Los desórdenes monetarios afectan la trayectoria económica de largo plazo. Las crisis cambiarias y sus efectos inflacionarios provocan pérdidas irreparables en materia de distribución del ingreso y crecimiento económico. Es cierto que las economías con problemas estructurales de balanza de pagos tienden a incurrir en crisis cambiarias. Argentina, por otro lado, tiene la particularidad de poseer un sistema bimonetario de flujos pesificados y stocks dolarizados que amplifica toda crisis externa. Además, como si fuera poco, el gobierno duplicó la deuda pública en moneda extranjera con terceros y el déficit de cuenta corriente ingresó a una zona de emergencia.
Sin embargo, no todo estrés cambiario refleja expectativas de crisis de solvencia externa. En efecto, la reciente crisis no tuvo a los “fundamentales” como factores determinantes. Ni siquiera la volatilidad internacional fue la causa principal.
El perjuicio que provocó la intervención de jefatura de gabinete en el Banco Central no fue de orden institucional sino de política económica. La inconsistencia del “plan 23/20” (dólar a 23 pesos y tasa al 20 por ciento para fin de 2018) creó las bases de la crisis cambiaria. Después de dos incrementos en la tasa objetivo entre octubre y noviembre de 2017, el banco central había iniciado un ciclo de recortes en enero, que se ve abortado por el sell-off de Wall Street en febrero. Sin embargo, con las licitaciones mensuales de Lebacs continuaron los recortes, aunque marginales, simbólicamente relevantes. Mientras tanto, el dólar mayorista se había devaluado un 18 por ciento entre diciembre y marzo. Peor aún, desde principios de marzo hasta el incido de la corrida, el Banco Central se vio forzado a intervenir con 2.400 millones de dólares para evitar que el dólar mayorista superase los 20,2 pesos.
Mientras el presidente del BCRA predicaba la teoría del equilibrio general walrasiano, el mercado respondió con el bolsillo. La corrida comenzó y el Banco Central, desorbitado, se tornó en un factor de desestabilización. El estrés duro 15 jornadas. Durante las primeras siete, el Banco Central intervino erráticamente con 5.300 millones de dólares, convalidó una devaluación de 8 por ciento y quiso convencer con solo 300 puntos básicos de suba de tasa. Luego, más desorientado aun, llevó la tasa objetivo al 40 por ciento, dejó de intervenir durante cuatro jornadas, convalidó una devaluación de 4 por ciento y el gobierno terminó pidiendo asistencia al FMI. Insólito. Como era de esperar, el anuncio del FMI provocó el típico efecto estigma y, nuevamente, debieron a inyectar otros 1.200 millones de dólares. Fue recién el lunes 14 que, por primera vez, el BCRA actuó como un Banco Central: colocó una “pared” de 5.000 millones de dólares a 25 pesos en el “offer” y le quitó el oxígeno al ataque especulativo. La corrida se frenó.
En lo que va del año, la mala praxis y la improvisación dejó un saldo negativo de 10.100 millones de dólares en intervenciones cambiarias, una devaluación de 35 por ciento, una tasa anti-pánico del 40 por ciento y al FMI con el nuevo cargo de “súper-ministro”.
Los mercados no son eficientes porque sus operadores no tienen forma de saber cuáles son los precios de equilibrio. Forman expectativas en base a creencias y experiencias pasadas, algunos tienen mejor “olfato” que otros, pero no mucho más. Por ello, como la incertidumbre es una característica intrínseca de la economía, un Banco Central, que no es un operador más, tiene la responsabilidad de imponer su propia convención o creencia sobre el futuro para proveer estabilidad y previsibilidad. Con poder de fuego, capacidad técnica y una regulación apropiada, los bancos centrales no son vulnerables. Sin embargo, de no revertirse la fragilidad financiera externa, las próximas crisis cambiarias podrían tornarse inevitables.
* The New School (Estudiante PhD, Economía).