido colocado en tiempo de descuento.

Me da mucha gracia escuchar el esfuerzo de canales y señales suplicando a sus seguidores que ya no deben sintonizarlos en los aparatos convencionales. Que eso es un viejazo, un anacronismo, una intolerable antigüedad. Que ahora la onda es bajar aplicaciones para ver la programación en los más originales dispositivos digitales. La televisión más novedosa está en las redes sociales y en youtube, porque sus usuarios hacen gratis (bah, casi todos) lo mismo y a veces bastante mejor que los profesionales.

Lo demás es la televisión de siempre, que en el circuito abierto (que es el que más veo) contiene los renovados agravios de cada año. Si no, cómo calificar que se haya naturalizado en las programaciones la inclusión de telenovelas provenientes de Turquía o de Corea; que se sigan repitiendo los capítulos de La niñera, de El Zorro o de Casados con hijos; que un programa lamentable como Caso Cerrado haya tenido crías argentinas (Imputados, El show del problema). El slogan de un canal es “La vida en vivo”, eufemismo que encierra una verdad. La televisión argentina –sostenida en el género del magazine– se ha convertido en la Universidad del Panelismo. Otro canal, con seis o siete ficciones extranjeras diarias, debería asumir el concepto “La vida en latas”. Cuatro o cinco señales informativas distribuyendo de la mañana a la noche semáforos rojos con llamadas, muchas veces injustificadas como Ahora, Esto Pasa, Alerta, Última Noticia, Urgente. Cuatro o cinco señales deportivas dedicadas casi exclusivamente a Boca, River, Tévez o Gallardo.

Y, finalizando, un reconocimiento (sé que no lo necesitan, y mucho menos de mí) a los cubanos de Mestre, a los jesuitas de Grandinetti,a los Romay, a los García. Esos empresarios hicieron cantidad de bodrios, pero en el mientras tanto, generaron pantallas con identidad , dieron laburo por miles y generaron las condiciones para que el medio se transformara en industria. Hicieron de sus canales verdaderas fábricas de televisión, no como los multimedios para quienes un canal de aire no es otra cosa que una minúscula unidad de negocios en el marco de un fenomenal conglomerado de intereses. Los canales, hoy, no son sino paredes mudas, espacios vacíos que han dejado de producir casi por completo.Y para esa ausencia no hay aplicaciones que valgan ni Moisés que los salve.

* Periodista.