El año que se va será recordado como el más pobre de la pantalla chica argentina en mucho tiempo. En términos de producción y de calidad, la televisión argentina sufrió el cimbronazo de un ajuste económico que se trasladó a una pantalla que careció de propuestas innovadoras, tanto en la forma como en el contenido. ¿Existe una correspondencia directa entre falta de recursos y carencia de creatividad? Probablemente, no. Pero la TV abierta argentina demostró en 2016 que ambas situaciones pueden estar relacionadas, sea por pereza, por comodidad o temor al riesgo. Un año en el que la TV abierta argentina ofició mayoritariamente de plataforma prestada a programas provenientes de Brasil, Turquía, Corea y de cualquier lugar del planeta con tal de rellenar programación con latas baratas. El 2016 fue la temporada en la que la TV argentina vivió enlatada.
Tal vez la imagen más elocuente de lo que fue la pantalla chica argentina en este año que está a punto de terminar la de Caso cerrado, el bizarro talk show que Telefe –el canal líder en audiencia– programa diariamente en sus tardes. El colmo de la “lluvia de latas” que azotó a la TV local es que los programadores ya no solo recurren a la importación de productos de ficción para equilibrar las cuentas. La novedad fue que el ciclo producido en Miami por Telemundo inauguró la triste apertura comercial de representantes dilectos de la “TV basura”, tal es el espíritu, la lógica y el contenido del programa conducido por la doctora Ana Polo. Como si no bastara con los que se producen in house (Imputados, pronto llegará Abogados), ahora lo peor de la TV mundial aterriza en estas pampas con altos índices de audiencia que justificarán –seguramente– nuevos experimentos en el corto o mediano plazo.
Los escasos niveles de producción, fundamentalmente en ficción, llevaron este año a tocar picos históricos de cantidad de latas programadas en la TV abierta. En junio, por ejemplo, se llegó al punto de que Telefe sumara ¡nueve! horas diaras de latas en su grilla, de lunes a viernes. En ese mes, que estacionalmente es de buen encendido, la repetición de Graduados se incorporó a dos horas de origen estadounidense (La niñera y el bloque infantil Discovery Kids), una de origen coreano (Mirada de ángel), otra proveniente de Turquía (Sila) y cuatro horas de origen brasileño (repartidos entre Imperio, Eterno amor y Moisés y los 10 mandamientos). No fue la excepción: Canal 9 ocupaba con latas siete horas diarias, y la TV Pública alrededor de ocho. Premio “consuelo” para El Trece cuyas latas apenas tomaban el aire un par de horas diarias de su grilla, y para América TV, que siguió apostando a la programación “en vivo” (y barata).
Si antes la pantalla chica era un reflejo de la sociedad argentina de cada momento, la masividad de latas de diversos orígenes y de todas las épocas complejiza ese parámetro. Las ficciones extranjeras, que desde hace años no solo forman parte del prime time local sino que suelen convertirse en los programas más vistos, lejos están de abordar prácticas, procesos y estructuras culturales cercanas a los televidentes argentinos. El horario de mayor encendido dejó de ser exclusividad de producciones nacionales. Tal vez la pantalla chica ya no refleje la cultura argentina pero sí el espíritu político que emana desde el poder.
La parálisis de los planes de fomento estatal a la ficción, que había revitalizado la producción desde 2010, aún con sus heterogéneos resultados, agudizó la escasez de programas del género en 2016. Durante algunos meses de comienzos de año, apenas dos ficciones de producción local (ocho horas semanales) se emitieron en la pantalla chica: La leona (Telefe) y Los ricos no piden permiso (El Trece). Durante ese tiempo, el programa más visto de la tarde en la TV argentina fue Escalera al cielo, la primera ficción coreana en programarse en el país. No fue el único aspecto inaugural en la era de las latas voladoras: por primera vez una ficción extranjera (Moisés…) finalizó sus emisiones con los actores y público en vivo en un teatro. Este alarmante panorama llevó a que diversas entidades audiovisuales (desde la Asociación Argentina de Actores hasta Argentores, pasado por Sagai, DAC, SAT, SICA, Cappa, entre otras) conformaran este año la Multisectorial Audiovisual, con el objetivo de encontrar soluciones y alternativas a la crisis productiva que vive el sector televisivo. Por separado, pero acompañando la preocupación, la Cámara Argentina de Productores Independientes (Capit) también elaboró un proyecto para que la llamada “ley de la convergencia” que realiza el Enacom eleve la cuota de producción nacional en la TV abierta e imponga una a la TV paga, tal como ocurre en el mercado brasileño, por ejemplo. Habrá que ver hasta qué punto el gobierno, que en su primer año flexibilizó las normas que regulan al mercado de las telecomunicaciones, casi desguazando la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, escucha a los principales actores (trabajadores) de la industria.
La ficción, nuevamente, salvó las papas entre tanto enlatado de dudoso origen y programas con panelistas dispuestos a opinar de todo. Hubo poca producción nacional de ficción, pero lo más destacado provino de ese género que mantiene calidad y atractivo para todo público, pese a las dificultades económicas y la alta competitividad proveniente de las plataformas VOD y las OTT. Tal vez se podría pensar al desarrollo tecnológico como la “rebelión de las máquinas” ante tanta falta de ideas.
En la observación con lupa de la pantalla chica, El marginal sobresalió por haber sido una ficción que se animó a contar otro tipo de historias. La producción protagonizada por Juan Minujín, Martina Gusmán, Nicolás Furtado y Claudio Rissi, entre otros, supo iluminar una trama carcelaria dura y oscura sin dejarse llevar por la tentación que siempre generan las historias secundarias que se pueden fantasear en la vida tras los barrotes. Estética y narrativamente sólida, El marginal mantuvo la tensión hasta el final. Una ficción que superó, incluso, la mala programación de la TV Pública, que la sacó del aire durante casi un mes por la transmisión de los Juegos Olímpicos, dejando la emisión de sus últimos tres capítulos para después de la competencia.
Otro de los puntos altos en el género, pero que también sufrió el manejo y desmanejo de programación, fue La leona. La producción de El árbol (la última, previa a la separación societaria de Pablo Echarri y Martín Seefeld), construyó un auténtico y genuino culebrón popular argentino, imprimiéndole a la habitual trama de amor imposible un protagonista temático que revitalizó el género: la cultura del trabajo. Los inconvenientes que giraron alrededor de una empresa textil, voluntariamente vaciada por sus dueños, expusieron en pantalla historias identificables para cualquier televidente, además de que acompañaron –pura casualidad, pues fue filmada en 2015– los problemas que surgieron en el mercado laboral argentino durante el año que se va. La trama, barrial y obrera, se conjugó en La leona con inolvidables actuaciones, como el perverso Klaus Miller de Miguel Ángel Sola, la prepotente fuerza de la María Leone de Nancy Dupláa o la frágil locura de la Diana de Esther Goris.
En otro registro, con Educando a Nina Underground producciones reeditó sus credenciales como casa productora de “comedias de personajes”. En este caso, sus tiras descansan en dos ejes bien definidos: por un lado, la realización de un casting a demanda de cada personaje; por otro, la decisión de otorgarle libertad creativa a los actores, más allá de la fría letra del guión y de cierto humor ramplón.
La consagración definitiva de Griselda Siciliani como actriz de comedia, en su doble rol de Nina y Mara; la validación de comediante de Verónica Llinás; y la practicidad del uruguayo Nicolás Furtado como revelación del año (por Educando… pero también por su papel en El marginal).
Al repasar la ficción nacional, es imposible soslayar la temporada que tuvo Juan Minujín, el actor que mostró una practicidad interpretativa pocas veces vista para papeles tan disímiles. Mientras en El marginal compuso a un Pastor “con calle de tierra” dispuesto a infiltrarse en la mafia de la cárcel, exponiendo incluso su propia vida, en Loco por vos jugó el ritmo de la sitcom en la piel de un “chico bien” recién casado.
Aunque no se trate de una ficción hecha y derecha, ShowMatch volvió a acaparar grandes audiencias, aunque acordes al encendido televisivo argentino. A diferencia de otros años, el ciclo de Marcelo Tinelli tuvo menores dosis de escándalos de baja monta, profundizando su veta artística con el Bailando, formato en el que más se percibe su gran producción. Sin embargo, hubo dos hechos que empañaron la temporada. Por un lado, la desaparición casi por completo del “Gran cuñado”, en especial de la parodia a Mauricio Macri a cargo de Freddy Villarreal, tras la molestia expresada por funcionarios del gobierno, que incluyó una reunión privada entre Tinelli y Macri. El otro aspecto criticable fue la utilización que el programa hizo de la relación entre Barbie Vélez y Federico Bal, denuncia de violencia de género mediante.
La nueva TV Pública
Una de las mayores expectativas del año estaba puesta en cuál iba a ser la identidad que la nueva gestión le iba a imprimir a la pantalla estatal. En este primer año, lo primero que salta a la vista –además de haber perdido buena parte de su audiencia– es que el perfil de la programación tuvo un golpe de timón visible: tanto en sus nombres como en sus contenidos. La visión historicista y latinoamericanista que tenía la pantalla fue reemplazada por una programación que replicó el espíritu político del gobierno, despolitizada y ligada al entretenimiento. A la programación de magazines (Pura vida y Tomate la tarde) y de ciclos de juegos (El punto rojo y Desordenados), se le sumó el hecho de que los noticieros dejaron de tener columnistas de opinión de economía y de política. Que un programa sobre el campo sea financiado por Monsanto, sin que eso sea ni siquiera cuestionado, es todo un síntoma del concepto de TV pública de la gestión. Los colores vivos y alegres de sus escenografías son un dato que denotan un rumbo que no fue acompañado por la audiencia. Al menos en este primer año de gestión, la competencia en forma y contenidos con la TV comercial redundó en una pantalla fría y que dejó de ser una referencia en el zapping.
La incomprensible decisión de las autoridades de “entregarles” los principales partidos del ahora extinto Fútbol para Todos a El Trece y Telefe, aún cuando el Estado era el dueño de los derechos de televisación, no sólo les quitó la posibilidad a todos los argentinos de ver gratis y por aire los encuentros de River, Boca, Racing, San Lorenzo e Independiente. Tampoco ayudó a que la pantalla pudiera contar con contenidos masivos que le permitieran hacer visibles las pocas interesantes propuestas que tuvo, como el recorrido teatral por todo el territorio nacional que propuso El país en escena, o la intención de Ronda de editores de generar el espacio para discusiones con argumentos sobre la actualidad entre periodistas de diferentes medios. También es una pésima noticia para el canal la finalización de Científicos, industria argentina, el programa conducido por Adrián Paenza, que tras catorce temporadas en la TV abierta mostrando el trabajo de los científicos de todo el país, dejará de emitirse.
La TV argentina despide el 2016 con la impresión de haberse transformado en una suerte de “radio con imágenes”. Sin intención de atraer al público joven (¿qué programas para adolescentes y jóvenes adultos hay en los cinco canales de aire?), con la reposición de ciclos realizados hace cuatro décadas y novelas conservadoras, la pantalla asume el rol de geriátrico electrónico. Un papel que le sienta cómodo pero que no parece tener una saludable perspectiva de futuro.