Desde Barcelona
UNO Son –se sabe y se disfruta más allá del hedor– dos de los momentos cloacales más icónicos en la historia de la ficción.
Por un lado –y por orden de aparición– los desagües de una Viena todavía arruinada y en ruinas cortesía de la Segunda Guerra Mundial. Túneles por los que acaba huyendo para morir de verdad el amoral y corrupto muerto-vivísimo Harry Lime en The Third Man: primero película de Carol Reed de 1949 con Orson Welles y Joseph Cotten en los roles protagónicos; después novela de Graham Greene surgiendo a partir de su propio guión original.
Por otro, las alcantarillas de Derry, Maine, en It: mega-horror-novela de Stephen King editada en 1986 y, posteriormente, mini-serie televisiva de culto de 1990 para la ABC y muy exitoso film de 2017 a la espera de su secuela y conclusión el año que viene. Allí, otra escena inolvidable: George “Georgie” Denbrough, en su impermeable amarillo y persiguiendo a su barquito de papel por las calles. Y no lo alcanza y entonces, asomando, la sonrisa llena de dientes del payaso Pennywise tentando al niño con un circo underground y un “aquí abajo todos flotamos”. Pero, claro, que Pennywise flote alguien –muchos– va a tener que hundirse. Y si uno le ofrece la mano, el clown te muerde hasta el hombro. Y te arranca el brazo mientras te desangras mal haciéndote tanta mala sangre.
Así que hay veces en las que uno –y tantos como Rodríguez; bienvenidos al fin de la era de tanta ilusa ilusión donde impera la maldad absoluta de un bufón o el cinismo total de un cretino– si no quiere ahogarse entre tanta mierda tiene que patalear un poco. Y, como Holly “Rollo” Martins disparar a quemarropa a ese mejor amigo de pequeño que, con los años, resultó ser el peor y más grande de los enemigos.
DOS Porque de eso se trata finalmente y en principio: ser el sacrificado Georgie o ser el sacrificante Martins. Y en eso están todos ahora. Los pocos de arriba y los millones de abajo: saltando los charcos e intentando agarrarse a lo que sea para no ser arrastrados por una electrizante correcta de basura, materia fecal, y todo es que se barrió debajo de la alfombra durante años hasta que, por acumulación y excesos, comenzó a filtrarse y desbordar. Y aquí viene el diluvio horizontal con ganas de llevarse a todos por delante ahora en modalidad retirada o, si hay suerte, tregua/reposo mientras pasa el torrente y baja el nivel de las aguas negras.
Y las alcantarillas rebosan tanto de leyendas urbanas –los lagartos albinos de Manhattan, los cerdos negros de Londres, las ratas gigantes de Teherán, los bajísimos y pestilentes sin fondos de Mimban donde Han Solo conoció a Chewbacca– como de asuntos verificados e históricos: la certeza de que no hay oficio más hediondo que el de limpiar los desagües de Bangladesh o el llamado “Gran Hedor” que cubrió a la capital del Imperio Británico en el verano de 1858 cuando los niveles de “residuos humanos” vertidos al Támesis superaron todo lo conocido y olfateado hasta entonces llevando, incluso, a suspender las sesiones en las cámaras de Comunes y Lores.
No hay tal suerte en España aunque todo hiede incluso más que entonces si uno se acerca demasiado a una clase política cada vez con menos clase. Y que se acerca cada vez más a uno.
Así, por un lado están los poderosos cenáculos marianos (algo que no tiene que ver con la religión cristiana y de cuya doctrina recibida en su colegio primario Rodríguez recuerda poco y nada) sino con los cenáculos del poder de Mariano Rajoy. Limitando cercana y directamente con las cloacas del poder y todo eso (léase Partido Popular recién señalado como “partícipe a título lucrativo” en la Trama Gürtel, apenas uno de los tantos focos de corrupción que lo ensucian con nombres como Guateque, Pokémon, Púnica, Rasputín, Poniente). Entonces, el vocero en el Congreso del PP Rafael Hernando –cada vez más cerca de la gestualidad y fraseo del cómico televisivo José Mota– pretendió explicar que esa era “una condena exculpatoria”. Pero su acción desinfectante no fue muy eficaz. Y Rajoy salió a repetir que los escándalos por corrupción ya son viejos y que han expirado y que él no sabía nada y que hacer olas por eso “va en detrimento de los intereses generales de los españoles”. Y que mejor y más sano es que olvidemos porquerías pasadas (“Yo ya he pedido disculpas hasta la saciedad”, se excusa Rajoy aclarando que él no tiene la culpa de nada) y más vale preocuparnos por la conservación de este presente maravilloso e impoluto que supimos conseguir mientras cabalgamos hacia un futuro higienizado con el patrocinio de Don Limpio o Mr. Clean. Y no se defiende sino que defiende, de nuevo, “los intereses generales de los españoles”. Y a meter mucho miedo con que si se sale a jugar sucio se caerá al agujero negro y apestoso. Es decir: si se meten conmigo y me hacen pupa, España va a perder estabilidad y el IBEX y la prima de riesgo y no se olviden de la crisis de la que salimos. Y –tan inverosímil como inamovible– Rajoy explica que “lo de la credibilidad es muy relativo”. Y, sí, piénsenselo bien: porque mejor yo que Pennywise. Y todos los Harry Lime de su entorno sonríen y aplauden porque, se sabe, siempre se aguanta (y hasta se disfruta culposamente) el perfume de la propia mierda. Y se vienen meses con nuevos fallos y desperfectos por múltiples investigaciones. Y enseguida se anunció que Rajoy suspendía su viaje a Kiev a la final de la Champion’s League con su amado Real Madrid. Lo que es muy pero muy grave.
Y también está ese coqueto chalet de la discordia al que le echaron ojo –no por que quiera Podemos sino porque pueden y quieren ellos– los más revolucionados que revolucionarios Pablo Iglesias y su pareja y futura madre de sus hijos Irene Montero. Sumideros a la que sus sumisos y no tanto debieron dirimir en plebiscito inmobiliario a pedido de y por amor/odio a los líderes.
Y, ah, los independentistas catalanes peleándose por lazos amarillos en las bancadas del Parlament mientras el pueblo se da de hostias en las playas clavando y arrancando cruces amarillas.
Y está Pedro Sánchez del PSOE proponiendo moción de censura al gobierno de Rajoy y proponiéndose –una vez más– como interino y límpido paladín de la justicia con tantas y tan evidentes ganas de calentar no más sea por un ratito el sillón de Moncloa antes de convocar elecciones generales.
Y aquí sube Albert Rivera de Ciudadanos que no da su o.k. a la moción k.o. con Sánchez; pero que sí reclama elecciones adelantadas cuando –cómo obviarlo– las últimas encuestas lo vienen dando como favorito para próximo jefe de gobierno. Cada vez más patriotero y llegando a arrojarle besos y apadrinar a una crepuscular pop-star que ha decidido revitalizar su mustia carrera poniéndole versos al iletrado “Lolololóló” (léase Himno Nacional Español) lloriqueando lindezas del tipo “Rojo, amarillo, colores que brillan en mi corazón / y no pido perdón. / Grande España, a Dios le doy las gracias por nacer aquí, / honrarte hasta el fin. / Como tu hija llevaré ese honor, / llenar cada rincón con tus rayos de sol. / Y si algún día no puedo volver, / guárdame un sitio para descansar al fin.”
Y Rodríguez se pregunta si ese sitio al que se refiere la alguna vez sex-symbol Olé Olé está bajo tierra. Entre cañerías, cubierto de porquerías y de cosas que van, entubadas como pacientes terminales, rumbo al mar. No para que lave sus culpas y pecados sino para contaminarlo aún más.
TRES El domingo por la noche –la flotante hora del lobo del día de la bestia, cuando los pajaritos de los relojes cucú prefieren quedarse en casita– Rodríguez y su hijo vieron The Third Man (la más grande lección de ética jamás filmada) y vieron It (película infantil a la altura de esas otras joyas del anarquismo infantil que son La guerra de los botones, Melody o Moonrise Kingdom).
La enseñanza de la primera es que, tarde o temprano, el que las hace las paga.
La de la segunda, es que la unión hace la fuerza.
A ver qué sucede primero.
Mientras tanto y hasta entonces, aguantar la respiración todo lo que se pueda, limpiarse bien, bajar la tapa, tirar la cadena, flotar tocados, no hundirse.